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GRUPO DE REFLEXIÓN SOBRE EL MUNDO HISPÁNICO

 nacionalismos

EL NACIONALISMO ESPAÑOL 1

EL NACIONALISMO ESPAÑOL 1

Manifiesto federal republicano

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Francisco Pi y Margall (1824-1901)

Manifiesto federal republicano

A los demócratas históricos de Valencia

Estimados correligionarios: Siento mucho no estar entre vosotros. Fuisteis siempre y sois ahora una de las esperanzas del partido. Promesas, recriminaciones, intrigas, nada es bastante a desviaros ni de nuestras antiguas ideas ni de la línea de conducta que os trazan vuestro propio decoro y el porvenir de la patria. No os importe que os tachen de exclusivistas; los partidos que no saben conservar íntegra su personalidad caminan con paso rápido a su muerte.

Vosotros, como yo, estáis siempre dispuestos a coligaros legalmente con todos los demócratas para reivindicar los perdidos derechos, lo que ni vosotros ni yo queremos, son vergonzosas transacciones de principios. Por esas transacciones van los pueblos a la corrupción y a la ruina. Harto frecuentes son ya por desgracia en nuestra pobre España.

Hombres de la revolución de Setiembre son hoy ministros de don Alfonso. Los constitucionales, los que más hicieron y dijeron contra los Borbones, no perdonan medio para llegar a serlo. Vencidos el año 1874, se apresuraron a tomar puesto en la situación creada por sus vencedores. Tomaron de pronto por bandera la Constitución de 1869, y la abandonaron después por la de 1876, negación de sus principios. Viendo que ni así podían satisfacer su codicia de mando, han concluido por fundirse en un solo grupo con los hombres que hace seis años los vendieron. Ni por tan bajos medios han logrado que se los llame a los consejos de la Corona; ciegos de ira, han vuelto otra vez los ojos a la Constitución de 1869. Cansados de la humillante súplica, han recurrido por fin a la amenaza.

Otro tanto ha sucedido con algunos de nuestros amigos. Encontraron buenas y excelentes nuestras doctrinas para llegar a los más honrosos puestos del Estado; peligrosas e irrealizables después que los consiguieron. Desearon, no ya coligarse, sino unirse con los radicales, y entraron en esas vergonzosas transacciones de que os hablaba. Escribieron primeramente un programa, por el cual arrostraron el destierro; y cuando vieron que no había servido, sino para llevar a los dos campos la perturbación y la alarma, empezaron por condenarlo al silencio y acabaron por rasgarlo. No han tenido después inconveniente en suscribir otro programa bien distinto del primero; no lo han tenido ni aun para presentarse a los ojos del país como correligionarios, no ya tan solo de aquellos progresistas que jamás hicieron armas contra la República; sino también de los que después de haberla votado le hicieron la más innoble guerra y más o menos cobardemente fueron los autores del 24 de febrero, el 23 de abril y el 3 de enero.

Con tal deplorable espectáculo pierden la fe los pueblos, el entusiasmo las nuevas generaciones, la cohesión y la fuerza los partidos, el vigor las ideas, la seriedad la política, y el decoro la patria. ¿Qué esperar ya, dicen los hombres a quienes no mueve otra ambición que la de vivir de su trabajo, cuando los que ayer defendieron con más calor principios que creemos salvadores, los olvidan y abandonan? A nosotros toca restablecer en los pueblos la fe perdida, afirmando, cuantas veces podamos, nuestros principios y llevándolos al entendimiento y al corazón de nuestros enemigos.

Nosotros, sobradamente lo sabéis, proclamamos con todos los demócratas, la autonomía del individuo. Le queremos autónomo en su pensamiento, su trabajo y su conciencia; y para que lo sea, pedimos la libertad de reunión, la de asociación, la de prensa, la de cátedra, la de la tribuna, la de todas las profesiones y todas las industrias, y la de cultos. Los delitos que por el uso de estas libertades se cometan, deben, según nuestros principios, ser sometidos a los tribunales comunes y castigados con arreglo al Código; los títulos académicos, subsistir como garantía de capacidad, no como condición indispensable para el ejercicio de profesión alguna; las religiones todas, gozar de los mismos derechos y vivir de las limosnas de sus fieles. Trae consigo para nosotros la libertad de cultos la abolición del juramento, el matrimonio y el registro civiles, los cementerios bajo la jurisdicción y en poder de los alcaldes, la enseñanza laica y la relegación del catecismo al templo. Deben la nación, la provincia y el municipio respetar y hacer respetar todas las religiones; pero sin ver en los que la profesan sacerdotes o legos, sino ciudadanos sometidos a las leyes civiles y a los tribunales ordinarios. Nada de privilegios para ninguna iglesia; nada tampoco de leyes excepcionales. Todas las iglesias libres dentro del Estado libre.

Nosotros, los demócratas históricos, proclamamos además la autonomía política, administrativa y económica del municipio y la provincia. Todo ser humano individual o colectivo, por su carácter de racional y libre, tiene, según nosotros, derecho propio a regirse por sí mismo en todo lo que no afecte la vida de otros seres.

Queremos, por lo tanto, autónomo el municipio, en todo lo que no afecte la vida de la nación, la de la provincia ni la de otros municipios; autónoma la provincia, en todo lo que no afecte la vida de la nación, la del municipio ni la de otras provincias. A cada municipio y a cada provincia corresponde, en nuestro sistema, constituir y elegir libremente su gobierno, velar por que dentro de su territorio no se viole el derecho ni se altere el orden; armar la fuerza de que necesite; establecer sus jurados; organizar sus servicios; fijar sus presupuestos; imponer y recaudar sus tributos; procurarse el crédito que exijan sus atenciones ordinarias, sus calamidades o sus obras públicas; hacer cuanto sin menoscabo de la nación, de las demás provincias o de los demás municipios pueda contribuir a su paz, su ventura, su libertad y su progreso. Nada aquí de consultas ni solicitudes de autorización al centro; nada de esos largos y enojosos expedientes que rebajan la dignidad y dificultan cuando no paralizan, el movimiento de los municipios y de las provincias; nada de alcaldes, ni de gobernadores que no deban su cargo a la libre elección del pueblo. Solo donde se enlacen o choquen los intereses del municipio con los de la provincia, consentimos y queremos la intervención y la acción de los poderes provinciales; solo donde se enlacen o choquen los de la provincia o el municipio con los de la nación, consentimos y queremos la de los altos poderes del Estado.

Queremos, con el resto de la democracia, la autonomía de la nación; pero circunscrita, como la de las provincias y los municipios, a todo lo que no afecte a la vida particular de los demás seres. Nosotros no tenemos un criterio para la nación y otro para los municipios y las provincias, aplicamos a todos el mismo principio y reconocemos el mismo derecho. Es y debe ser autónoma la nación; pero, así como su autonomía no puede inmiscuirse en la vida de otras naciones, no puede regir tampoco la vida interior de las provincias ni la de los municipios. A la nación, los intereses y servicios nacionales, a la provincia los provinciales, y al municipio los municipales; o lo que es lo mismo, el municipio libre en la provincia libre, la provincia libre en la nación libre; tal es nuestra fórmula. Con ella corregimos y ampliamos el dogma democrático, de otra manera contradictorio y manco. Es verdaderamente contradictorio declarar anteriores y superiores al Estado los derechos del individuo y dejar a merced del Estado los del municipio y la provincia; contradictorio y manco reconocer autónomos al hombre-individuo y al hombre-nación y no al hombre-municipio y al hombre-provincia. Lo es tanto más cuando muchas provincias fueron ayer naciones y el municipio es la nación por excelencia, la que sobrevive a las provincias y a la ruina de los imperios, la que, cuna de nuestros hijos y sepulcro de nuestros padres, miramos siempre corno la primitiva patria.

Hablan los demócratas progresistas en sus manifiestos de la autonomía de los municipios y de la provincia, pero de una autonomía meramente administrativa, otorgada y determinada como ahora por el Estado, que podrá mañana cercenarles lo que hoy generosamente les concede. Esto se llamó en todos tiempos descentralización y no autonomía; los radicales al suscribirlo no han hecho en realidad más que confirmar por un impropio cambio de palabras uno de sus más antiguos principios. Autonomía significa ley de sí mismo, y no es ley de sí mismo la que todo lo ha de esperar de la munificencia del Estado. Nosotros negamos, por lo contrario, a la nación la facultad de poner límites ni condiciones al régimen interior de las provincias y los pueblos, y reconocemos el derecho de los pueblos y las provincias a gobernarse por sí mismos, tan propio, tan sustantivo y tan inherente a su personalidad, como lo son para el individuo la libre manifestación del pensamiento, la
actividad y la conciencia. A los mismos pueblos y provincias toca determinar su vida interior y no al Estado.

Lo que no cae ya bajo la exclusiva libertad de las provincias y el municipio es la vida de relación, es decir, las relaciones de municipio y de provincia a provincia. Si estas son accidentales y pasajeras, pueden y deben ser objeto de particulares convenios; si permanentes, venir determinadas las de pueblo a pueblo en la Constitución de la provincia, las de provincia a provincia en la Constitución del Estado. Unimos así por la vida de relación lo que por la vida interior aislamos; subordinamos unas a otras las diversas entidades políticas en lo que tienen de común, y las dejamos libres e independientes en lo que tienen de propio. No se presentará a buen seguro sistema de gobierno más lógico ni más acomodado a la naturaleza del hombre.

Por este sistema resolvemos los demócratas históricos importantes cuestiones. Las provincias ayer despojadas de su fueros podrán restablecerlos sin temor de que se los arrebaten. Deberán respetar los derechos individuales y contribuir a las cargas del Estado; pero gozarán, en cambio, de absoluta libertad para regirse y gobernarse conforme a sus tradiciones y sus costumbres. Las que viven a la sombra de leyes especiales no estarán, como hoy, condenadas a tener petrificado su derecho; lo podrán corregir según lo exijan su desarrollo social y las últimas evoluciones de la idea de justicia. Cuba, autónoma en su vida interior y unida a la metrópoli por el solo vínculo de los comunes intereses, carece de razón para odiar a España y contribuirá a engrandecerla en vez de perturbarla con esas largas y terribles guerras a que no dimos término, sino a fuerza de oro y torrentes de sangre. Portugal dejará de acoger con ceño la idea de la unión ibérica y se prestará sin violencia a enlazar sus destinos con los de un pueblo al que le unen la geografía y la historia, convencido de que no por esto ha de perder ni su lengua, ni su literatura, ni sus leyes, ni su gobierno, ni esa personalidad de que lo hacen justamente orgullosos titánicos esfuerzos por ensanchar la esfera del comercio y los límites del mundo.

Facilitan nuestros principios hasta la solución del problema económico. Reducidas las funciones del Estado, reducidas han de quedar las cargas. En libertad cada provincia para cubrir por los medios que crea menos onerosos el cupo que les corresponda en el reparto de los gastos generales, no pueden menos de disminuir los de recaudación que tanto merman hoy el producto de las contribuciones y la riqueza de los contribuyentes.

Y que este problema económico sea de resolución urgentísima, ¿tengo acaso necesidad de encarecerlo? No puede la nación con el peso de las cargas públicas. Abrumada la propiedad por la contribución territorial, pasa de día en día a manos del fisco; agobiadas por la de consumos, sucumben multitud de industrias o viven miserable vida. En vano claman los pueblos contra este oneroso tributo, que, tal como está organizado, hace completamente ilusoria la inviolabilidad del domicilio, somete a irritante fiscalización el comercio y el trabajo, y se filtra y derrama en gran parte por los canales que lo llevan al Tesoro; es cada vez mayor, y seca de un modo más rápido las fuentes de la riqueza. Para colmo de mal crecen anualmente los gastos, continúa el déficit en los presupuestos, se recurre sin cesar al préstamo, y para amortizar la Deuda y pagar sus intereses se necesita más de la tercera parte de los ingresos. A más de 3.346 millones de reales ascienden ya los gastos; a más de 41.000 millones la Deuda; a más de 1.116 el importe de su amortización y sus réditos, con haberse atrevido los conservadores a reducirlos al 1 por 100, cosa a que tal vez no se hubiesen decidido jamás los revolucionarios. ¿Qué remedio proponen contra tan grave mal los demócratas de las demás escuelas?

Absolutamente ninguno. El mal, dicen, es inveterado, y su pronta curación de todo punto imposible. Están recientes los quebrantos de las guerras civiles, mal restañada la sangre de las heridas y nada ofrecemos, porque vendría pronto el desencanto. En las casas y las naciones atrasadas todo se debe esperar de la moralidad, la previsión y la constancia. Hablan de eslabonar no sabemos qué reformas, achacan a pasadas generaciones y a pasados gobiernos el vicio de gastar más de lo que se recauda, y dan por toda garantía de lo futuro lo que hicieron en sus breves períodos de mando. Olvidan y afectan olvidar que estuvieron también contaminados del vicio de gastar más de lo que se cobra; que desoyendo la voz de las oposiciones, se empeñaron constantemente en ajustar los ingresos a los gastos y no los gastos a los ingresos; que saldaron siempre con déficit sus presupuestos y hubieron de recurrir todos los años a nuevos préstamos si no quisieron desatender las más graves obligaciones del Estado, que si en otros tiempos dispusieron de grandes y extraordinarios recursos, por harta desgracia nuestra mal aprovechados, no quedan ya bienes que declarar en venta, como no se quiera nacionalizar también la propiedad privada; que dar, por lo tanto, como garantía de lo futuro lo pasado y como remedio del mal palabras, es además de cruel, manifestar pertinacia en sus viejos errores lamentables.

Lejos de corregirse esos demócratas, agravan con sus promesas de hoy las dificultades económicas de mañana. De todos los ministerios el que más gasta y devora es el de la Guerra. Su presupuesto actual asciende a poco menos de 500 millones de reales. ¡Quinientos millones, cuando juntos no llegan a consumir la mitad la Enseñanza, las Obras Públicas y la Administración de Justicia 1 Ese presupuesto resultará, sin embargo, insuficiente para el año 1881. Por la vigente ley de reemplazos quedan sometidos todos los mozos de veinte años al servicio de las armas. No se los sortea, sino para saber si han de entrar como soldados en el Ejército activo o como reclutas disponibles en la primera reserva. Lleva consigo esta innovación un excesivo aumento de gastos. De cuarenta mil pasan solo los reclutas disponibles del último sorteo. Hay que distribuirlos en batallones, darles sus cuadros de oficiales y dotarlos del correspondiente material de guerra. Teniendo como tenemos,
además, otra reserva, la que forman durante cuatro años los jóvenes que llevan otros tantos de servicio activo, se elevarán pronto los gastos del Ejército a 600 o 700 millones. Los demócratas progresistas están lejos de asustarse de este sistema; lo hacen suyo y hasta lo encuentran deficiente, ¡quieren más soldados!

Están por el servicio general obligatorio. Desean un Ejército activo tan numeroso como lo exijan las necesidades del país y lo consienta la penuria del Tesoro; cuerpos facultativos que conserven la noble tradición de su antigua historia, y como fundamento y base de todo, grandes reservas paulatinamente instruidas que, cuando ocurran supremos conflictos, sea la nación entera en armas. Las actuales reservas se componen solo de los jóvenes de veinte a veintiocho años; las de los demócratas progresistas habrán de comprender forzosamente a todos los ciudadanos que por su edad o por sus achaques no sean ineptos para el servicio. ¿A qué nos subirá el presupuesto de la Guerra? Porque o esas reservas han de ser completamente ilusorias, o han de tener también sus cuadros de oficiales, su equipo, sus armas, sus cuarteles, sus campamentos y sus parques. ¡Brava manera de aligerar las cargas de los contribuyentes!

Nosotros, fieles a los antiguos principios de la democracia, no estamos por tan irracional sistema. Creemos que, en tiempo de guerra, todos los ciudadanos deben defender la patria: no sabemos ver la necesidad de que en tiempo de paz se les arranque del taller y del aula para llevarlos a los cuarteles. Interrumpir bruscamente la educación del industrial y la carrera del hombre de letras, arrebatar la juventud a los campos cuando más en vigor están sus fuerzas, cortar hábitos de trabajo que difícilmente se adquieren, es sin disputa lo más antieconómico y antisocial que haya podido concebirse; no son para dichos los males que acarrea tanto a los individuos como a los pueblos. ¿Que razón hay luego para que, por un mero capricho de la suerte hayan de ir unos al Ejército activo y otros a la reserva?

Queremos un Ejército, pero voluntario. En tiempos normales el servicio militar
constituye a nuestros ojos un servicio administrativo; debe ser una profesión para
los soldados como para los jefes. Contra la posibilidad de una guerra basta para
nosotros que se incluya en los cuadros de la enseñanza el manejo de las armas.
Así, no estamos ni por grandes ejércitos ni por grandes reservas. Queremos en pie solo la fuerza imprescindible para asegurar el orden nacional, guardar las fronteras y servir mañana de núcleo a las milicias de las provincias y los pueblos. Somos enemigos de lo que se llama la paz armada, y, sobre todo, de que se haga soñar a la nación con aventuras que tanto contribuyeron a desangrarla y empobrecerla. Vivimos, por fortuna, alejados de los consejos y contiendas de Europa; a enaltecer
la nación por el trabajo y no por una mal entendida gloria, debemos dirigir todos los esfuerzos.

Solo así podríamos conseguir, por otra parte, que disminuyese el presupuesto de la Guerra. No bastaría esta disminución para resolver el problema económico; pero contribuiría de seguro, con la sencillez y economía introducida en la administración y la Hacienda, por nuestro sistema de gobierno, a reducir grandemente las cargas del Estado. Podría reducirlas más y más la libertad y la independencia de la Iglesia, la supresión de cuerpos inútiles, la de gran parte del personal de nuestras oficinas, sostenido más para satisfacer ambiciones que para facilitar el pronto despacho de los negocios, la unificación de la Deuda sobre base de estricta igualdad y de estricta justicia, el sistema de amortización de ciertos bancos hipotecarios aplicado a los valores públicos, la firme resolución de ajustar los gastos a la fuerza contributiva de los pueblos y no recurrir a empréstitos como no fuese para aumentar en obras públicas el capital de la nación y facilitar el desarrollo de todos los elementos de riqueza. El mal es grave y exigiría tal vez remedios heroicos, ¿habíamos de vacilar en aplicarlos?

Lo he dicho en otra parte y lo repito: en todas las naciones las tres cuartas partes de los ciudadanos conocen al Estado solo por el recaudador de contribuciones. Mientras se les exige tributos superiores a sus fuerzas, se cansan de todas las instituciones y de todos los gobiernos. Así me explico yo la inestabilidad de todos los de España. Serían inútiles todas nuestras reformas políticas, si con mano firme y osada no se procurara a la vez cortar los abusos que hacen tan insoportables para los pueblos las cargas públicas.

Mas no acabaría si quisiera exponer cuanto pienso y siento sobre los males de la cosa pública. Hablando habría podido ser largo; escribiendo he de ser corto.

Oigo ya las acusaciones de vuestros adversarios. Venís a deslindar los campos cuando convenía destruir las lindes, a suscitar diferencias cuando estamos enfrente del enemigo común y era preciso olvidarlas. Los partidos, respondo yo, viven de la controversia, y no del silencio; los ciudadanos todas tienen derecho a saber lo que propone cada partido para mejorar la suerte de la patria. Si ahora que estamos en la oposición no deslindamos los campos, ¿cuándo los deslindaremos? Ante el enemigo común están siempre los bandos vencidos, y ante el enemigo común ventilaron siempre las cuestiones que los separaron.

Porque estuviéramos ante el enemigo común, ¿dejaron, por otra parte, de publicar sus manifiestos los demócratas progresistas?

Lejos de considerar el silencio un bien, lo considero mal gravísimo. Así caen los pueblos en el marasmo y la atonía. No, no por el silencio, sino por la lucha, arraigan las ideas en la muchedumbre. Tiempo queda para atacar el común enemigo; digamos todos lo que sentimos y no nos engañemos para el día de mañana. Solo así es fácil que se colmen los que hoy parecen abismos.
¿Impide esto que no nos entendamos para reivindicar juntos las libertades consignadas en el título primero de la Constitución de 1869? Basta para tanto una coalición y las coaliciones implican necesariamente diversidad de partidos y de banderas. Mantengamos enarbolada la nuestra.

Os saluda cariñosamente vuestro correligionario,

F. Pi y Margall, Madrid, 28 de enero de 1881.

Concepto de nación (Cánovas del Castillo, 6 de noviembre de 1882)

Discurso de Antonio Cánovas del Castillo: "Concepto de nación"

Ateneo de Madrid, 6 de noviembre de 1882

El hecho de la existencia de los actuales Estados, que se reparten el mundo culto, dignísimo es de respeto seguramente, y puede, y en general debe subsistir hasta por siglos; pero negar que aquel esté mejor constituido donde haya una sola nación o una propia raza, y una misma lengua o, cuando más, dialectos fundamentalmente ligados al idioma común, y donde toda la población esté llena de iguales recuerdos, enamorada de idénticas tradiciones, informada, en fin, por un común espíritu, parece como negar la luz del día […]. Por eso, señores, al emitir la opinión antecedente no tan sólo se coloca Renan fuera de la realidad histórica y de la verdad jurídica, sino que contradice su propio concepto de nación, hasta aquí conforme en gran parte con el mío. Ni la conciencia, ni el espíritu, ni el alma, en suma, que en la nación reconoce él también, son cosas que se puedan partir cuando se quiere, ni son siquiera por su naturaleza mortales. Y si, como el propio Renan confiesa, no se cifra la nación en la raza […] ni en la lengua […] ni en la religión [ ... ] ni en la geografía, ni siquiera en los intereses recíprocos o comunes, no obstante que todo esto sea divisible, repartible, disoluble, ¿por qué extraña inconsecuencia pretende después que baste la suma de los votos individuales para romper el vínculo nacional?
No, señores, no; que las naciones son obra de Dios o, si alguno o muchos de vosotros lo preferís, de la naturaleza. Hace mucho tiempo que estamos convencidos todos de que no son las humanas asociaciones contratos, según se quiso un día; pactos de aquellos que, libremente y a cada hora, pueden hacer o deshacer la voluntad de las partes. Ni, bien mirado, ¿qué es esa voluntad general de que hablan Renan y otros tan ligeramente? [ ... ] No hay de todos modos voluntad, individual ni colectiva, que tenga derecho a aniquilar la naturaleza ni a privar, por tanto, de vida a la nacionalidad propia, que es la más alta, y aun más necesaria, después de todo, de las permanentes asociaciones humanas. Nunca hay derecho, no, ni en los muchos ni en los pocos, ni en los más, ni en los menos, contra la patria.
Que la patria es [...] para nosotros tan sagrada como nuestro propio cuerpo y más, como nuestra misma familia y más […].
Conservemos, pues, la nuestra, señores; retengamos también el propio ser de españoles […]. Somos ya desgraciadamente mucho menos poderosos que en tiempo alguno, por infeliz y aborrecible que lo imaginéis; que el poder es cosa relativa naturalmente, y sólo en comparación con el que las demás naciones alcanzan puede hoy ser medido con exactitud; por donde debemos confesar, aunque nos pese, que hay harto mayor diferencia ahora entre Francia y España, o entre España y la Gran Bretaña, que en los tristes días de Carlos II.
Tenemos, por lo mismo, que contentarnos con menos que otras veces, mas no tan poco, sin embargo, que no podamos todavía ser útiles a la humanidad, respetables a los ojos de las otras naciones, dignos del ser y el nombre que llevamos. Para lograr esto sólo, forzoso será cambiar la mala vida que traemos en todo el siglo presente, sin duda el más infeliz de nuestros anales desde que formamos nación […]. Ni de un solo de nuestros hombres de Estado sé yo en quien el patriotismo faltara. Faltaron sin duda medios, y todavía más, principios, convicciones, reglas de conducta que pudieran guiar mejor las cosas: faltó, sobre todo, una conciencia nacional que inspirase a los gobernantes y, según los casos, los limitara o los impulsara, clara, unánime, irresistible, tal como el solo patriotismo sabe formar, conservar o reconstituir entre los hombres. Y, ahora, bueno será que ya advirtamos que es muy peligroso quedarse tan atrás, como nos vamos quedando, en la sociedad ambiciosa y egoísta de las naciones […].
Que estas reflexiones severas no nos induzcan, lejos de eso, al desaliento; sino a todo lo contrario, más bien […]. Entre nosotros, felizmente, el hombre todavía queda, como he dicho; el español, si no está aún curado de los defectos, conserva las cualidades de siempre; el territorio puede decirse que está íntegro, con una excepción deplorable […] y nada, en suma, nos falta para poder vivir con honor sino intentarlo de veras [...] porque ¿qué español, después de todo, qué reunión de españoles puede oír algo que de suyo no sepa, que de suyo no sienta, a que de suyo no aspire, con sólo sentir vibrar de cerca el dulce nombre de la patria?

Fuente: A. Cánovas del Castillo, Obras Completas, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 1981, tomo I: 131-152.

Manifiesto integrista tradicionalista (Madrid, 27 de junio de 1889)

Manifiesto integrista tradicionalista (Madrid, 27 de junio de 1889)

A los españoles

Está organizada la comunión tradicionalista.

En muchas partes su organización es ya tan acabada y perfecta, que no hay más que hacer, aun en las provincias donde mayores estragos ha hecho el liberalismo y menos fuerzas tenemos, están constituidas y en ejercicio las principales juntas que cuidan de completarla, y llegará en breves días si Dios sigue ayudándonos, hasta los lugares y aldeas más escondidos y apartados. Maravilla ha de estimarse, y como tal la agradecemos a Dios, la facilidad, el sosiego, la prontitud y, más que nada, el silencio y reserva con que obra tan laboriosa y de tantos se ha hecho, entre tan grande número de diversos enemigos y continuas contradicciones.

Cuanto a esta junta central, creada y nombrada en reunión numerosa de tradicionalistas de todas las comarcas de España, ha sido ratificada con la adhesión y conformidad de las juntas regionales ya constituidas en, los reinos, principados, señorío y provincias en que la España tradicional se divide. Réstale solo tomar posesión y comenzar a cumplir las obligaciones de su encargo

Público es y notorio quién somos, qué queremos y cómo hemos de procurar el triunfo de nuestras doctrinas. De otros se puede dudar adónde van o cómo piensan en cada ocasión y cada vuelta que dan los tiempos y los sucesos; con nosotros, gracias a Dios nadie duda ni se equivoca, todos nos conocen y saben con certidumbre qué somos y qué buscamos. Lo dicen nuestros nombres; los trabajos de toda nuestra vida lo publican; escrito está, además, recientemente en la manifestación de Burgos y en las cartas y protestas con que tanto número de españoles se adhirieron a las doctrinas de esta manifestación.

Antes que nada y sobre todo somos católicos. Sabemos que no fuimos criados como los brutos, para arrastrarnos por la tierra, sino como los ángeles del cielo para amar a Dios, reverenciarle y servirle, y triunfar y reinar después con El eterna y gloriosamente. Y así nuestra primera acción sea humillarnos ante su Vicario en el mundo, a quien se debe sujetar y rendir toda humana criatura y decirle:

—Habla, Señor, que tus hijos escuchan, ganosos de oír tu voz y obedecer tus mandatos, con ansia de vivir y morir confesando y defendiendo todas y cada una de tus enseñanzas, los derechos de tu poder espiritual y el poder temporal y de rey que manos sacrílegas te usurparon y detentan, prevaleciéndose, cobardes y traidores, de la postración universal y la complicidad infame y pérfida de los Estados que fueron cristianos. Si de nosotros quieres en modo especial servirte, mándanos que tuyos somos. Cuando no, como cristianos y como ciudadanos, confesaremos las verdades que a todos mandas creer, y sustentaremos las leyes que tú das para el régimen de las naciones. Y por Dios, Uno y Trino, y en su presencia y acatamiento, te juramos que si hablamos o escribimos, en la discusión y en la propaganda, en la plaza como en el templo, vencidos o vencedores, siempre y en todo, una cosa queremos sobre todas las cosas: amar, servir y confesar a Jesucristo nuestro Señor, que triunfe y reine en las almas y en las sociedades, y que los designios adorables de su divino Corazón se cumplan en la tierra como en el cielo.

Somos también españoles: pero de verdad y realmente españoles; no por obra del acaso, sino por providencia de Dios, que nos dio a España por madre, para que como hijos la amemos y honremos; ni solo por el nacimiento, sino porque sus creencias son nuestras creencias, nuestras sus glorias y nuestros sus infortunios, y como propios tenemos y amamos el espíritu, las costumbres, las instituciones y la historia que le dieren ser y vida de nación y la señalaron y enaltecieron sobre todas las naciones.

Al suceder el liberalismo conservador al radical en el gobierno, dijo y cumplió su palabra, que venía a continuar la historia de España en el punto en que la había hallado, este es, a proseguir sin intermisión ni descanso la obra revolucionaria; mas nosotros, católicos españoles, de verdad queremos que la historia de España se reanude y continúe allí donde fue interrumpida por la asoladora invasión de extranjeras novedades que la desnaturalizan y pervierten; como nuestros cristianos padres, los héroes de la Independencia, después que hubieron arrojado de España a los ejércitos de la revolución francesa, acudieron a rechazar los asaltos interiores del liberalismo, y borrando al propio tiempo el cesarismo y regalismo galicanos del pasado siglo, quisieron restaurar en su prístina pureza la tradicional y castiza constitución española.

Nos hablan de libertad y progreso y eso anhelamos nosotros ver a nuestra patria libre de la tiranía con que cada error trata de reducirla y amoldarla a su medida, y todos juntos la revuelven, la conturban, la destruyen y procuran oscurecer a sus hijos el término de sus destinos y apartarlos, por caminos de perdición, del fin para que nacieron. La libertad buscamos, que solo se alcanza cumplida en el "justísimo señorío de Dios sobre los hombres"; como quiera, dice el Papa, y la razón natural lo descubre, que "perseguir su propio fin y alcanzarle es perfección verdadera de toda naturaleza, y el fin supremo a que debe aspirar la libertad del hombre que no es otro que Dios mismo". Adelantar queremos y hallar fundamento seguro al progreso social; y como dice León XIII, y es evidente, "a pesar de tantos ensayos, consta no haberse encontrado más excelente modo de constituir y gobernar la sociedad que el que espontáneamente brota y es como flor de la doctrina del Evangelio". A reanudar anhelamos la historia de las glorias y grandezas de nuestra patria; y con mirar a lo que fuimos, árbitros de los destinos del mundo, y lo que somos, ludibrio de las gentes, se ve que, si para ningún pueblo hay salud fuera de la Iglesia, para España ni aun el vivir es posible sin "aquella su primitiva y casi hereditaria firmeza en la fe católica", tan alabada de León XIII, "con que ha estado siempre enlazado el bienestar y grandeza del linaje español".

Eso queremos; para eso estamos unidos y nos hemos organizado; para eso llamamos e invitamos a todos los españoles que quieran pelear por la fe, por la libertad y el bienestar y grandeza de su patria.

Queremos que España sacuda el yugo y horrible tiranía que con el nombre de derecho nuevo, soberanía nacional y liberalismo la arrancó del "justísimo dominio de Dios" y la sujetó a la omnipotencia contrahecha del Estado, a la codicia de los partidos, al inquieto vaivén de mudables mayorías, a la "esclavitud y servidumbre de hombre a hombre", al estrago mortal, desesperada lucha y espantosa libertad y desenfreno de todos los errores; queremos que España recobre la libertad, la dignidad y la honra de hija de Dios, no regida y gobernada al antojo de los demás o del más fuerte, sino según la ley y bajo la soberanía social de Jesucristo.

Sustentamos que es monstruoso, insoportable despotismo, que la autoridad temporal, llámese Parlamento, República o César, se constituya en fuente de todo derecho, juez y maestro de doctrinas, como los emperadores paganos, los reyes y soberanos cismáticos, protestantes o liberales. Decimos que la autoridad temporal ha de ser, verdadera autoridad, fuerte y vigorosa, no para su propia exaltación, sino para gloria de Dios, de quien procede toda autoridad, y para defensa de la verdad y el pro-común, que ha de someterse y rendirse a las leyes fundamentales del país, que a todos obligan, y que ha de estar unida y subordinada al poder espiritual, como el cuerpo al alma, reconociendo y protegiendo el Estado, la supremacía de la Iglesia de Dios, la libertad e independencia absoluta de su magisterio y jurisdicción, todas las inmunidades y preeminencias que le dan su institución divina y los sagrados cánones, y recibiendo de ella humildemente la luz de la verdad y las normas del bien y de la justicia.

Quisiéramos asimismo que España, desangrada y abatida por el liberalismo, tuviera bríos y pujanza, como en los buenos tiempos de su cristiana fe, para arrojar con ignominia de los Estados Pontificios al Gobierno apóstata, sacrílego y usurpador que conculca nuestros derechos, atropella nuestra libertad, nos insulta y escarnece en la persona sacratísima de nuestro Santísimo Padre, Cabeza visible de la Iglesia santa; y a lo menos, y por de pronto, queremos ofrecer a nuestro Padre lo que somos y valemos, partir con El nuestra pobreza, protestar contra el inicuo latrocinio y clamar un día y otro por que se libre a España de la vergüenza de tener un embajador en la corte del detentor sacrílego; baldón afrentoso, oprobio insufrible, para quien rodeó toda la tierra y triunfó en todo el mundo siendo campeón de Jesucristo y brazo de su Iglesia, tender y dar mano amiga a los sayones y verdugos que los despojan, abofetean y ponen en prisiones.

Defendemos la libertad, dignidad y grandeza incomparables de la familia cristiana, consagrada y santificada por Dios con la gracia y virtud de un gran sacramento; purificada y sublimada por la religión con amor mejor que de ángeles, pues quiere que se conforme y asemeje al amor indecible con que Jesús ama a su Iglesia, amenazada de muerte por el Estado moderno, que la quiere profanar y envilecer, reduciendo el matrimonio a mero contrato civil, arrancándolo de los brazos de Dios para ponerle bajo la exclusiva jurisdicción del juez o el alcalde, como las compras y ventas que se hacen en el mercado, e invadiendo muchas veces, singularmente en lo que toca a la enseñanza, los derechos y la autoridad que Dios concedió a los padres para que eduquen y den buenos ciudadanos a la patria, fieles hijos a la Iglesia y santos al cielo.

Queremos que las ciencias y las artes, toda enseñanza y toda propaganda, sacudan el yugo del Estado docente, siempre ominoso y despótico, ya las oprima directamente con absurdo monopolio, ya las corrompa o destruya entregándolas sin freno ni defensa a la licencia de todo error y toda ineptitud; queremos que vuelvan a vivir y prosperar independientes y libres de jurisdicción tan impropia e inicua, bajo la suprema custodia de los únicos jueces y maestros legítimos de la doctrina; aquellos a quienes el mismo Dios mandó ir y enseñar la verdad a todas las gentes; aquellos que en las tinieblas y confusión de la barbarie salvaron los tesoros de la sabiduría antigua al amor y amparo del depósito sagrado de la revelación; que con las verdades eternas dieron a Europa y difundieron por el mundo toda cultura, y con la experiencia de los siglos confirman la racional evidencia de que no puede haber conflicto entre la razón y la fe, ni refugio ni custodio más seguros y fecundos para la sabiduría humana que la Iglesia de Dios. Queremos que las ciencias crezcan, y florezcan las artes, y los adelantamientos se multipliquen, y la cultura aumente y se extienda sin medida, y la razón vuele y se dilate sin trabas, no entre sombras de muerte como la filosofía pagana, ni sobre volcanes como la ciencia moderna, sino a la luz y con el freno de la fe, que salva los escollos e ilumina los abismos con resplandores del cielo: como en aquellos felicísimos siglos en que la sabiduría de nuestros mayores descubría mundos nuevos, y poblaba las selvas vírgenes de liceos, de gimnasios, de cultísimas ciudades emporios de las ciencias, las artes y las industrias, y daba a Europa maestros en todo saber y hacía de España modelo y dechado de las naciones civilizadas.

Amamos y defendemos la libertad, y por eso aborrecemos y rechazamos los horrendos delirios que con nombre de libertad de conciencia, libertad de cultos, libertad de pensar y libertad de imprenta abrieron las puertas de nuestra patria a todas las herejías y todos los absurdos extranjeros y extranjerizados que ya habían llenado de luto y vergüenza a otras naciones. Los cuales no nos han traído, ciertamente, ninguna nueva luz, ni nos han enseñado ninguna verdad nueva, ni siquiera nos han dado las riquezas y el bienestar puramente materiales que nos prometían; mas invadieron a España, tiñiéndola con sangre de víctimas sagradas que aún pide venganza al cielo; asesinaron, desterraron, despojaron y persiguieron a innumerables ministros de Dios; entraron a saco las propiedades de la Iglesia, de los pueblos y de los desvalidos; arrasaron y dejaron perecer millares de monumentos insignes; destruyeron todas nuestras instituciones seculares; nos agobian con tributos insoportables que aumentan cada año, y con espantosas deudas que crecen cada día y ya es imposible pagar; por dondequiera sembraron crímenes, ruinas y desolación, y al propio tiempo han apagado la fe en muchas almas, turbado muchas conciencias, y todo lo llenan de confusión, turbulencia, relajación, inmoralidad, discordias sinnúmero y revoluciones sin cuento; que la asoladora guerra de los franceses, la invasión de los moros y la irrupción de los bárbaros no causaron estragos mayores. Toda libertad nos parece poca para la verdad y para el bien; toda represión nos parece pequeña para el error y el mal; no acertamos a concebir mayor locura que conceder igual libertad y los mismos derechos al bien y al mal, a la verdad y al error; queremos que sea rigurosamente garantido el respeto que los hombres deben a los fundamentos del orden social y se deben entre sí; y, sobre todo, queremos que ningún delito se considere mayor, ni en los que mandan ni en los que obedecen, que atentar a la fe católica y a los derechos que sobre los hombres y sobre los pueblos tiene nuestro Creador y Redentor. Queremos ver a España libre de la plaga espantosa y tremendo azote del parlamentarismo que la destroza y aniquila, y de los partidos que a su antojo y sin cesar, nos dan constituciones, leyes y gabelas insoportables, y con nuestro sudor y nuestra sangre se alimentan y medran, y como fieras se arrebatan, se reparten y devoran los despojos de nuestra miserable ruina; y queremos que los pueblos, las profesiones, industrias y clases sociales, que no las banderías políticas por sí mismos pidan y aconsejen al Poder público según sus necesidades, y señalen los impuestos que han de pagar según su posibilidad y la general conveniencia; a tenor de aquellas antiguas leyes sobre las Cortes que el segundo de los Felipes incluyó en su Código, y omitió en el suyo el absolutismo insufrible del cuarto de los Borbones.

Queremos que el pueblo español rompa y destruya esta horrible máquina de despotismo que con nombre de centralización, pone todos los intereses en manos del Estado, amolda toda especie de leyes y costumbres al capricho del que manda, y al mismo tiempo que introduce la discordia en los ánimos con el libertinaje religioso y político que los divide en innumerables sectas y enemigos bandos, ahoga y funde las cristianas libertades, los antiguos fueros, la vida natural y tradicional de España, en arbitraria turquesa de gusto y moda extranjeros. Como si fuera justo, tradicional y conveniente sujetar a una misma regla hábitos, condiciones y necesidades tan diversos como son los de nuestras diferentes regiones, o consistiera en eso la unidad nacional; como si España no hubiese llegado a ser, con el sistema descentralizador y foral, en tiempo de Felipe II y Felipe III, el imperio más dilatado y más unido que los siglos vieron jamás, y no hubiese comenzado a cuartearse y desmenbrarse cabalmente, en cuanto la ceguedad de un ministro pensó en uniformarlo y centralizarlo todo, hacer incontrastable su voluntad; como si justamente nuestra ruina mayor no hubiese empezado el día en que los reyes, faltando a su juramento y contra todo derecho, osaron atentar a la unidad de las ideas y a la variedad de nuestros fueros, y como si nuestra perdición total no hubiese coincidido con el triunfo del liberalismo, que, al disolver la unidad de las almas, cree compensar el daño agarrotando y oprimiendo con mano de hierro las diversas partes del cuerpo social.

Queremos que España se sustraiga de la codicia insaciable del Estado, sin entrañas ni conciencia, que aspira a ser dueño absoluto y fuente única de los bienes materiales, como de la moral y de todo derecho; que comenzó sus expoliaciones robando los bienes con que la Iglesia alimentaba la caridad, difundía la enseñanza, mejoraba la condición de los pobres, contrastaba y tenía a raya la avaricia de los ricos y daba resueltos conflictos hoy pavorosos e insolubles; que agravó la iniquidad y el daño apropiándose los baldíos y terrenos comunes, que, juntamente con las comunidades, mantenían innumerables familias y cubrían cuantiosas cargas y contribuciones; que, si crecen sus aprietos, no vacila en violar los depósitos más sagrados y aun forzosos; que, multiplicando las contribuciones, se va apoderando de la pobreza de los que tienen poco, y tomando parte de todas las herencias, va haciendo suyas las riquezas de los que tienen mucho; que con la centralización que todo lo acapara, y los empleos, de que él solo dispone, va haciéndose universal dispensador de la vida y hacienda de los ciudadanos malbaratándolo y empeñándolo todo a negociantes y logreros, y con empréstitos continuos, gravosas concesiones y subvenciones sin término, se va convirtiendo en feudo de usureros y judíos que, ya sin disimulo, y a cara descubierta, asocian a sus empresas y tienen a sueldo en sus Consejos a los prohombres de todos los partidos que nos explotan y tiranizan.

Queremos vernos libres del desorden, de la inmoralidad, del despilfarro y la rapiña, que necesariamente se engendran en el sistema liberal y parlamentario; subversión completa del orden social, pues prescinde de Dios y convierte en juguete de los partidos y cebo de todas las concupiscencias a la autoridad que Dios creó para refrenar las pasiones y gobernar a los hombres. Queremos que el Estado no viva como opulento derrochador y pródigo a costa de la miseria del pueblo, y que conforme sus gastos a la pobreza de la nación. Queremos que, en vez de aumentar todos los años la Deuda pública, Gobierno y pueblos se ayuden a extinguir esta plaga espantosa, con la cual serían inútiles las mayores economías, que, por una parte, nos agobian con peso que ya no podemos llevar, y que por otra, con la tentación de sus azares, con lo pingüe de sus intereses libres de cargas y trabajos, solicita y distrae y esteriliza capitales inmensos de que se priva la agricultura y la industria. Y asegurada y garantida nuestra fe católica, vuelva a España a su ser, sin el cual ya no es España restaurada en sus fundamentos propios, fuera de los cuales busca en vano estabilidad y sosiego, y curados sus hijos de la locura de vivir discutiendo perpetuamente los primeros principios, y constituyéndose perpetuamente, sin acabar de constituirse jamás, el Estado, las provincias, los pueblos, la iniciativa individual, las empresas particulares, podrán, en sus respectivos órdenes, volver su actividad y sus recursos, hoy absorbidos y esquilmados por la política, a rehacer los capitales agobiados por el fisco; a proteger las industrias nacionales, sacrificadas a las extranjeras; a facilitar el comercio, reglamentando los medios de comunicación; a canalizar nuestros ríos; a contener los torrentes, que en invierno asolan los campos, y encauzarlos para que fecunden las abrasadas tierras en el estío; a fomentar la riqueza, a facilitar la vida, a detener la emigración, a recobrar las fuerzas perdidas, hasta que España vuelva a ser España y pueda pensar en rodear sus costas sin avergonzarse con la ignominia de Gibraltar ni mirar como extranjero a Portugal, desgarrado de la patria; a cumplir sus destinos providenciales en Africa y adquirir la influencia que le corresponde en América; a recobrar su asiento en el consejo de las naciones y ser otra vez campeón de la Cruz en el universo mundo, Empeño harto más glorioso que el de perturbar a los pueblos buscando votos para conquistar o conservar el orden o averiguar cuál sufragio es más cómodo para ganar elecciones, empresa colosal, pero no más imposible que la que nuestros antepasados acabaron, trocando en breves años la destrozada herencia de Enrique IV en el poderoso imperio de los Reyes Católicos.

Queremos, en suma, para nuestra patria, la constitución asombrosa trazada por la providencia de Dios y la cristiana y sumisa libertad de nuestros padres al través de los tiempos, probada y aniquilada por largos y fecundos siglos de glorias y grandezas; comprobada y confirmada con el horrendo estrago y espantosa ruina en que caímos al destruirse y cambiarse por las menguadas invenciones del liberalismo. Porque sabemos que el siglo xix no es el siglo xvi; y porque lo sabemos, y vemos y sentimos nuestro abatimiento de hoy suspiramos por nuestra grandeza de ayer, y quisiéramos volver a nuestro siglo de oro; no para detenernos allí, sino para progresar y prosperar como España creció y medró, sin cesar, en extensión y poderío, en civilización y toda grandeza, desde Iñigo Arista y Pelayo a San Fernando y Don Jaime el Conquistador, desde los Reyes Católicos hasta Felipe II.

Para difundir estas ideas, para despertar estos sentimientos, estamos unidos en santa concordia de pensamiento y acción, nos hemos organizado, y además de hacer cuanto la Iglesia mande en cada caso a sus hijos, por nuestra cuenta, y bajo nuestra exclusiva responsabilidad, nos proponemos, como León XIII lo recomienda y la fe y el patriotismo lo exigen, impulsar cuanto podamos nuestra propaganda en libros, revistas, discursos y periódicos; promover manifestaciones, fundar asociaciones y escuelas, ejercitar todos nuestros derechos de ciudadanos y usar de todos los medios lícitos cuanto y como víéremos convenirnos. Conciliadores, indulgentes y benévolos en todo cuanto sea accidental y opinable; intransigentes, íntegros, ínconmovibles en lo fundamental y necesario, nunca haremos "del que no ve las opiniones falsas, ni las resisteremos con más blandura de la que consiente la verdad" Para nosotros cualquier gobierno liberal en mucho o en poco, será un mero gobierno de hecho, y solo prestaríamos ayuda, entusiasta y completa, al que fuese íntegramente católico. Sepáranos de todos los partidos más o menos liberales, desde el cesarista hasta el socialista, un abismo que solo puede salvar la apostasía del renegado o el arrepentimiento de quien quiera venir, sea de donde fuere, a tener en nosotros, no amigos, sino hermanos.

Cuando triunfáramos y hubiésemos de aplicar nuestras doctrinas en el gobierno, menester sería hablar de la forma en que había de establecerse, asunto ínnecesarío y prematuro mientras estemos en la oposición y reducirlos a propagarlas. Con todo eso también en este punto queremos manifestar una vez más nuestro sentir.

Aunque juzgamos secundaria y menos importante la cuestión de formas de gobierno, no por eso la reputamos indiferente?, y conformándonos con esto, corno en todo, con la doctrina de Santo Tomás, Suárez y los antiguos doctores, a todas preferimos el régimen monárquico templado, que por espacio de muchos siglos fue observado en España, cuyas antiguas leyes y tradiciones, aun en este punto menos importante y secundario, quisiéramos ver restablecidas. Pero es evidente que no ha de subordinarse lo que es más a lo que es menos, y lo primero y principal es que España sea bien gobernada, según la norma establecida en nuestras antiguas leyes y enseñada recientemente por León XIII en sus admirables encíclicas. Y así, prescindiendo de lo que no es del momento, con la mente y el corazón en elunum neccesarium de los hombres y de los pueblos, dedicaremos todas nuestras fuerzas a pelear contra las doctrinas y sistemas liberales, a conservar incontaminado y aumentar y extender el núcleo de los elementos sanos que hay en España, a preparar el advenimiento del Estado cristiano, dispuesto a aceptar y apoyar la solución política que Dios nos depare para devolver a España el bien incomparable que la revolución le ha quitado; es a saber, la soberanía social de Jesucristo. " ¡Dichosos nosotros —diremos con la manifestación de Burgos— si en la medida de nuestras fuerzas contribuimos a que, cuando suene la hora de Dios esté dispuesto y preparado el ejército con que el elegido de Dios ha de salvar a España restaurando sus gloriosas tradiciones, instaurando todas las cosas en Cristo! "

Vengan, pues, a nosotros cuantos quieran ser soldados decididos del antíliberalísmo, partidarios resueltos de la antirrevolución, enemigos declarados del Estado moderno, ya ostenten formas parlamentarias, ya se cubra con manto real; vengan cuantos quieran reñir guerra a muerte con la antítesis liberal y con sus cómplices y encubridores, así la favorezcan y prosperen hipócritamente con mentiras y extemporáneas hipótesis, o quieran mudarle el nombre y robustecerla y consolidarla con las formas brutales del cesarismo; vengan a defender la tesis católica en toda su integridad y pureza, como la enseña el vicario de Cristo; a procurar la restauración de nuestras gloriosas tradiciones, porque en ellas Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera. "Animados de la caridad fraterna, y sintiendo todos lo mismo", triunfaron nuestros mayores "de la prepotente dominación de los moros, de la herejía y del cisma; juntémonos todos como en una sola alma y un solo corazón: sigamos las pisadas de aquellos cuya fe y gloria hemos heredado"; el Vicario de Jesucristo nos lo dice, e "imitándolos, hagamos ver que nuestros padres no dejaron solamente herederos de su nombre, sino también de sus virtudes". Busquemos, ante todo, el reino de Dios y su justicia, y seguros podemos estar de que se nos dará lo demás por añadidura.

Lloren otros, que motivos tienen para llorar sus divisiones, sus fraccionamientos y la prisa con que corren a su perdición; pero nosotros alegrémonos, que nuestra causa es inmortal. A nuestra vista se han derrumbado los tronos, han pasado las repúblicas, se han desvanecido escuelas y partidos animados por el espíritu y sustentados con todas las fuerzas del siglo; pero la verdad íntegra y pura se abre camino entre tanta confusión y tantas revoluciones, crece, se extiende, recobra sus antiguos bríos y es aclamada en los valles y en los montes, bajo las bóvedas de nuestros templos y en todos los ámbitos de España, tan entera, tan grande y con tanto entusiasmo como trece siglos hace, cuando padecía persecución con san Hermenegildo, y cuando triunfaba con Recaredo en los concilios toledanos.

¡Sursum corda, y adelante, católicos españoles! Derribada la monarquía y perdida España, sin otro jefe que? el que quisieron escoger, ni más patria que las crestas de un monte, emprendieron 40 hombres la Reconquista; bendijo Dios su intento, y el pueblo que ellos restauraron llegó a dominar en dos mundos. Invadida la Península, postrado y rendido cobardemente su rey a los pies del enemigo emprendieron nuestros abuelos la guerra de la Independencia, Dios bendijo su intención, y España se salvó sin fuerzas, sin recursos, sin más caudillo que el general No importa. No son tan flacas nuestras fuerzas ni tan poderosos nuestros enemigos, y la omnipotencia y la misericordia de Dios, que nunca desampara a los que por El pelean, no se han agotado; si nosotros no obramos iguales maravillas, es porque no tenemos aquella fe de nuestros padres, capaz de mudar de asiento a las montañas.

¡Católicos españoles, adelante! Pongamos siquiera en defender la soberanía social de Jesucristo el celo que sus enemigos ponen en destruirla. Seis años o siete siglos, es igual: del triunfo dispone Dios; a nosotros solo toca pelear hasta morir a su mayor honra y gloria.

Madrid en la fiesta del Corazón de Jesús, año de nuestra salvación, 1889.

Acta política de la Conferención de Loredan (20 de enero de 1897)

Acta política de la Conferencia de Loredan.
20 de enero de 1897

Las tradiciones venerandas, que constituyen la Patria, porque son la expresión de la vida nacional organizada por los siglos, se resumen en estas tres grandiosas afirmaciones: la Unidad Católica , que es la tradición en el orden religioso y social; la Monarquía, tradición fundamental en el orden político, y la libertad fuerista y regional, que es la tradición democrática de nuestro pueblo.
Ésta es la constitución interna de España, y que la revolución copiando o inventando constituciones artificiales ha establecido una lucha sin tregua entre aquellas y las escritas, introduciendo en todo el desorden y rompiendo la armonía entre el carácter de un pueblo y su vida social, que no puede suplantarse sin caer en la anarquía, ni sostenerse adulterada, sino por el despotismo y la guerra. Todas nuestras antiguas glorias y grandezas, nuestras leyes y nuestras costumbres, se originaron y vivificaron por la fe católica; y sobre este admirable fundamento se alzó sublime la figura de España, que por amor a la verdad y abominando del error, necesita y defiende la salvadora Unidad Católica, lazo de su unidad nacional y corona de su historia. […]

El regionalismo y los fueros
Enfrente del centralismo burocrático y despótico que del paganismo tomó la revolución para esclavizar a los pueblos, se levantan como aurora de libertad nuestros antiguos fueros, organizando el regionalismo tradicional, que contenido por la unidad religiosa y monárquica, y por el interés de la Patria común, no podrá tender jamás a separatismos criminales.
Independientes del poder central deben vivir los municipios, administrando los jefes de familia los intereses concejiles, sin que el alcalde sea un mero agente del gobernador […]. Y así como de las uniones y hermandades de los municipios se forman las provincias de igual modo del conjunto histórico de varias de éstas se constituyen las regiones, que siendo entidades superiores confirmadas por la tradición y las leyes, vienen a fundirse al calor de una misma fe, de una misma monarquía, de un común interés y de fraternales amores en la sublimidad de la Patria española.
Por efecto de sus fueros y libertades la región conserva y perfecciona su antigua legislación, en lo que tenga de especial, modificándola directamente y con el concurso del rey, cuando el tiempo lo exija o las circunstancias se lo aconsejen, pero siempre sin ajenas imposiciones.
Administrando una junta peculiar con la libertad más completa los intereses privativos de la región, y quedando reconocido y sancionado el "pase foral", resulta imposible cualquier indebida injerencia del poder central, en lo que solo a la región compete […].
Reintegradas en sus fueros las provincias Vascongadas y Navarra; restablecidos también los de Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca; restauradas de nuevo las antiguas instituciones de Galicia y Asturias, y garantidas para en adelante las libertades de los diversos países de la corona de Castilla y León, entonará la patria agradecida a su rey un himno de redención en sus diferentes idiomas, conservados como eco de la tradición, voz de la familia y grandeza de la literatura nacional.

Unión política nacional
Pero si se proclama el respeto de los fueros y libertades regionales, se ha de afirmar con toda entereza y eficacia la unidad política nacional, que inspirada y sostenida por la uniformidad de creencias y por la identidad monárquica, se asegura y consolida por la unidad en las leyes de carácter general y en las funciones también generales del Estado, comprendiendo entre las primeras los códigos penal de procedimiento, de comercio, y aún la ley hipotecaria, convenientemente reformada; entre las segundas, la administración de justicia, la dirección del ejército y la marina, la hacienda propiamente nacional, las relaciones diplomáticas y comerciales con las demás potencias, y las comunicaciones generales, y como alta función moderadora, la de dirimir los conflictos entre las regiones, cuando ellas no logren hacerlo entre sí por mutuo acuerdo.

Fuente: M. Ferrer, D. Tejera y J. F. Acedo, Historia del Tradicionalismo Español Edit. Católica Española, Sevilla, 1941?1979, tomo XXVII: 128-142.

Manifiesto del general Polavieja (1º de septiembre de 1898)

General Camilo García de Polavieja (1838-1914)

Manifiesto del general Polavieja

Mi querido amigo: Diariamente recibo cartas escritas en el mismo sentido que la última de Vd. y firmadas por personas a quienes no puedo atribuir otro móvil que el deseo del bien público.

Reflejo de un estado de opinión que nuestros hombres políticos no sospechan siquiera, y que tampoco la prensa periódica gradúa ni conoce con exactitud, esas cartas me persuaden de que estaba yo en lo cierto, al resistirme a creer que el país fuera insensible a sus desdichas. Noto con gusto que no a todos los españoles falta, en estas horas tan tristes, para nuestra patria, lo que se ha llamado la dignidad del infortunio, y que tras de las clases sociales en que ni el alma ni la materia sienten las heridas hechas a la integridad y al honor de la nación, palpita, llena de anhelo de mejora y enmienda una España que no se resigna a morir.

Muchos de los que a mí se dirigen ofrécenme el concurso de elementos de gran significación, o de colectividades o asociaciones respetables. Todos me estimulan a que rompa el silencio guardado hasta ahora, y a que, poniéndome en comunicación directa con el país, haga público lo que ya no es un secreto para cuantos mantienen asiduo trato conmigo.

Yo no podía ni debía hablar durante la guerra. Tampoco me era lícito responder a excitaciones semejantes, en los momentos en que el gobierno entablaba la negociación que nos ha conducido al protocolo de Washington. Soldado sin puesto alguno en la política militante, sin asiento en las cámaras, el patriotismo me mandaba callar y obedecí a su voz. Pero las circunstancias son hoy muy diferentes. Consumada la catástrofe, la mutilación del territorio solo aguarda el voto de las mayorías parlamentarias. No hay retroceso posible en el camino emprendido. Obstínase, además, parte de la prensa en atribuirme actitudes que no he pensado tomar, y ninguna razón pública ni privada impiden que lo que usted y muchos amigos saben desde hace tiempo lo sepa también el país en cuanto se ofrezcan oportunidades y modo de dárselo a conocer

Voy, pues, a contestar a su carta lo más clara y más sencillamente posible, sin preocuparme de la forma ni del método, y sin pretensión de abarcar todos los problemas de la vida nacional; entre otras razones, porque las circunstancias en que nos hallamos no me permiten hablar de alguno de ellos corno yo quisiera. Por esto mismo dejaré sin respuesta la parte que se refiere a cosas pasadas, pues me aflige en extremo llevar la consideración a lo que se debió hacer y no se ha hecho; a lo que se pudo evitar y no se ha evitado. Creo que España tenía derecho a esperar una dirección más acertada y un empleo más provechoso de sus recursos y de sus sacrificios y que el único que puede quedarnos es pensar que las culpas no recaen sobre el país, tan dócil en dar cuanto se le pidió para sostener empresas acometidas sin reflexión y sin plan, recaen todas sobre sus gobernantes de ayer y de hoy.

Es verdad lo que usted dice: yo no fui oído en Cuba ni lo fui en Filipinas. Mis advertencias, mis comunicaciones, mis memorias se perdieron en el vocerío de las disputas parlamentarias o duermen bajo el polvo de oficinas que no parecen creadas para servicios de la nación, sino para goce y recreo de los familiares, los amigos y los protegidos de nuestros magnates políticos. De todo ello me consolaría de ser escuchado en lo que nos queda de aquella patria, en otro tiempo tan grande y tan gloriosa; porque no dude usted de que sobre nuestro pobre y reducido hogar de hoy vendrán todavía desolaciones mayores si pronto y resueltamente no acometen la obra de rehacer a España, transformando la política, cambiando de procedimientos de gobierno y administrando con severa rectitud los restos de nuestra pasada grandeza.

Es imposible seguir así: reconócenlo aun los que antes de la guerra fiaban en evoluciones interiores de los partidos, y hago a los mismos hombres que llevan la dirección de estos la justicia de creer que en el fondo de sus conciencias están no menos persuadidos que usted y que yo de que los organismos que dirigen son impotentes para la reconstrucción deseada por todos. Persistir en no rectificar nuestro sistema político sería condenarnos a una postración vergonzosa, y tras de ella a una muerte segura.

Nadie querrá que la nación se pierda por salvar rutinas y formalismos desacreditados o por conservar estas organizaciones decrépitas que, falseando la esencia del gobierno constitucional, corrompiendo el voto, haciendo tributarias suyas la administración y la justicia, anulando cuanto no se subordina a ellas y vinculando el poder gracias a la regularidad de un turno, que hasta las dispensa de vigorizarse en la comunicación diaria con el sentimiento público, todo lo han desbaratado, empequeñecido y disuelto en proporciones que ni los más pesimistas pudieron imaginar.

La política, que ni siquiera ofrece ya las audacias y los idealismos desorganizadores pero generosos y nobles de otros tiempos, ha ido desarrollando en todos los órganos del Estado gérmenes morbosos que tenían que acabar por apoderarse aun de los que viven a mayor distancia del foco de infección. El mal se extiende hoy a todo y en todo será preciso que penetren el hierro y el fuego. 0 cauterizar con mano implacable las llagas o aguardar a que de ellas nos venga la muerte: no hay otra cosa ni otros términos en que escoger.

Se ha supuesto que yo aspiraba al gobierno por conjuras tramadas en la sombra y que me apercibía a recibirlo sin que la opinión pública tuviese parte alguna en su otorgamiento. Los que eso dicen, como los que creen que retrocederé ante la magnitud de la empresa, no conocen bien el propósito que me guía, ni las circunstancias en que nos hallamos, ni la suma de fuerzas sociales con que pueda contar en España todo el que acometa una obra de reconstrucción nacional.

Lo he pensado mucho, lo he madurado en el fondo de la conciencia y no vacilo ya ante ninguna clase de responsabilidades ni me detiene siquiera el temor de que mi voz sea desoída de nuevo. Lección tan dura como la que acabamos de recibir no puede perderse en la indiferencia general de la nación. Lo que se haga hoy servirá, cuando menos, para preparar el campo de otros más afortunados, nunca mejor intencionados que yo.

Opino como usted que se impone una apelación vigorosa al sentimiento nacional, sin miedo a la campaña que todos los intereses amenazados han de emprender, y reconociendo que no será pequeño obstáculo el cansancio de las gentes en memoria de tantos programas que algún día fueron tomados por fórmulas eficaces de mejoramiento.

Parecería trabajo pueril ante la magnitud aterradora de la catástrofe enumerar una por una las novedades que hay que introducir en la gobernación del Estado para curar los males que la patria padece y evitar que se repitan. Mas por ningún motivo puedo dispensarme de declarar resueltamente mi propósito de poner mano en la honda reforma que ha tiempo pide la opinión de los buenos.

Ningún organismo público responde bien a los fines que ha de cumplir. En la enseñanza, en la justicia, en la administración, en todo, impónense transformaciones radicales que no se detengan ante la protesta de los intereses creados ni de los falsos derechos adquiridos. Hay que elevar la cultura del país, convirtiendo la enseñanza de bachilleres y doctores en educación de hombres formados para las luchas de la vida y de ciudadanos útiles a su patria. Hay que organizar los tribunales de modo que entre ellos y la conciencia popular se restablezca aquella confianza que los desafueros de la política les arrebataron. Hay que restaurar la hacienda, fundándola en prácticas de sinceridad, trayendo a tributar todas las manifestaciones de la riqueza, haciendo efectivo el principio de la proporcionalidad en las cargas, poniendo término a la inestabilidad de los tributos y llevando un sentido social a la exacción de los impuestos indirectos, que pesan con abrumadora gravedad sobre las clases menesterosas. Ni siquiera podrá excusarse la reforma de los malos hábitos que han viciado nuestras instituciones parlamentarias enajenándolas el amor de los mismos que apelaron tanto tiempo por establecerlas y hay, sobre todo, que purificar nuestra administración, imponer desde lo más alto a lo más bajo las ideas del deber y de la responsabilidad y destruir sin compasión y sin descanso ese afrentoso caciquismo de que me repugna hablar, pero en cuya extirpación me emplearía con tal empeño, que por solo no lograrla había yo de considerar fracasados todos mis intentos.

España debe acomodar su vida a la situación de estrechez en que ha caído, pero haciéndolo como pueblo que no renuncia a sus destinos ni se aviene perdurablemente a su desgracia.

Hay que poner en armonía los medios con el fin, cosa que nunca hiciéramos: unas veces por aplicar medios grandes a fines mezquinos, otras por el contrario.

Sin perder día, sin perder una hora, es preciso inventariar el haber nacional y decirle al país, aunque le hayan de salir al rostro los colores de la vergüenza, decirle lo que queda, lo que tiene, lo que puede ganar y lo que puede perder. Gobierno nuevo que no haga eso y que no lo haga inmediatamente, comenzaría por imitar a los vicios.

La ocultación sistemática de la verdad en cuanto a nuestro patrimonio, a nuestros recursos, a nuestras fuerzas militares, a todo lo que vive bajo la acción directa del Estado, tiene no poca parte en los desastres últimos.

La nación no supo nunca lo que era ni cómo estaba; se le ha venido engañando con espejismos halagadores o con misterios pueriles, para que al cabo nos venciese un pueblo donde no se hace misterio de nada, en una guerra con planes pregonados a los cuatro vientos.

Fatigada de tantos ensayos y del tejer y destejer continuos con que los teóricos han desorganizado al país, la opinión proclama tiempo ha la necesidad de que a la política de las abstracciones sustituya en el gobierno la política agraria, la política industrial, la política mercantil. Es preciso que dejemos de pensar en los comités, en las falsificaciones electorales y en los medios de fabricar no tan solo las mayorías que votan, sino hasta las minorías que fiscalizan y discuten, para pensar en los campos sedientos, en los caminos sin abrir, en los montes talados por el caciquismo, en los transportes costosísimos, en los puertos, en los talleres, en los tratados de comercio y en la protección inteligente de todo interés constituido y de toda riqueza que nace. Conviene ya traer a las esferas superiores de la administración, no solo el apoyo, no solo el sentido de esas grandes fuerzas sociales, sino también su representación personal y propia.

Necesidad imperiosa es que la vida económica del país se desenvuelva sin las trabas de una centralización que levanta ya entre nosotros alarmantes protestas. Ha de estar ciego el? que no vea que casi todas las regiones de España, en particular las que se aventajan por su cultura, su laboriosidad y su riqueza, mirando quizá más a los efectos que a las causas, atribuyen a la índole misma y a la organización del poder central los malos resultados de la política seguida hasta aquí. Se percibe ese sentimiento a corta distancia de Madrid y el ocultarlo sería una de tantas ficciones inútiles. En él hay peligros que conviene evitar y hay, igualmente, un fondo común de aspiraciones que me parecen legítimas.

Bajo poderes vigorosos que mantengan la unidad política, refrenando enérgicamente hasta la más leve tendencia a disgregaciones criminales e imposibles, yo no veo inconveniente, sino más bien ventaja, en llegar a una amplia descentralización administrativa, en dar a la vida local desenvolvimientos que raro es el partido que no pide ya para ella, y en acometer en ese sentido la reforma de las instituciones municipales y provinciales.

Nuestro inmoderado afán de uniformidad, nos hizo considerar como antipáticas al sentimiento nacional, formas de tributación concertadas que aún repugnarnos para la vida local y, sin embargo, admitimos presurosos para el arrendamiento de monopolios y rentas. De igual suerte, hemos puesto en manos de asociaciones nacionales y hasta extranjeras servicios y explotaciones que cohíben la libertad de cultivo e industrias que regulan por el precio de transporte los mercados; y en cambio, consideramos total y perpetuamente incapacitadas a las corporaciones locales para fines administrativos que se dirigen torpe, tardía y costosamente desde unos cuantos centros burocráticos de Madrid. Sobre el límite a que deben alcanzar las funciones de tutela y la amplitud local para administrar los intereses comunales y provinciales, no es posible establecer criterios niveladores. El método experimental consentiría sin comprometer en una reforma aventurada intereses totales de la nación; el ensayo de concesiones descentralizadoras a que en países cuya administración aventaja mucho a la nuestra, no han puesto el veto los poderes públicos.

No puede España, poseyendo las Baleares, las Canarias, las plazas del norte de Africa y extensas costas que son fronteras universales abiertas a todo el que disponga de flotas de guerra, reducirse al estado de indefensión que preconizan hoy ciertos espíritus más ciudadanos de halagar al vulgo que velar por la seguridad de su patria. A muy otra cosa nos excitan los recientes desastres y es a reorganizar nuestros ejércitos de tierra y de mar en perfecta consonancia con los fines que han de cumplir y con los medios de la nación, a darles una instrucción positiva y sólida y a vigorizar no tan solo todos los resortes de la disciplina, sino todos aquellos sentimientos que son el alma de las instituciones armadas. Necesitamos organizar, sin pérdida de tiempo, el servicio obligatorio para que cese una desigualdad irritante, condenada por voz casi unánime del país y se compenetre con este el ejército que ha de defenderle. Deberemos dedicarnos a la constitución de reservas efectivas, difundir las enseñanzas prácticas, asegurar la competencia en el mando, no quedarnos a la zaga de las demás naciones e inspirarnos para esta obra en un sentido de austeridad y de abnegación que la milicia española no necesita pedir a los extraños, porque es el que palpita en todas las páginas de nuestras ordenanzas. La marina en el mar, y el ejército en constante disposición de emprender la guerra; tal es mi fórmula respecto de la cual creo que ninguna persona bien intencionada vendrá hoy a pedirme aclaraciones de detalle y fío en que a la opinión parecerán buena garantía mis propios antecedentes.

Sin que se me oculten las faltas cometidas ni las deficiencias que la última lucha ha puesto al descubierto, tengo que condenar enérgicamente el propósito harto visible el ejército v sobre el país la responsabilidad de desastres a que apelan los pueblos convencidos de que el aislamiento constituye una absurda protesta contra el sentido moderno del derecho internacional y el mayor peligro para los Estados débiles. Por instinto de conservación, habremos de salir de él poniéndonos en condiciones de que nuestro concurso sea estimado en el mundo.

Expuestas las que considero bases de nuestra reconstitución, no creo haber hecho otra cosa que interpretar aspiraciones públicas latentes en España desde hace mucho tiempo, traducir los sentimientos de la masa neutra y hasta recoger ideas que figuran en el credo de los partidos políticos; pero que ninguno de ellos quiso, pudo o supo llevar a la práctica. Yo me impongo el deber de realizar este programa, si la opinión me presta su apoyo, y por él y por confianza de la corona llego al gobierno, el cual no pido como fin, sino como medio, y no lo apetezco como recompensa de servicios de sobra pagados, sino corno ocasión de ganar legítima gloria consagrando a nuestra patria todos mis desvelos y todas mis energías.

No puedo ni debo pensar que la política que ha originado el rebajamiento de España sobreviva a la ruinosa y triste liquidación que muy pronto quedará ultimada en París. Acabemos con ella, antes de que ella acabe con nosotros.

Mi historia y antecedentes me dispensan de ciertas profesiones de fe. Tiene la monarquía sobradas pruebas de mi lealtad, y nadie dejará de comprender que hay una prueba más en lo que ahora mismo hago; pues así trabajo para que nunca caigan sobre ella las responsabilidades que sistemáticamente eludieron sus gobernantes, para que se afirme y consolide con vínculos fortísimos de afecto y de mutuo respeto la unión del pueblo y del trono, y para que todos aquellos elementos sociales a quienes la irritación del honor y el justo enojo contra la política hasta hoy seguida, predisponen a protestas más o menos espontáneas, no tengan que buscar fuera de la legalidad existente la satisfacción de sus aspiraciones y sentimientos.

Si yo necesitase dar una muestra de lo mal gobernada que está España, me bastaría señalar la existencia del carlismo al cabo de sesenta años de régimen constitucional y la existencia del republicanismo al cabo de veinticuatro años de restauración. Mejor o peor encaminadas, esas fuerzas nacionales cuyo concurso se pierde para el desenvolvimiento de nuestra patria, no pocas veces lo han interrumpido con guerras sangrientas o con trastornos estériles. Y cuando apenas queda ya un solo país donde la legalidad instituida no sea común a todos los ciudadanos, aquí seguimos padeciendo esos males, y viendo qué partes de España viven, por decirlo así, fuera de España.

Creo haberme expresado con entera claridad acerca de mis propósitos e ideas; mas no concluiré sin algunas manifestaciones que estimo necesarias.

Los que por ahorrarse el trabajo de estudiar a los hombres prefieren tomar el juicio que corre hecho acerca de ellos, me suponen representante de una especie de reacción teocrática encaminada a subvertir los poderes del Estado y arrancar a la conciencia sus naturales fueros, no tienen más causa cierta para discurrir así que ser yo, por creencia y por práctica, fervorosísimo cristiano, haber constituido mi familia y educado a mis hijos en el santo temor de Dios y creer sinceramente que las potestades civiles, al par que defienden sus derechos y mantienen a la Iglesia en la órbita que le es propia, deben facilitarla el ejercicio de aquel alto ministerio social a que está consagrada y cumplir con ella los pactos solemnemente establecidos.

Cuando es obra necesaria velar por el desarrollo de todas las fuerzas morales, que hartos desenfrenos hemos consentido ya a las pasiones de la bestia humana, nada tan natural, como el deseo de ver respetada la fe en que comulgan la mayoría de los españoles y rodeada de prestigio la autoridad de una Iglesia que fue piedra angular de nuestra nacionalidad, nos llevó bajo la enseña de la cruz a la conquista del territorio perdido y ha mostrado, en épocas bien recientes, cómo nunca se extingue en su espíritu el fuego del amor a la patria.

Motéjanme también los que no me conocen, o los que tratan de desfigurar mis intenciones, por suponer que aspiro al ejercicio de una dictadura militar inspirada en el aborrecimiento de las formas constitucionales. Semejante juicio se ha modificado no poco con la lectura del libro que publiqué recientemente acerca de mi mando y de mi política en Cuba; pero aún lo propalan ciertos espíritus nada respetuosos de la verdad. Yo debo decir que no quisiera para nuestra patria más dictador que la ley, por desgracia, infringida u olvidada casi siempre. Yo creo que en la observancia del derecho se funda toda disciplina social; que se gobierna mejor con las fuerzas morales que con las fuerzas materiales, y que, no ahora, sino en cualquier tiempo, la estimación y confianza del país gobernado son las bases de su tentación más firme de todos los poderes públicos.

Para realizar esta obra de reconstrucción, que vuelvo a decirlo, es obra de sacrificios y desvelos, e irá acompañada de riesgos y dificultades grandísimas, no me propongo formar un partido en la acepción corriente de la palabra, ni siquiera me preocupo de averiguar la suerte que el porvenir reserva a las agrupaciones actuales; o se disolverán, dejando lugar a otras nuevas, o resurgirán transformadas después de una depuración de responsabilidades que aleje de ellas a los que no previeron o no supieron evitar la catástrofe. Nuestra empresa demasiado grande, no puede tener como instrumento cosa tan pequeña, en realidad, como un partido a la española. Por ese camino, tal vez los hábitos inveterados de la política, la propensión natural en ciertas gentes, la fuerza de las rutinas mentales y acicate de apetitos, no más sanos por estar bien disimulados, que aquellos que tratamos de alejar del gobierno, nos llevarán a crear una oligarquía más, aumentando así el daño en vez de remediarlo.

Este empeño que sobre mí tomo, requiere el concurso de todas las voluntades dispuestas al bien. No pudiendo nadie resignarse a ver a su patria irremisiblemente caída y degradada, menester es que todos nos decidamos a emprender la tarea difícil, pero gloriosa, de nuestra reconstitución ante el mundo.

Salvemos los restos del patrimonio nacional agrupándonos en su defensa. Proscribamos para siempre la política que nos ha perdido.

Y puesto que yo apelo al sentimiento público con ideas que son de todos, ayúdenme todos, si merezco la confianza del país, traduciendo la disposición del ánimo en expresiones visibles de aprobación, pues no han de bastar el deseo platónico ni la actitud pasiva para vencer las resistencias que se opondrán a nuestro intento.

Es ya hora de que todas las grandes fuerzas sociales, todos los elementos neutros de la opinión apliquen al remedio de nuestra desdicha algo más que una crítica débil o una murmuración impropia de hombres.

Lo es también de aquellas iniciativas sanas y de aquellas energías de la inteligencia perdidas hoy en la viciosa organización de nuestros partidos políticos No continúen sacrificando el interés patrio a una mal entendida disciplina, ni compartiendo la responsabilidad de errores que tal vez advirtieron en vano y de culpas que habrán reprobado desde el fondo de su conciencia. A todos los buenos españoles, en suma, pido su cooperación, y ofrezco la mía, no limitada por ningún género de compromisos personales, ni subordinada a otros móviles que el deseo de servir a España, mi amor al pueblo en medio del cual nací y mi lealtad para con el rey.

Creo, amigo mío, que he contestado cumplidamente, acaso con exceso, a las excitaciones de que vengo siendo objeto. A usted toca, como le dije al principio de esta carta, juzgar de la oportunidad y modo de dar a conocer lo que pienso y me propongo, siempre que con ello no se falte a ninguno de los respetos a que estoy obligado.

De usted affmo., Camilo G. de Polavieja.

Madrid, 1 de setiembre de 1898.

Manifiesto regeneracionista (El Liberal, 13 de noviembre de 1898)

Manifiesto regeneracionista. 1898

Siempre, desde que se constituyó la nacionalidad hace cuatro siglos, ha engañado a nuestros políticos el mapa, no viendo de la Península sino su extensión, no cuidándose de apreciar su grado de productividad, la población que podía mantener, los recursos con que podía acudir al Tesoro público. Dos accidentes históricos, el desembarco de Colón en la Península con su lotería del Nuevo Mundo y el matrimonio de doña Juana con sus expectativas en la Europa central, desplegaron a la vista de España perspectivas de grandeza y tentaciones de imperio universal, para resistir a las cuales no había en la raza suficiente caudal de prudencia política, y complicaron e hicieron irremediable aquella desorientación, que nos ha valido cuatro siglos de decadencia, y a cuyo trágico desenlace acabamos de asistir como actores, como testigos y como víctimas […]
Pues ahora, por la incapacidad y negligencia de todos, gobernantes y gobernados, hemos retrocedido largo trecho del punto en que nos encontró la guerra, y necesitamos una constitución todavía más sencilla, todavía más primitiva, y un plan de gobierno todavía más humilde y de menos vuelo que los que debieron haberse adoptado después de 1520, y sobre todo después de 1808. El hado, los sucesos, acaban de plantearnos el problema de fundar a España otra vez, como si nunca hubiese existido [ ... ].
Hay que recoger a España del arroyo, donde la han arrojado, muerta o moribunda, sus tutores después de haberle dilapidado la fortuna. ¿Confiaremos esta obra de misericordia a los partidos históricos y a sus hombres? Si no hubiese otra alternativa que ellos, ya podíamos ir pensando en echar nuestro memorial por encima de la frontera, en demanda de "quien nos haga bien", como decían los señores al desnaturarse en los siglos medios [ ... ].
No queremos, no, abandonar a España, por esquivar la terrible carga de levantarla; no queremos apartarnos de los demás miembros de la comunidad que formaron un día con nosotros la gloriosa nacionalidad española; nos tienta la anexión a un país culto y bien gobernado; españoles siempre y por encima de todo; pero no se olvide que, como decía Cánovas, "el patriotismo desaparece de los pueblos cuando se convencen de que son mal administrados, de que no son gobernados como tienen derecho a esperar"; […] que no se inaugure un nuevo período de motines, pronunciamientos y guerras civiles como aquel que forma la negra trama de nuestra historia en lo que va de siglo, haciendo ludibrio del mundo a España y deshonrando, ya muerta, su memoria; y por decirlo de una vez, que la condición de español no sea incompatible con la libertad, con el bienestar y con el honor. Los nombres pomposos de Numancia, Sagunto, Otumba, Lepanto y Pavía no compensan la servidumbre y el hambre con que nos han afligido los gobernantes y con que se disponen a seguir afligiéndonos sus mesnaderos y discípulos

Regiones y municipios
Una prudente y progresiva descentralización habría bastado en aquellos veinte años de paz corridos desde 1875: en las aflictivas circunstancias presentes, el remedio tiene que ser más radical y de resultados más prontos y eficaces. Hay que trasplantar renuevos del árbol de Guernica a todas las comarcas de la Península; acercar el gobierno a los gobernados; acabar de un tajo con los mandarinatos y proconsulados; pasar la esponja a las provincias y sus odiosos organismos de toda casta; llamar a nueva vida las regiones históricas, con sus juntas o diputaciones autónomas, para repartir y hacer efectivos de los ayuntamientos los impuestos nacionales y los suyos propios, para regir sus obras públicas y sus instituciones de progreso y de beneficencia, con limitación sólo en cuanto a empréstitos, para recopilar y sistematizar su derecho civil, observancias, fueros y jurisprudencia, para declarar y sancionar su derecho consuetudinario, sea de carácter general en toda la región, sea de una o más localidades dentro de la misma.

Síntesis del programa
Todos los capítulos que lo forman se encierran en dos: suministrar al cerebro español una educación sólida, y una nutrición abundante, apuntalando la despensa y la escuela; combatir las fatalidades de la Geografía y las de la raza, tendiendo a redimir por obra del arte nuestra inferioridad en ambos respectos, a aproximar la potencia productiva del territorio y elevando la potencia intelectual y el tono moral de la sociedad […].
Tal sería, según se nos alcanza a nosotros, la única forma de gobierno que no se ha ensayado todavía en España: el gobierno del país por sí mismo. Para el éxito de su programa regenerador y patriótico, habría menester la simpatía indulgente de todos los elementos activos que pesan y representan en la sociedad española: del clero y los hombres de ciencia; del pueblo trabajador; de las clases capitalistas; de los generales del ejército; de la prensa diaria; de los políticos honrados, así monárquicos como republicanos y legitimistas, y sus respectivos partidos; de las colonias de españoles establecidas en las Repúblicas hispanoamericanas...
Con esto, acaso viéramos todavía los españoles encenderse en nuestro horizonte el resplandor de una nueva aurora. Sin eso, España no resucitaría al tercer día, ni al tercer año, ni al tercer siglo.

Fuente: Mensaje y programa de la Cámara Agrícola del Alto Aragón", El Liberal, 13 de noviembre de 1898.

Instrucción primaria. Idioma para la enseñanza de la doctrina cristiana en las escuelas (R. O. 19 diciembre 1902)

Instrucción primaria. Idioma para la enseñanza de la doctrina cristiana en las escuelas

R.O. 19 diciembre señalando la inteligencia y alcance del Real decreto anterior y dictando las reglas e, para su aplicación, deberán atenerse los inspectores

Instrucción Pública y Bellas Artes.

En vista de las dudas que se han producido con motivo de la aplicación del Real decreto de 22 (será 21) de noviembre del corriente año y de las consultas Las consultas elevadas a este Ministerio por vanos inspectores de primera enseñanza..., se hace necesario dictar reglas y precisas para que aquéllos sepan a qué atenerse en tan delicada materia. Ha de hacerse constar, todo, que es el primer deber de los maestros de instrucción primaria la enseñanza de la lengua castellana, y singularmente en aquellas provincias de la Monarquía que conservan idiomas o dialectos locales, a los que sus naturales profesan justo y legítimo cariño; pues si en todos es de capital interés el perfecto conocimiento del idioma patrio, lo es mucho más en aquellas comarcas en las que si no fuera por el perseverante esfuerzo del maestro quedarían los nacidos en ellas en lamentable incomunicación intelectual la mayor parte de sus compatriotas. Así, pues, es ineludible de los inspectores contribuir con sus visitas frecuentes, y si preciso fuera con sus amonestaciones, a que ningún maestro se exima del exacto cumplimiento de aquella primordial obligación, comunicando a este Ministerio las observaciones que constante inspección y su celo les sugieran para en su vista adoptar las resoluciones que sean a tunas.

Dos linajes de dificultades se presentan para la aplicación del Real decreto antes mencionado. Nacen las unas de la contradicción evidente y manifiesta entre los artículos 1.º y 3.º del mismo con la legislación vigente, y tienen las. otras por origen la interpretación práctica del artículo 2.º. Respecto a las primeras, la solución es clara y terminante: los artículos 87 y 92 de la vigente Ley de Instrucción Pública, como todos los preceptos legales, no pueden ser derogados o modificados por una disposición ministerial, y, en consecuencia, hay que acatarlos y cumplirlos a la letra. En cuanto a las segundas, ninguna explicación puede darse que reúna más caracteres de autenticidad que la dada por su propio autor, pues nadie mejor que él puede juzgar si la redacción de aquél respondió o no fielmente y con toda exactitud a su pensamiento y a sus propósitos, y por esta razón la penalidad señalada en el artículo 2.º del referido Real decreto debe imponerse tan sólo cuando el maestro se dirija en idiomas o dialectos que no sean el oficial a niños que, sepan el castellano.

En atención a lo expuesto, S. M. el rey (que Dios guarde), de acuerdo con el Consejo de Ministros, ha tenido a bien disponer:

1.º Que, los inspectores de primera enseñanza len sin descanso por el exacto cumplimiento de obligación en que están los maestros de enseñar lengua castellana, dando cuenta a este Ministerio las deficiencias que en este importantísimo extremo de la enseñanza puedan observar.

2.º Que se atengan en punto a la designación de textos para la enseñanza de la doctrina cristiana las escuelas a las expresas disposiciones de los artículos 87 y 92 de la vigente Ley de Instrucción Pública.

3.º Que cuando un maestro se dirija a niños todavía ignoren el castellano no incurrirá en responsabilidad si se sirve como de instrumento o vehículo para su enseñanza de un idioma que no sea el oficial; y

4.º Que las responsabilidades a que el artículo 2º del Real decreto de 22 de noviembre último se refiere sólo serán exigibles en el caso de que el maestro emplee idioma distinto del oficial dirigiéndose a al que sepan el castellano."

Real 0rden, 19 diciembre 1902. Gaceta 22 íd.

"¡Alma española!... ¿Y el cuerpo?" (Manuel B. Barroso, Alma española, 6 de diciembre de 1903)

¡Alma española!... ¿Y el cuerpo?

Porque lo primero que hace falta, lector querido, es cuerpo en que esa alma encarne. ¿Lo tenemos? Yo creo que no, mientras la pobreza domine en el organismo humano de los españoles. Compara, si no, amigo mío, un tipo cualquiera extranjero de los muchos que por Madrid, que por España ves: todos tienen mayor material humano que nosotros. ¿Por qué? Salmerón, que nunca en su larga vida política ha demostrado tanta habilidad como ahora al discutirse en el Congreso el presupuesto de la Guerra; Salmerón lo ha dicho claramente al país todo, al poner de relieve la situación de una clase española del Ejército:

—¿Cómo va a ser militar un joven que por ser segundo teniente cobra 1.950 pesetas anuales, y no tiene para pagar la comida que ha de mantenerle en pie?

Y es que no queremos convencernos de que la miseria ataca directamente al cuerpo humano, lo martiriza sin compasión. La pobreza prolongada, la fatiga de un trabajo continuado, la mala alimentación después de ese trabajo, combinada con los defectos de habitaciones malsanas y fétidas, disminuyen la fuerza humana, estacionan la talla del cuerpo, dan menor circunferencia al cráneo, niegan al hombre sensibilidad física Y alteran su sensibilidad moral.

La alimentación española, es muy deficiente: siempre tuvimos fama de sobrios. Pues la influencia de la alimentación sobre la raza es considerable; tanta –dice M. Le Bon en su interesante obra L'Homme et les socíetés–, «que el régimen alimenticio modifica rápidamente el carácter, la piel, y, hasta cierto punto, la forma del ser viviente». La Anthropometric Comitée British Association, dice que las clases ricas de Inglaterra alcanzan en todas las edades una talla más elevada que las clases pobres. M. Topinard escribió en su famosa obra L’Anthropologie génerale, que «la mala nutrición produce sus efectos y los acumula sobre los individuos, de padres a hijos. Durand de Gross, en la Rivista Italiana di Sociologia, aduce concluyentes pruebas acerca del particular. M. Lagneau, en su estudio Influence du milieu sur la race,demuestra que la alimentación deficiente causa estragos en la constitución de los hombres. Y Olóriz, que enseñó Fisiología en nuestra Universidad Central, publicó en 1894 un libro que tituló El índice cefálico de España, en el que asegura que la talla de los ricos es, por regla general, dos centímetros mayor que la talla media de los pobres.

* * *

¿Cómo remediaremos ese defecto de nuestro material humano? ¿Cómo impediremos que la miseria martirice nuestro organismo? Trabajando. Pero no por dos pesetas, como decimos siempre, sino por doscientas; teniendo como finalidad de nuestro esfuerzo corporal o intelectual, no los garbanzos y las patatas, sino otro alimento más positivo, la carne; queriendo formar hogares sanos y confortables, no habitaciones destartaladas, con una pobre cama y cuatro sillas de Vitoria...

Así constituiremos sobre base sólida el organismo humano español. En justa compensación, explotemos a los que nos explotan; encarezcamos los sueldos y los jornales, obligando de este modo a la desamortización de ese gran capital cobardemente empleado en papel del Estado, estúpidamente colocado en la cuenta corriente del Banco de España, ¡porque no hay dónde colocarlo! Impidamos que todos los industriales, comerciantes, directores de Empresas y Sociedades, caciques del mercantilismo, nos socorran con miserables salarios: obliguémosles a que nos paguen nuestro trabajo. Que podamos comer, que podamos vestir, que podamos ahorrar. Ahorrar, sí; que aquel que no ahorre pague culpas de sus vicios, y no sea como ahora, generalmente, víctima de injusticias de la necesidad que le obliga, para poder malvivir, a sujetarse a inicuas, antihumanas, irracionales privaciones...

* * *

¡Alma española!... ¿Queremos que la acepten los extraños? Demos vida los propios a los cuerpos que han de encarnarla.

Manuel B. Barroso, Alma Española, Madrid, 6 de diciembre de 1903

"El pueblo y la propiedad territorial" (Joaquín Costa, Alma de España, 10 de enero de 1904)

El pueblo y la propiedad territorial
(Ideas revolucionarias de antiguos gubernamentales)

A la fecha de la invasión napoleónica, los «estados» de origen feudal en la Península y archipiélagos adyacentes alcanzaban todavía la cifra de 20.428. De ellos, 6.620 eran señoríos realengos o de la Corona; los 13.808 restantes estaban enajenados de ella, formando señoríos seculares, eclesiásticos y de órdenes militares. La opinión y la costumbre habían reducido casi por completo el antiguo vasallaje a lo puramente económico. El total de rentas que producían a sus poseedores era de gran consideración.

Contra la proposición de García Herreros (que fue la ley de 6 de Agosto de 1811) sobre expropiación de los señoríos jurisdiccionales y su incorporación a la nación, varios grandes de España elevaron a las Cortes un memorial con la pretensión de que el Congreso se abstuviese de deliberar sobre tal materia, dando por razón la misma que han hecho valer en todo tiempo los intereses creados cuando una revolución más justa que ellos los llama a residencia y trata de ponerles término: que lo que se proponía, conspiraba a destruir la monarquía y disolver el Estado, rompiendo los vínculos que unían entre sí a los españoles; que no podía haber orden ni buen gobierno sin los señoríos; que la providencia que los extinguiese causaría un trastorno general y acostumbraría al pueblo a no obedecer, siguiéndose de ello la más espantosa anarquía. García Herreros, diputado por Soria, autor de la proposición, fulminó el memorial, contraponiendo la conducta de sus firmantes a la del pueblo, en aquel briosísimo discurso de 4 de junio en que inicia el argumento histórico que otros diputados habían de desarrollar después en el curso del debate.

Con efecto, hubo muchos, así en 1811 como más tarde, en 1820 y 1821 (al suscitarse de nuevo y con más amplitud el problema), que atacaron los señoríos por su origen, tomando un punto de vista histórico análogo al adoptado en nuestros días por el apóstol del colectivismo agrario, Henry George,– para concluir en substancia: 1.º, que la propiedad de los señoríos era un robo y no debía respetarse; 2.º, que en todo caso, esa propiedad, adquirida por los señores a título de reconquista sobre los moros, quedaba transferida ahora al pueblo por el mismo título de reconquista sobre los franceses.

Cuando los visigodos se apoderaron de la Península, repartióse tierra a todos ellos; pero en la reconquista cristiana contra los muslimes no sucedió así. La fatiga y el riesgo y el sacrificio de sangre y de vidas fueron para el pueblo; el provecho, las tierras conquistadas, para la clase privilegiada. Y esta iniquidad no puede sancionarse hoy, cuando el pueblo empieza a adquirir conciencia de su derecho. –Aun en los casos en que los señores tomaron parte personal en la guerra, a la cabeza de sus vasallos, y no se quedaron en la tienda del rey, enriqueciéndose a poder sólo de lisonjas cortesanas, lo justo habría sido contar en el reparto con los soldados, lo mismo que se contaba con los jefes; y lo bárbaro, atroz e inhumano fue que, en vez de eso, aquellos jefes poblasen la tierra con los mismos hombres que la habían conquistado, imponiéndoseles la condición de adscripticios, sujetándolos a ellos y sus descendientes a ser vasallos de aquel a cuyo lado habían peleado. Es como si en la actual guerra de invasión y de reconquista contra los franceses, luego que éstos hayan sido expulsados y recobrado España su independencia, los generales se repartiesen entre si las ciudades, las provincias y los pueblos y se erigiesen en señores jurisdiccionales de estos y de los soldados que han llevado el peso de los sitios y de las batallas, exigiéndoles prestaciones personales y reales. Ese sería positivamente el caso, si estos héroes que ahora pelean contra la invasión napoleónica lo hiciesen para conservar al señor del pueblo sus tierras y su jurisdicción señorial; si resultase que iban a volver al hogar para seguir siendo sus vasallos.– Así se expresaban Luján, Priego, Cuesta y otros.(1) «En este momento en que se va a consolidar el imperio de la justicia y de la ley; en estos días en que comienza a levantar cabeza y a respirar el oprimido pueblo, en que ha recobrado su libertad y sus derechos imprescriptíbles, ¿nos mostraremos sordos a sus justos clamores? ¿Prestaremos oído a los que pretenden la propiedad de bienes allegados en medio de convulsiones y guerras domésticas excitadas por ellos mismos, y protegeremos a los que se han apoderado de haberes y riquezas de infelices y desgraciados náufragos? Bastante han padecido los pueblos, bastante han gozado los señores...» Esto decía Martínez Marina, como conclusión de un interesante análisis sobre los orígenes de los bienes de señorío solariego o territorial en la sesión de 6 de Abril de 1821.(2)

Pero no sólo los señoríos tenían su origen en una usurpación, en la apropiación por uno de lo que habían adquirido muchos, sino que además aquella adquisición había caducado por un hecho contrario al que la originó. Si con la irrupción de los moros los dueños del suelo perdieron su propiedad (decían), y por eso el reconquistador pudo hacerla suya, la habrá perdido él a su vez con la irrupción de los franceses, y la habrá adquirido el pueblo, que reconquista su patria por las armas y por el trabajo. Si el reconquistador, por sólo este título, pudo apropiarse y transmitir a otros unas fincas que no eran suyas, sin que quedasen afectas al dominio de su antiguo poseedor, hay que concluir del mismo modo que nuestro Ejército, o sea la nación de quien es brazo, se hace dueño de lo que reconquista y podrá disponer de ello o transmitirlo por contrato a quien le parezca. Si fue justo que se premiase a los señores a costa de los mismos pueblos conquistados por ellos, pide la justicia que sean ahora premiados los pueblos a costa de los señores, que sin ellos habrían sido subyugados. Y si por el solo derecho de conquista, Jaime I de Aragón, por ejemplo, adquirió no tan sólo la suprema autoridad, sino que además el dominio privado de todas las ciudades, tierras y pastos del reino de Valencia, patrimonio han de ser de la nación los pueblos que por sí misma está ahora reconquistando y libertando del yugo francés. No hay ya que mirar atrás: la lucha actual por el rescate de la independencia liquida todo el pasado y abre una cuenta nueva. No hay que decir que el pueblo fue libertado por los señores: hay que decir que el pueblo se está reconquistando a sí propio, con sus caudales, con su sangre, con sus sudores y martirios, con sus vidas, que no con las de señor alguno. Es pueril hablar de los guerreros de la antigua reconquista, cuando sus sucesores no pueden libertar la presa de entonces de las garras de un nuevo enemigo: para que la duda no sea posible, el pueblo ha tenido que lanzarse a la lucha sin que ni el rey ni los magnates estuvieran a su frente. No ha habido príncipe ni señor que haya [7] libertado por sí una sola villa, un solo lugar de la Península.(3)

El argumento valía lo mismo que para lo jurisdiccional del señorío, para la propiedad del suelo en que la jurisdicción señorial se sustentaba: apurando más, valía para todo género de propiedad privada. De ahí partió en su impugnación el diputado aragonés Vicente Pascual. Para sentar semejante doctrina (objetaba a los citados) ha sido preciso olvidar el derecho de postliminio y las funestas consecuencias que tal olvido habría de acarrear. Si el principio fuese cierto, todos los propietarios de heredades, casas u otras clases de bienes raíces habrían perdido el dominio civil de ellos por la momentánea ocupación de los enemigos, y la nación, que los ha rescatado por fuerza de armas, podría disponer de tales inmuebles lo mismo que dispone de los que fueron enajenados de la Corona. Pero no es eso: la nación no es más sino los españoles mismos, congregados y formando sociedad; y su deber consiste en asegurar a éstos su libertad y propiedad individual y defenderla de toda agresión exterior; mientras éstos, a su vez, están obligados a «contribuir con sus personas y con todos los medios necesarios para la seguridad y conservación del Estado, así en tiempo de paz como de guerra; y esto es puntualmente lo que, con proporción a su posibilidad y haberes han hecho, hacen y harán todos los españoles para sacudir el yugo francés que quiere imponérseles». (4)

Por aquí quebraba el argumento, porque no era cierto que todos los españoles contribuyeran con su persona y sus bienes a las luchas de la independencia; porque cabalmente los magnates y señores se habían alejado prudentemente del teatro de la guerra, cediendo todo entero al pueblo el honor de rescatar a la patria su personalidad y su soberanía. (5)

Todavía, independientemente de este hecho, no faltó en las Cortes quien se adelantara a la consecuencia del diputado aragonés, saliéndole valientemente al encuentro, y aceptándola en nombre de la razón, sin arredrarse por ella. Tal fue Francisco Martínez Marina, diputado por Asturias, poco devoto de la institución de la propiedad, la cual consideraba él como pura «obra de la ley». El insigne repúblico e historiador tomaba como punto de partida el principio, y lo aplicaba a las fincas, tierras y prestaciones de los señoríos solariegos o territoriales con igual derecho y por el mismo título que había sido aplicado a los señoríos jurisdiccionales y a las prestaciones anejas a ellos (propiedad, decía él, como cualquier otra) y a las propiedades de los monjes; por el mismo título y con igual derecho (añadía) con que se hará acaso mañana con las propiedades de las Corporaciones eclesiásticas, agregándolo todo a la masa de bienes nacionales. «La Nación, y el Cuerpo legislativo que la representa, debe proteger la propiedad, así como la libertad y la vida de los ciudadanos, defenderla de todos sus enemigos, interiores y exteriores, y no consentir que ninguno en particular sea osado violar aquellos sagrados derechos. Pero el legislador y la ley no están sujetos a la propiedad; ejercen su imperio sobre ella, y pueden, por medios directos o indirectos, alterarla, modificarla o disponer de aquellos derechos, si así lo pidiese la salud pública. La ley, ¿no exige continuos sacrificios de una parte de las propiedades de los ciudadanos? ¿No consagra al bien público la más preciosa de las propiedades, que es la vida?» En este punto, Martínez Marina emprende un estudio histórico muy notable contra los señoríos, abogando porque se escuchasen «los justos clamores del oprimido pueblo, en estos días en que comienza a respirar y a levantar cabeza». (6) [8]

«Por las mismas razones de conveniencia y utilidad pública con que el Congreso despojó a los monjes y despojará acaso mañana a las Corporaciones eclesiásticas de sus propiedades, aplicándolas al Estado...» decía, según acabamos de ver, el esclarecido fundador de la escuela histórica del Derecho público en España. El caso previsto no se hizo esperar más de 14–20 años (decretos y leyes de 1835-1841); y un escritor ilustre, Jaime Balmes, presbítero también, advertía a los diputados que condenar la propiedad del clero era tanto como condenarse a sí propios, como condenar la propiedad de los particulares.

«Una vez atacado un género de propiedad, decía, ya no es posible defender las otras: el principio sentado para legitimar la invasión de la una, se extenderá igualmente a las demás... Medítenlo bien esos hombres de elevadas clases, esos ricos propietarios, esos acaudalados comerciantes, de quienes dependerá seguramente el que se lleve a efecto el despojo del clero: sí desperdiciáis ocasión tan oportuna para impedirlo, como os ofrece el hallaros sentados en los escaños de las Cortes y en el momento en que el Gobierno va a consultar sobre eso vuestra voluntad, si lo provocáis, si lo consentís, y si en alguno de los torbellinos de la revolución se levantan un día millares de brazos armados con el puñal, con el hacha y la tea incendiaria; si en nombre de la libertad, de la igualdad, de la utilidad pública, de la mejora de las clases inferiores, de la mayor circulación, y de la más equitativa distribución de las riquezas, se arrojan sobre vuestros caudales y haciendas, ¿qué les diréis? Al tribuno que acaudille a la turba feroz, ¿qué le responderéis cuando os recuerde lo que hicisteis con el clero? Su lógica será terrible, porque estribará en vuestro propio ejemplo; él os podrá decir con toda verdad: yo os despojo, y vosotros me lo habéis enseñado».(7)

Por los días en que el insigne filósofo catalán dirigía tan ardorosas y alarmantes amonestaciones a los diputados, relacionando la inminente expropiación del clero con la posible y más o menos remota de los particulares, sin lograr convencer ni atemorizar a la mayoría, –un eminente economista asturiano, Álvaro Flórez Estrada, que había propuesto en vano que los bienes expropiados al clero no se redujesen a propiedad particular, sino que se nacionalizase su dominio, para darlos en arriendo enfitéutico, divididos en lotes proporcionados a lo que cada familia pudiera labrar,– acababa de fundar su doctrina colectivista, conforme a la cual el suelo no es susceptible de propiedad privada; los que se lo han apropiado cometieron una usurpación; y hay que rescatarlo para todos, para la comunidad social, debiendo ser el jefe del Estado el encargado de la distribución de las tierras, arrendándolas por una renta moderada a todos los que quieran cultivarlas y en la proporción en que puedan hacerlo personalmente o con ayuda de su familia. (8)

Los dos, corno se ve, apreciaban con un común criterio la causa de la propiedad eclesiástica y la de la propiedad seglar o laical, siquiera su aspiración fuese diferente.

* * *

Con fecha 1.º de Mayo de 1855, se publicó una ley de desamortización general de los bienes de manos muertas, declarando en estado de venta todos los predios rústicos y urbanos, censos y foros pertenecientes al Estado, al clero, a las órdenes militares, a cofradías, obras pías y santuarios, a los propios y comunes de los pueblos, a la beneficencia y a la instrucción pública. La Comisión de las Cortes Constituyentes de 1854 que redactó el proyecto de ley (Madoz, Escosura, Sorní, &c.) asienta en su dictamen la doctrina de que el Estado tiene derecho a mudar la forma de la propiedad siempre que se considere útil hacerlo, sin que la expropiación en tal caso envuelva la más remota idea de despojo. Después de exponer las razones que el Gobierno y la Comisión han tenido para estimar beneficiosa a los particulares y a los pueblos la desamortización general y absoluta en los términos en que la proponen, argumentan del siguiente modo:

«Si la desamortización de la propiedad es de utilidad pública indisputablemente reconocida, nada más justo que variar la forma de las manos muertas, en beneficio común, mientras se conserven a los actuales poseedores el capital y la renta, para invertir ésta como a la índole de cada instituto mejor cuadre. –El clero, los propios, la beneficencia y la instrucción pública no pierden, pues, su propiedad: lo que se cambia es la forma de ésta, convirtiéndola en inscripciones intransferibles, cuya renta, cobrada por propia mano, será un recurso más pingüe, de más fácil, clara y moral administración que la de las fincas y censos que hoy poseen...– No hay, pues, despojo: la nación usa de su derecho, de un derecho que todo el orbe civilizado reconoce y practica, haciendo que por causa de utilidad pública evidente varíe de forma la propiedad de manos muertas». (9)

Pero el principio no valía tan sólo para la propiedad del clero y de los pueblos: se extendía por la misma lógica a la propiedad de las personas privadas, y así lo hicieron notar algunos en el curso del debate, haciendo argumento de ello en contra de la desamortización. Con la doctrina del dictamen, acogida y articulada en la ley, quedaba implícitamente reconocido el derecho del Estado a expropiar las tierras individualizadas para convertirlas en propiedad colectiva, el día que la sociedad estime que esta forma de disfrute es más beneficiosa que aquélla a la causa común. «El principio de la utilidad pública que se invoca (objetaba D. Claudio Moyano a la Comisión), ¿no podrá aplicarse mañana a los bienes de los particulares? ¿No podrá decirse que la sociedad está interesada en que se prive de ellos a los que hoy son sus poseedores?».(10) Sin duda ninguna que [9] sí: por la trinchera de la desamortización penetraba y se alojaba en nuestro derecho público la facultad del Estado a decretar cuanto el moderno colectivismo agrario pretende. Los conscriptos de las Constituyentes de 1855 no votaron la ley de 1.0 de Mayo inconscientemente, sino con entero conocimiento de las consecuencias que entrañaba su resolución; y ni ellos ni sus sucesores y derecho-habientes podrían extrañarse de lo que suceda, sea ello lo que quiera. Dos días después del discurso de Moyano, sus preguntas eran contestadas afirmativamente por uno de los más caracterizados defensores de la desamortización, D. Antonio González: «La nación tiene sobre toda la propiedad del país un dominio eminente, al cual se subordinan todos los de los particulares y de las corporaciones: en virtud de ese derecho eminente, pueden las naciones disponer con justicia no sólo de los bienes de las corporaciones, sino también de los de particulares, siempre que sea por utilidad y beneficio público...». (11)

Acaso la hipótesis prevista se halle menos distante de nosotros de lo que pudiera nadie sospechar. Todos los indicios son de que, muy en breve, las clases gobernantes habrán acabado de volver, de este o del otro modo, en tal o cual medida, de sus entusiasmos individualistas de 1840 y 1855; para entonces son los siguientes conceptos de Cárdenas, autoridad nada sospechosa: «Esta doctrina (teoría del dominio eminente del Estado; que el soberano puede cambiar a su arbitrio la forma de la propiedad) lo mismo serviría para amortizar en provecho del Tesoro los bienes desamortizados, que ha servido para desamortizar los que no lo estaban.» (12)

* * *

El reconocimiento del derecho que la nación tuvo para expropiar a las llamadas «manos muertas» parece haber causado definitivo estado en la ciencia: no así el acierto o el desacierto con que haya procedido en la ejecución, objeto aún de controversia, cada vez más reñida.

Hubo en las Cortes quien propuso una fórmula que acaso habría sido salvadora. Es sabido que todas o casi todas las tierras y casas del reino de Granada, especialmente en la Alpujarra, estuvieron nacionalizadas, fueron propiedad civil de la nación, acensuadas en suertes de extensión fija a los moradores, por espacio de doscientos veintiséis años, desde 1571 a 1797, realizando por adelantado el ideal colectivista de George. Pues fundado en ese transcendentalísimo precedente patrio e invocando además la autoridad de Jovellanos, D. Claudio Moyano propuso a las Cortes de 1853, respecto de los bienes de propios, una solución análoga a la que Flórez Estrada había sometido a las Cortes en 1836 respecto de los bienes del clero, sin más diferencia que la que va de municipalizar a nacionalizar: tal era «repartir dichos bienes enfitéusis condicional, renovándolo cada cincuenta años, para que con su canon se cubriesen las necesidades del Municipio». (13) La tendencia era sana, y en todo caso dejaba abierta la salida a más científica y racional organización. Por lo pronto, no habría habido motivo para estas severas críticas estampadas por D. Andrés Borrego en un libro de 1856 y repetidas en otro de 1890, que vienen a reforzar los airados apóstrofes de Balmes:

«Gran imprevisión la de no ver un peligro, y tal vez no muy lejano, en la transformación de una sociedad cuya propiedad colectiva y pública pasa toda entera al dominio particular en beneficio exclusivo de las clases acomodadas; y no siendo admisible, además, que la sociedad del porvenir que sobre las ruinas de la antigua se está edificando sea una sociedad en la que no haya pobres, en la que los proletarios no se encuentren en mayoría, ¿cuál no podrá ser el sentimiento de estos últimos cuando, en lo venidero, sus Gracos o Babeufs digan a los demócratas del porvenir– «el estado social que tenéis delante se fundó sobre la expropiación del pueblo: las tres quintas partes del territorio de España pertenecían al dominio público cuando salieron del dominio de las clases privilegiadas y de las corporaciones locales, y todo ha quedado en manos de los ricos: nada os han dejado, ni un pedazo de tierra al que pueda aspirar, como antiguamente podía, el infeliz jornalero»? (14)

* * *

Esta reflexión del respetable publicista tiene un alcance mucho mayor que el que resulta de la letra, ya de suyo tan grave.

No nos remontemos a los turbios orígenes históricos de la propiedad territorial; tomemos las cosas como estaban la víspera de la Revolución; concretémonos a la actual Gaceta, a leyes promulgadas en ella, vigentes todavía en la actualidad. Esas leyes han sustraído a las clases menesterosas cinco enormes patrimonios, que componen al presente, en manos de los que fueron sus legisladores, o de los habientes-derecho de los legisladores y de sus partidarios, auxiliares y protegidos, la parte mayor de la riqueza territorial de la Península: 1.ª La servidumbre (condominio más bien) de pastos de rastrojera y barbechera, de que una ley de 1813, sostenida después hasta el Código civil, expropió al vecindario de los pueblos en beneficio de los terratenientes, sin indemnización. 2.ª El condominio o derecho real representado por el diezmo eclesiástico, que gravaba a la propiedad inmueble, y de que varias leyes de 1821, 1837 y 1840 expropiaron a la Iglesia en provecho exclusivo de los terratenientes, no en favor de la nación, obligada desde entonces a costear con los tributos ordinarios el servicio a que dicho diezmo estaba afecto. 3.ª La parte de usufructo que alcanzaba al pueblo, en diversas maneras indirectas, sobre las heredades de las iglesias y monasterios, patrimonia pauperum (como decían los teólogos y canonistas), de que los obispos, cabildos y beneficiados eran meros administradores, y de que le expropiaron decretos y leyes de 1835 y posteriores, traspasando tales bienes a «agiotistas e intrigantes». 4.ª Los bienes de propios, que la citada ley de 1855 puso en venta, no a utilidad de las clases desheredadas y menesterosas, sino en favor de la Hacienda nacional, a la cual se hizo el regalo de la quinta parte, y para dotación de una clase parasitaria [10] de agentes, regidores, diputados, &c., al alcance de cuyas rapiñas se ponía el 80 por 100 restante, en el hecho de reducir lo inmueble a valores mobiliarios. 5.ª La quinta o la cuarta parte de los bienes de aprovechamiento común, de que otra ley de 1888 expropió a los vecindarios en beneficio de la Hacienda nacional, amén del riesgo de que el 80 por 100 restante, mudado en títulos de la Deuda, siga el mismo camino que han llevado los bienes de propios.

Esos bienes eran «el pan del pobre», su mina, su fondo de reserva, diríamos el Banco de España de las clases desvalidas y trabajadoras; y la desamortización, por la forma en que se dispuso, ha sido el asalto de las clases gobernantes a ese Banco, sin que los pobres hubiesen dado ejemplo ni motivo. Para los grandes hacendados, regalos tan espléndidos como el de la prestación decimal, que representaba, al tiempo de la abolición, como unos 400 millones de capital, según cálculo de Pidal y Tejada; para los capitalistas y sujetos sagaces y desaprensivos, negocios tan redondos como la adquisición de más de la mitad de la Península por la décima parte de su valor; para el pueblo... Para el pueblo, los míseros recursos de su despensa, sus derechos de mancomunidad, el porvenir asegurado en esa vasta heredad colectiva, estragándose, desustanciándose, encogiéndose como la piel de zapa a cada nuevo avance de la revolución, a cada nueva conquista de las clases mesocráticas.

Tienen razón Martínez Marina, Ciscar, Balmes, Borrego, Cárdenas, Moyano. El día que acabe de sentirse o de imponerse la necesidad de desandar, en la manera y medida que fuere, el camino andado con torpe inspiración en los últimos noventa años, no tendrá el legislador que quemarse las cejas para idear la fórmula, porque se la dan ya hecha los desamortizadores de 1836 y 1841, de 1855 y 1888, en competencia con sus impugnadores, adalides del statu quo; y si esa no agrada, por tocada de contagios vitandos, y se quieren otras más añejas, más cercanas al sagrario y sahumadas de incienso, ahí están brindándose, con su justificación y todo, en los libros de la Novísima Recopilación y en los protocolos del siglo XV. Muestras de ellas he exhibido en otra parte.

Joaquín Costa, Alma de España, 10 de enero de 1904


1 Manuel Luján, diputado por la provincia de Extremadura; sesión de 4 de junio de 1811 (Diario de Sesiones, núm. 246; edición de 1870; tomo II, pág. 1181-3); Antonio de la Cuesta, diputado por Avila; sesión de 8 de Mayo de 1820 (Diario de Sesiones, núm. 70; edición de 1871; t. II, pág. 1493); Pedro Juan de Priego, diputado por Córdoba, sesión de 1.º de Abril de 1821 (Diario cit., número 35; edición de 1871; t. II, pág. 820)

2 Diario de Sesiones de aquella legislatura, núm. 40; edición de 1871; t. II, pág. 919.

3 Manuel García Herreros, diputado por Soria; sesión de 4 de junio de 1811 (Diario de Sesiones, núm. 246; edición de 1870; t.II, pág. 1177-8); Joaquín Lorenzo Víllanueva, diputado por el reino de Valencia; en la misma sesión (pág. 1179); Vicente Terrero, diputado por la provincia de Cádiz; sesión de 5 de junio (Diario cit., núm. 247, pág. 1190); Antohio Oliveros, diputado por la provincia de Extremadura; sesión de 10 de junio (Diario cit., núm. 252, pág. 1235); José Moreno Guerra, diputado por Córdoba; sesión de 4 de Abril de 1821 (Diario de Sesiones de aquella legislatura, núm. 38; edición de 1871; t. II, pág. 889); &c.

4 Sesión de 12 de junio de 1811 (Diario de Sesiones, núm. 254; edición de 1870; t. II, pág. 1247. –Véase también Ramón Lázaro de Dou, diputado catalán, en la sesión de 5 de junio de 1811 (Diario cit., pág. 1191).

5 Es este un hecho desconocido y que requiere prolija investigación. En las Cortes de 1821, el diputado por Valencia, D. Francisco Ciscar, dijo ser «notoria la conducta reprensible que observaron durante la invasión de los franceses muchos de los denominados señores, abandonando la Península y poniéndose en salvo con todas sus familias en Mallorca, Gibraltar, Ceuta y otras partes»; y sugiere, en un magnífico apóstrofe, el derecho del pueblo no sólo a privar a tales señores de sus señoríos, sino que a extrañarlos, de la patria (sesión de 25 de Marzo de 1821;Diario cit., núm. 28; edición de 1871; t. I, página 677). –Otro miembro de las mismas Cortes, D. Guillermo Oliver, diputado por Cataluña, después de hacer mérito de los sacrificios hechos por los artesanos, comerciantes, labradores y otras clases inferiores, exclama: «¿Y los señores? Este recuerdo me amarga mucho en este momento. Puedo decir de mi provincia que cuando regresamos a nuestros hogares, después de encontrarlos destruidos, arrasados nuestros edificios, talados nuestros campos, tuvimos que pagar los atrasos de derechos señoriales de la época de la dominación enemiga, en que, a impulsos de nuestra lealtad, abandonamos nuestras casas. ¿Y a quiénes? A personas que vivieron entre los enemigos...» (Sesión de 26 de Marzo de 1821; Diario cit., núm. 29, pág. 700). –En una Memoría económico-política sobre los señores y grandes propietarios, impresa en Salamanca en 1813, cuya soltura de estilo y abundante erudición legal la denuncian como obra de persona muy versada en letras humanas, se dice lo siguiente con referencia a la invasión francesa: «Una de las mayores obligaciones de los vasallos era defender a sus señores, porque ellos y sus cosas eran guardadas por éstos. Ahora bien; la España se vio acometida del modo más vil, inundada de tropas con el fin de conquistarla, las quales exercian su rapacidad sobre todos los pueblos. Esta era la ocasión de que esos preciados de Señores debían tratar de la defensa de sus vasallos, ponerse al frente de ellos y acometer al enemigo común, como hacían en igual caso sus mayores; pero estos hombres, por lo común afeminados y degenerados, unos se huyeron a Ceuta u otros sitios seguros, y otros permanecieron tranquilos en sus casas, esperando la suerte de la guerra: muy pocos se presentaron en el exército. &c.». (Biblioteca Nacional, de Madrid; Varios, Fernando VII, paquete 76 de los en 4.º, carpeta I.ª –Firma: «un ciudadano deseoso del bien general»).

6 Sesión de 6 de Abril de 1821 (Diario de Sesiones de aquella legislatura, núm. 40; edición de 1871, t. II, pág. 917).

7 Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero, por el Dr. D. Jaime Balmes; Vich, 1840; págs. 104 y 107.

8 La cuestión social, Madrid, 1839; y edición 5.ª del Curso de Economía política, 1840, parte II, cap. 4, t. I, pág. 330 y sigs.

9 Diario de Sesiones de 1855; sesión de 23 de Febrero; apéndice al núm. 89 (tomo III, pág. 2370). –De palabra afirmaba Escosura que «es lícito desamortizar la propiedad, porque es lícito, porque es obligatorio hacer todo aquello que exige el interés general», lo mismo que el imponer contribuciones. «Variamos la forma de la propiedad, porque esa forma es perjudicial a los propietarios, porque esa forma es enemiga declarada del progreso social y político, cuyos representantes, cuyos diputados somos, y obrando así, cumplimos con nuestros deberes...» (Sesión de 26 de Marzo de 1855; Diario cit., t. IV, edición de 1880, págs. 3260 y 3265).

10 Sesión de 26 de Marzo de 1855; Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, núm. 115; t. IV, 2.ª edición de 1880, pág. 3253.

11 Sesión de 23 de Marzo de 1855; Diario y tomo citados, pág. 3308.

12 Ensayo sobre la Historia del derecho de propiedad, por D. Francisco de Cárdenas, lib. VIII, cap. 5; Madrid, 1873; t. II, pág. 199.

13 Diario de Sesiones cit.; sesión de 26 de Marzo de 1855, núm. 115; t. IV de la 2.ª edición, pág. 3259.

14 Andrés Borrego, España y la revolución, Madrid, 1856; Historia, antecedentes y trabajos a que han dado lugar en España las discusiones sobre la situación y el porvenir de las clases jornaleras, Madrid, 1890), página 53.

{slilder "Guerra civil" (Miguel de Unamuno, 30 de abril de 1904)}

unamuno
Miguel de Unamuno (1864-1936)

Guerra Civil

Cada día se acrecienta más mi fe en lo que se ha dado en llamar la regeneración de España, y que es más bien su vitalidad, o mejor todavía, su vida. La fructuosa lucha por la libertad de conciencia, sin la cual no caben ni riqueza, ni bienestar, ni seguridad sociales, prosigue tenaz, aunque no ruidosa. Sin embargo, empieza a dejarse oír el fragor de sus armas.

Acá y allá se oye gritería de pelea; los adversarios se denuestan y escarnecen para rejuntar rabia y entrar en calor, como los chicuelos que se insultan mientras se arremangan los brazos y se espurrian de saliva las manos para trabarse enseguida a bofetada limpia. Y este es buen síntoma.

Nada hay peor que el odio cobarde que se nos agazapa en las entrañas y nos las carcome. Nos redime el darle salida, y no hay abrazo más cordial que el abrazo que se dan los combatientes de una noble causa, una vez depuestas las armas. La guerra civil de los siete años bien valió el abrazo de Vergara. Sin él, no gozaríamos de libertades de que hoy gozamos y que respetan los herederos mismos del ideal que allí apareció vencido.

Vencido sólo en parte, porque luego recobró por la astucia lo que a la fuerza había perdido. Y provocó otra guerra civil en que volvió a ser vencido por la fuerza, y ha vuelto a recobrar por la astucia parte, no más que parte, de lo que perdió. Y de aquí la necesidad de una nueva guerra civil, que no sé cómo se hará, y hasta dudo que se haga a tiros en las montañas del Norte, pero que ha de hacerse, que necesita España, para su regeneración, el que tal guerra se haga.

Se ha dicho muchas veces que es mejor la guerra que la paz armada, como es mejor un ataque de apoplejía que no una parálisis que le impida a uno ganarse el pan de sus hijos. Y aquí, en España, vivimos en paz civil armada. Bien venida sea, pues, la guerra civil, en una o en otra forma, si con ella nos libertamos, aunque sólo sea por algún tiempo, de esa paz civil armada. Otro golpe más en que de nuevo arranquen por la fuerza las conquistas de la astucia reaccionaria.

Y vivimos, no cabe dudarlo, en paz civil armada. La paz exterior, la de la calle, la de la vida pública, la pagan muchos españoles muy cara, carísima. Les cuesta guerra interior, del hogar, de la vida doméstica, o algo aún peor que esta guerra, y es la más vergonzosa y degradante esclavitud. Son muchos, muchísimos, los españoles que están presos de sus mujeres, sometidos a ellas, encenagados en la más sucia hipocresía por miedo a disgustar a sus esposas. Muchos pueden decir lo que cuentan que dijo Campoamor cuando, yendo a oír misa, se encontró con uno a quien le sorprendió que la oyese el poeta: «Me cuesta menos que oír a mi mujer» –cuentan que dijo.

El temor a lagrimitas, a suspiros, a quejas, a fruncimientos de hocico, a tibiezas de caricia, a hurtos de cuerpo acaso, a la guerra doméstica en una o en otra forma, lleva a muchos hombres en España a la más ignominiosa servidumbre. Se cuenta de un famoso general de la revolución setembrina que estaba acongojadísimo porque su mujer le amenazó con negarle el débito si votaba la libertad de cultos. Y así hay muchos. Y luego van al Parlamento, y no falta quien diga allí que la enseñanza de la religión debe quedar encomendada a las madres, cuando lo que entiende por religión la inmensa mayoría, la casi totalidad de las madres españolas, es un monstruoso mejido de algunas sublimes enseñanzas con una muchedumbre de supersticiones fetichistas y de mezquindades morales.

Una guerra civil pública lava estas miserias. Entonces esas mismas mujeres, que en tiempo de la enervadora paz civil armada, se chupan la energía de sus maridos Y los tienen en degradante servidumbre, ellas mismas se ponen al lado de sus hombres, y la gloria de éstos es su gloria. Así sucedía en Bilbao, mi pueblo, durante la última guerra civil, y muy en especial durante el bombardeo de la villa. Las bilbaínas sentíanse, aun sin comprenderlo, henchidas de liberalismo, de verdadero liberalismo; de ese liberalismo que dicen que es pecado, mientras hoy van en rebaño a donde las lleven con astucia y arrastran tras de sí a sus maridos. Algunas de aquellas señoras han olvidado los comentarlos que hicieron cuando los carlistas aplicaron a gastos de la guerra dineros de la bula.

Cuando el hombre, desatando el nudo que en torno de su cuello pusieron los brazos de la mujer, se lanza a la calle a pelear con la palabra o con el hecho contra la tiranía a que su mujer misma quería sojuzgarle, ésta ve claro y se redime y acompaña en espíritu a su hombre, que lucha.

Y la lucha parece que va a encresparse y que se acerca un nuevo acto de la dolorosa conquista de la libertad. Servirá, á la vez, para encauzar energías que hoy se disipan y pierden hasta en el crimen.

Hasta en el crimen, sí. Porque siempre he creído que mucho de la criminalidad española se debe a cierta ociosidad espiritual, en que las energías íntimas, los resortes pasionales más entrañables no encuentran natural salida. En vez de darle al pueblo una luz y dejarle que se busque por si mismo su camino, se le ha metido en un carro y se le lleva a obscuras por senderos que no conoce, diciéndole: «Confíate a nosotros, los que te conducimos a tu felicidad eterna; por ti mismo te extraviarías, porque no conoces los caminos; nosotros, que liemos recibido en sagrado legado el mapa de la vida y de la muerte, nosotros te llevaremos a su fin; todos los demás te engañan.» Y como el espíritu del pueblo está ocioso en ese carro y ni siquiera tiene que luchar con las hondas inquietudes que provoca el misterio de la vida y del destino, se desahoga en barbaridades, en estallidos de pasión ciega, en crímenes de éste y del otro.

Viene una guerra civil, y la criminalidad decrece, y el que en paz civil armada sería criminal, se convierte en héroe. Y no se diga que la guerra misma es el mayor de los crímenes y que en ella se cometen muchos. En ella salen los malos humores o se depuran. Y además, eso que se llama crimen colectivo es el camino para convertir en bien el mal de la criminalidad.

En cierta ocasión se celebraba una capea en un pueblo de una provincia contigua a esta de Salamanca. Entre los espectadores se hallaba un buen labrador, hombre sosegado y tranquilo, por las trazas, que, teniendo un largo palo entre las piernas, no hacía sino gozar del espectáculo sosegadamente y sin meterse con nadie, mientras se engullía rodajas de lomo en tripa y daba repetidos tientos a una bota de tinto. Pero ocurrió que de pronto se trabaron dos, allí, en el tendido, de palabras, primero, y de manos, después; hubo gritos, alboroto y removimiento de gente. Al percatarse nuestro hombre de ello, irguió la cabeza como quien despierta de un sueño, se puso en pie como por resorte, empuñó el palo, hizo con él un molinete sobre la cabeza, haciéndolo zumbar, y exclamó, mirando al espacio: «¿A quién le pego?» El hombre este era profundamente representativo.

Hay en buena parte de nuestro pueblo una tensión espiritual de ¿a quién le pego?, que sólo necesita ser dirigida. Y hay que decirle: «Descarga, descarga esa pesadumbre; da suelta a esa apretura; pega, pueblo mío, pega, y puesto que tienes que pegar para aliviarte de eso que te está estragando él corazón, pega aquí» Y señalarle dónde tiene que pegar.

Sentiría que hubiese lectores de estas líneas que las tomaran por ingeniosidades, genialidades o paradojas. No, no hay tal. Me tienen hastiado los hipócritas sermoneos de los que están a todas horas predicando paz, y llaman paz a la muerte; de los que hablan de tolerancia, sin entenderla, y sobre todo, desconfío mucho de eso que se llama libertad, desde que han dado en ensalzarla los que arteramente la combaten.

Mientras haya quienes traten de imponer, de un modo o de otro, lo de que es preciso creer estas o aquellas doctrinas para ser buenos; mientras haya esto, no habrá libertad. Ni habrá libertad mientras no penetre en lo más intimó de la conciencia pública la verdad de que no hay nada, absolutamente nada, que no deba decirse y que debe oírse con respeto y sin estúpidas protestas –aunque sobraba el epíteto, pues siempre es estúpida toda protesta– todo, absolutamente todo, lo que pueda decirse, salvo refutarlo luego o combatirlo.

¿De quién es desconocido el antiquísimo aforismo que dice: «Si quieres paz, prepara la guerra.» Si vis pacen, para bellum? Pero no suelen bastar los preparativos de guerra para gozar de la paz, sino que se hace preciso, para llegar a ésta, pasar por aquélla. La paz se conquista con guerra. Y la paz verdadera, la paz interior, en el hogar y en la conciencia, ésta sólo la conquistaremos con guerra exterior, guerra en la calle y en la sociedad. Vale más pelear con la conciencia apaciguada, que vivir en paz, paz aparente, con la conciencia atormentada o subyugada.

«Todos desean la paz, pero no todos se cuidan de lo que pertenece a la verdadera paz», escribió el autor de la Imitación de Cristo (lib. III, cap. XXV, 1.), y su maestro, aquel cuya imitación pregonaba, dijo que no había venido al mundo a traer paz, sino guerra. Y esto hay que entenderlo y sentirlo.

No podemos tener paz mientras no se conquiste, no sólo en ley, sino en costumbre, y no de derecho tan sólo, sino también de hecho, la perfecta libertad de conciencia, y la igualdad perfecta y la fraternidad, de tal modo, que ni se le deprime, ni se aísle, ni se le aparte como a un leproso de éstas o de aquéllas casas, ni se te niegue el saludo, como hoy sucede, al que piensa de esta o de la otra manera en cuestiones de doctrina, y sólo por pensar así.

Cuando, con la guerra, conquistemos la libertad de conciencia y el reconocimiento de que la moral cristiana de los actuales pueblos cultos está por encima de los credos y de los dogmas todos, y lejos de depender de ellos, son éstos los que dependen de ella para su nacer, su vivir, su morir y su transformarse, entonces, y sólo entonces, podremos gozar y aprovecharnos con fruto del rico tesoro de consuelos vivificadores y de alientos fortificantes que hay en el hondón de la fe de nuestros mayores.

Miguel de Unamuno, Alma Española, Madrid, 30 de abril de 1904 Año II, número 23, páginas 2-4

Tensión entre el Ejército y los regionalistas vascos y catalanes (El Ejército Español, 23 de noviembre de 1905)

Tensión entre el Ejército y los regionalistas vascos y catalanes

"Bon cop de fals."

La sesión celebrada ayer en el Congreso, y en la que sé trató de los vergonzosos sucesos provocados por los separatistas catalanes, no correspondió a lo que de ella debía esperarse, y mucho, menos a la importancia de los hechos. Un diputado republicano, el señor Junoy, y un diputado carlista, el señor Lloréns, hablaron poniendo en sus discursos toda la indignación que, el espectáculo de la Patria herida en su dignidad santísima, amenazada, en su integridad intangible, produce a todos, los buenos españoles. El ministro de la Gobernación estuvo mal, débil, cómo si no. sintiera el patriotismo. Dos diputados regionalistas catalanes, sin llegar a los extremos de los separatistas, no hallaron tampoco la frase que convenía al momento para poner a la madre España, sobre sus pasiones¡ sobre sus ideas, sobre sus intereses. El señor Junoy y el señor Lloréns: ellos y sólo ellos fueron .ayer en el Congreso los defensores de los prestigios, de la Patria.

Y cuando el incidente, se dio por terminado, la impresión no pudo ser más desastrosa. Los que de patriotas se. precian esperaban algo más, mucho más, esperaban que del banco azul salieran acentos viriles proclamando castigos para los que se atrevan a insultar a España; esperaban que en plena sesión fuera destituido el alcalde de Barcelona, que cometió la imprudencia criminal de asistir al banquete del, domingo, cuya significación antipatriótica era perfectamente conocida. Esperaban también que de labios de ,los diputados regionalistas saliera enérgica la protesta condenatoria de los vergonzosos sucesos, la anatema lanzada contra los hijos espúreos de España que reniegan dé, su madre ?al eco de ese himno de odio imponente que se llama "Los Segadores". Y como nada de esto vieron, preguntábanse al salir de la sesión qué intereses pueden tener los partidos gubernamentales de la Monarquía en que cuando se trata de defender la Patria insultada y escarnecida no haya en las calles de Barcelona más que los republicanos, y un republicano y un carlista en el recinto del Congreso.

Por lo demás, nuestra opinión es conocida: Nosotros no hemos sido defraudados en esperanzas; porque jamás esperamos nada de las Cortes. El remedio contra las canallas separatistas está en el Ejército. A la debilidad de los Gobiernos que contemporizan con ellas debe oponerse la voluntad firmísima de los militares, que no pueden ni deben consentir esos, ultrajes a España.

Lícitas son todas las opiniones, aun las más absurdas, aun las que se presentan en la apariencia más perturbadora. Pero no la que va contra la Patria. La, Patria no puede ser atacada. La Patria es intangible, porque la Patria es todo: el aire que respiramos, la cuna de nuestros hijos, el sepulcro de nuestros padres. Ofender a la Patria es ofender a nuestra propia madre. El que deje insultar a España dejaría insultar a la mujer que le llevó en sus entrañas, y los militares, que por razón de su carrera están más obligados que los demás a tener el sentimiento de la Patria, no pueden ni deben tolerar que se la ofenda. Contra el extranjero que a ello se atreva está la guerra; contra el indigno español que cometa el crimen, la Ley. Si la Ley, por no haber previsto el caso no lo castiga, la iniciativa individual.

¿Quieren las Cortes suplir las deficiencias de las leyes? Pues que las reformen, pero no en seguida, en una sola sesión, por aclamación y sin debate. No se trata de ideas políticas ni de opiniones particulares, sino de algo que a todos es común, que es patrimonio de todos, que está bajo la salvaguardia de todos.

¿No lo hacen las Cortes? Pues entonces los militares solos.

Que todos se penetren de este deber en que están, y aislados, sin ponerse de acuerdo, o en grupo, como quiera que se encuentren, en dondequiera que oigan gritar muera España, ahoguen el grito criminal en la garganta que lo pronuncie, sin pensar en las consecuencias le pueda tener ese acto suyo. ¿Es que mueren? Pues habrán muerto por la Patria, cumpliendo el juramento que prestaron a su ingreso en el servicio. ¿Es que un Gobierno débil los castiga? Pues el castigo, en este caso sufrido por la Patria, será un honor para ellos y un laurel para sus banderas. Todo, todo, menos tolerar lo que. se está tolerando. Todo, todo menos permitir que la turba canallesca de hijos sin madre vocifere contra la que es madre, de todos los españoles.

Así lo entendieron hace algunos años unos cuantos militares de la guarnición de Bilbao. El hecho no puede haberse olvidado, porque nosotros lo recordamos con frecuencia.

Celebrábase la procesión cívica del Dos de Mayo en la invicta villa y los "biscaitarras" habían enarbolado su bandera a media asta en el círculo que tienen en aquella ciudad. Al pasar la procesión por delante del Círculo, un dignísimo coronel, hoy general, vio flotar la bandera insultadora y sintió como un latigazo en el rostro. "Arriba", dijo, y todos los jefes y oficiales que iban a su lado le entendieron. Arrebatados en un mismo sentimiento, salieron de la fila, subieron al Círculo "bizcaitarra", atropellaron a los socios que querían oponerse a su paso, se apoderaron de la bandera, la hicieron pedazos, que arrojaron por el balcón, y, bajando tranquilamente, después de vengada la injuria a España, volvieron a unirse el cortejo y la procesión siguió su marcha. Allí quedaron los pedazos de la bandera y los "bizcaitarras" aterrados. Sin atreverse ni a quejarse para evitar que volvieran los militares.

Desde entonces no se ha repetido la manifestación separatista en Bilbao.

Pues bien: la Patria en Barcelona es la misma que en Bilbao. Los militares de. una graduación son los mismos que los de otra; los separatistas catalanes están continuamente proclamando el "Bon cop, de fals" de sus segadores.

Muy bien. Aceptado. Que empiecen a segar los militares.

El Ejército Español, Madrid, 23 de noviembre de 1905, 1.ª pág., 1.ª col.

La ley de jurisdicciones (1906)

1905cucut

¡Cu-Cut! (28 septiembre 1905)

La Ley de Jurisdicciones

(23 de Marzo de 1906)

Don Alfonso XIII, por la gracia de Dios y la Constitución Rey de España ;

A todos los que la presente vieren y entendieren sabed, que las Cortes han decretado y Nos sancionado lo siguiente :

Artículo 1.º El español que tomara las armas contra la Patria bajo banderas enemigas o bajo las de quienes pugnaran por la independencia de una parte del territorio español, será castigado con la pena de cadena temporal en su grado máximo a muerte.

Art. 2.º Los que de palabra, por escrito, por medio de la imprenta, grabado, estampas, alegorías, caricaturas, signos, gritos o alusiones, ultrajaren a la Nación, a su bandera, himno nacional u otro emblema de su representación, serán castigados con la pena de prisión correccional.

En la misma pena incurrirán los que cometan iguales delitos contra las regiones, provincias, ciudades y pueblos de España y sus banderas o escudos.

Art. 3.º Los que de palabra o por escrito, por medio de la imprenta, grabado u otro medio mecánico de publicación, en estampas, alegorías, caricaturas, emblemas o alusiones injurien u ofendan clara o encubiertamente al Ejército o a la Armada o a instituciones, armas, clases o cuerpos determinados del mismo, serán castigados con la pena de prisión correccional.

Y con la de arresto mayor en sus grados medio y máximo a prisión correccional en su grado mínimo, los que de palabra, por escrito, por la imprenta, el grabado u otro medio de publicación instigaren directamente a la insubordinación en institutos armados o a apartarse del cumplimiento de sus deberes militares a personas que sirvan o están llamadas a servir en las fuerzas nacionales de tierra o de mar.

Art. 4.º La apología de los delitos comprendidos en esta ley, y la de los delincuentes, se castigarán con la pena de arresto mayor.

Art. 5.º Los tribunales ordinarios de derecho conocer n de las causas que se instruyan por cualquiera de los delitos a que se refieren los artículos 1.º, 2.º y 4.º de esta ley, siempre que los encausados no pertenezcan al ejército de mar o de tierra y no incurrieren por el acto ejecutado en delito militar. De las causas a que se refiere el art. 3.º conocerán los tribunales del fuero de Guerra y Marina.

Cuando se cometieren al mismo tiempo dos o más delitos previstos en esta ley, pero sujetos a distintas jurisdicciones, cada una de éstas conocer del que le sea respectivo.

El párrafo 1.º del caso 7 º del art. 7 º del Código de Justicia militar y el número 10 del art. 7 º de la ley de organización y atribuciones de los tribunales de Marina quedan modificados en la siguiente forma :

a) Código de Justicia militar.

Art. 7 º Por razón del delito la jurisdicción de guerra conoce de las causas que contra cualquier persona se instruyan por...

Séptimo : los de atentado o desacato a las autoridades militares, los de injuria y calumnia a éstas y a las corporaciones o colectividades del Ejército, cualquiera que sea el medio empleado para cometer el delito, con inclusión de la imprenta, el grabado u otro medio mecánico de publicación, siempre que dicho delito se refiera al ejercicio de destino o mando militar, tienda a menoscabar su prestigio o a relajar los vínculos de disciplina y subordinación en los organismos armados, y los de instigación a apartarse de sus deberes militares a quienes sirvan o están llamados a servir en aquella institución>>.

b) Ley de organización y atribución de los tribunales de Marina :

Art. 7.º Por razón del delito conocer la jurisdicción de Marina en las causas que contra cualquier persona se instruyan por los siguientes :

Art. 10. Los de atentado y desacato a las autoridades de Marina, los de injuria y calumnia a éstas o a las corporaciones o colectividades de la Armada, cualquiera que sea el medio empleado para cometer el delito con inclusión de la imprenta, el grabado u otro medio mecánico de publicación que dicho delito se refiera al ejercicio del destino o mando militar, tienda a menoscabar su prestigio o a relajar los vínculos de disciplina y subordinación en los organismos armados. y en los de instigación a apartarse de sus deberes militares a quienes sirvan o están llamados a servir en las fuerzas navales.

Art. 6.º En las causas que según esta ley corresponda instruir y fallar a los tribunales ordinarios de derecho el fiscal no podrá pedir el sobreseimiento sin previa consulta y autorización del fiscal del Tribunal Supremo. Tampoco podrá retirar la acusación en el juicio oral sino en escrito fundado, previa consulta y autorización ( si no asistiese al acto) del fiscal de la Audiencia respectiva. En los casos en que habiendo sostenido la acusación la sentencia sea absolutoria, deber preparar el recurso de casación.

Art. 7º Practicadas las diligencias precisas para comprobar la existencia del delito, sus circunstancias y responsabilidad de los culpables, se declarará concluso el sumario, aunque no hubiese terminado la instrucción de las piezas de prisión y de aseguramiento de responsabilidades pecuniarias, elevándose la causa a la Audiencia, con emplazamiento de las partes por término de cinco días.

La Sala continuará la tramitación de dichas piezas si no estuvieren terminadas.

Art. 8º Confirmado, si así procede, el auto de terminación de sumario, se comunicará la causa inmediatamente por tres días al fiscal, y después por igual plazo al acusador privado si hubiere comparecido.

Una y otro solicitarán por escrito el sobreseimiento, la inhibición o la apertura del juicio. En este último caso formularán además las conclusiones provisionales y articularán la prueba de que intenten valerse. El plazo de tres días concedido al ministerio fiscal sólo se suspenderá a instancia de éste, cuando se eleve consulta al fiscal del Tribunal Supremo sobre la procedencia de la pretensión de sobreseimiento y hasta que la consulta sea resuelta.

Art. 9º El término para preparar el recurso de casación por infracción de ley será el de tres días, contados desde el siguiente al de la notificación de la sentencia.

El recurso de quebrantamiento de forma se interpondrá en el mismo plazo, y en su caso, a la vez que se anuncie el de infracción de ley.

Dentro del término de emplazamiento, que será de diez días, se interpondrá el recurso por infracción de ley si estuviera anunciado o preparado. Ambos recursos, si se hubieran interpuesto, se sustanciarán conjuntamente en el Tribunal Supremo, y los autos se pondrán de manifiesto a las partes en dos traslados que procedan. El Tribunal Supremo sustanciará y resolverá estos recursos con preferencia a los demás, excepto los de pena de muerte, aun cuando sea en el período de vacaciones.

Art. 10º Dentro de los cinco días siguientes al de haberse puesto en ejecución la sentencia. en caso de condena, o de ser firme la sentencia absolutoria, el Tribunal remitirá los autos originales a la Inspección especial de los servicios judiciales, a fin de que ésta los examine y manifieste por escrito. dentro de cinco días, a la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo, cuanto se le ofrezca sobre regularidad en el funcionamiento de los juzgados y tribunales, que hayan intervenido en cada proceso, observancia de los términos y conducta del personal de justicia. En su vista, dicha sala tomará las determinaciones que estime convenientes dentro de sus facultades, provocará la acción de los presidentes de los tribunales y de sus salas de gobierno para el ejercicio de sus respectivas atribuciones y expondrá al gobierno lo que además estime procedente.

Art. 11º Los procesos sobre delitos definidos en esta ley para cuya perpetración se haya utilizado la imprenta, el grabado u otro medio mecánico de publicidad, se dirigirán, cualquiera que sea la jurisdicción que de ellos conozca, contra la persona responsable, guardando el orden que establece el artículo 1.º del Código Penal.

Para este efecto y los del art. 14 del Código Penal, los senadores o diputados mientras el respectivo cuerpo colegislador no haya dejado expedita la acción judicial, serán equiparados a los exentos de responsabilidad criminal.

Los procedimientos para la persecución de los delitos a que se refieren los arts. 2.º, 3.º y 4.º de esta ley sólo podrán incoarse dentro de los tres meses después de la fecha de su comisión.

Se entenderán sujetos a esta ley los impresos comprendidos en los artículos 2.0 y 3.0 de la ley de Policía de imprenta con excepción de los libros.

Art. 12. Cuando se hubiesen dictado tres autos de procesamiento por delitos de los definidos en esta ley y cometidos por medio de la imprenta, el grabado o cualquiera otra forma de publicación o en asociaciones. por medio de discursos o emblemas, podrá la Sala Segunda del Tribunal Supremo, a instancia del fiscal del mismo, y sea cualquiera la jurisdicción que haya conocido de los procesos, decretará la suspensión de las publicaciones o asociaciones por un plazo menor de sesenta días, sin que sea obstáculo al ejercicio de esta facultad el que se promueva cuestión de competencia después de dictado el tercer procesamiento.

Si se hubieren dictado tres condenas por los expresados delitos, cometidos en una misma asociación o publicación, la propia Sala Segunda del Tribunal Supremo, a instancia del fiscal del mismo, y sea cualquiera la jurisdicción que haya conocido de los procesos, podrá decretar la disolución o la supresión, respectivamente, de aquéllas.

La sustanciación para acordar la suspensión y supresión a que se refieren los dos párrafos precedentes se sujetará a la forma establecida para el recurso de revisión en el art. 959 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Art. 13. En todo lo que no sea objeto de disposición especial de esta ley se estará respectivamente a lo preceptuado en el Código Penal, en la ley de Enjuiciamiento Criminal del fuero ordinario y en las leyes penales y de procedimientos del fuero de Guerra y del de Marina.

Art. 14. Quedan derogadas todas las disposiciones penales y de procedimiento en cuanto se opongan a lo preceptuado expresamente en la presente ley.

Art. 15. La presente ley se aplicará en todas sus partes desde el día siguiente de su inserción en la Gaceta.

Por tanto:

Mandamos a todos los tribunales, justicias, jefes, gobernadores y demás autoridades, así civiles como militares y eclesiásticas de cualquier clase y dignidad, que guarden y hagan guardar, cumplirá y ejecutará la presente ley en todas sus partes.

Dado en Palacio a veintitrés de marzo de mil novecientos seis. Yo el REY.

El Presidente del Consejo de Ministros, Segismundo Moret.

Discurso de Antonio Maura en el Congreso de los Diputados (Madrid, 28 de febrero de 1908)

Discurso de Antonio Maura en el Congreso de los Diputados.
Madrid, 28 de febrero de 1908

De una manera inconsciente estamos viviendo todos en el torbellino de una crisis profunda que, a mi juicio, se está operando en la política española. Yo, por ejemplo, no he subido en globo, pero he oído decir que cuando el aerostato es arrebatado por el huracán no lo advierten del todo los tripulantes a causa de que, sumergidos en la corriente aérea, van con el viento y pierden en parte la sensación de la velocidad. Algo parecido es lo que acontece ahora. Es preciso salirse un poco de sí mismo y constituirse en observador de su propia vida y de las ajenas para advertir en torno la clase de transformación que se está operando en la política, en las costumbres y en las instituciones todas que integran la organización nacional.
En otro tiempo los partidos monárquicos y republicanos, pero sobre todo los monárquicos, vivían en medio de la indiferencia de las gentes, acostumbradas a que las cosas públicas fueran manejadas por los profesionales de la política... Lo mismo liberales que conservadores gobernaban apoyándose en una oligarquía, en unos millares de personas que ocupaban los cargos electivos y los cargos oficiales, que llenaban los Parlamentos y llevaban toda la significación de una política. Se legitimaban los dos partidos por la abstención y la ausencia de las clases populares, de una grandísima masa de la Nación, y además se legitimaba cada uno de ellos porque ésa era la estructura del otro. Pero hace ya tiempo, singularmente de 1898 para acá, que en España se está operando una mudanza, de la cual van andadas muchas jornadas, una mudanza hondísima, en virtud de la cual está centuplicada la gente que se ocupa de la política, que interviene en la política y que asiste a la política... Por esto ya aquella oligarquía, aquella mesnada de profesionales es absolutamente ineficaz para el Gobierno y para la política. Y por esto el partido conservador, que lo advirtió, está a toda hora buscando y recogiendo los contactos populares, los contactos con todos los elementos nacionales, con todos los sentimientos de la derecha, con todos los intereses de la derecha, porque ésa es su misión […]. Además, esto es conservador, porque las izquierdas ya estaban, la falange agresora ya estaba en la vida pública El agua se había salido del puente; se había desparramado por la llanura, y pedía nuevas obras de fábrica, de más amplitud y de más altura que las existentes […]. La obra más conservadora que en los nuevos tiempos puede hacer este partido es traer la sociedad entera a la vida política de' país, es asentar el poder público sobre la sociedad entera, toda entera, y no sobre una mesnada de profesionales... Llamamos a la Nación, a toda la Nación, como ella sea, y no queremos fabricar una Nación con leyes falsificadoras de la soberanía nacional.

Fuente: Antonio Maura. Treinta y cinco años de vida pública (edición de J. Ruiz Castillo), Biblioteca Nueva, Madrid, s.a. (1918), tomo II: 243-246.

Manifiesto e Frohsdorf (Don Jaime, 4 de noviembre de 1909)

Manifiesto de Frohsdorf

(Frohsdorf, 4 de noviembre de 1909)

A mis leales:

Por primera vez, desde hace un siglo, el día de hoy, fausto entre todos los del año para la familia carlista, se convierte para ella en fecha luctuosa. Apenas hay un templo en España donde no se hayan congregado muchedumbres a rogar por el alma de mi padre. Gracias por esas plegarias; ellas prueban que vuestro amor no cabe en la vida presente; pasa por la oración sobre el sepulcro y se dilata hasta el cielo. Hoy con más fervor que nunca los corazones de todos los españoles dignos de este nombre están, juntamente con el mío, en la Catedral de Trieste, el Escorial del Destierro, velando el túmulo que guarda los resto de aquél que todos lloramos por igual, pues de todos fue Rey y padre.

No quiero que en fecha tan memorable os falte una palabra mía de aliento, y escojo este día para dirigirme a vosotros.

Poco os diré y poco necesito deciros. Si Dios ha llamado a Sí al Augusto Centinela que custodiaba el sagrado depósito de las tradiciones patrias, el puesto que con tanto honor supo llevar durante cuarenta años no queda vacío, yo vengo a relevarle.

Recogiendo con piedad filial su herencia, tan gloriosa como abrumadora, asumo los mismos derechos que sus obligaciones, sus ideas que sus sentimientos y sus amores. No digo sus odios, porque su corazón, igual que el mío, no los acogió jamás.

Podría, al rigor, excusarme de dirigiros un Manifiesto, porque hago míos todos los suyos, y todos los sucribo, desde la carta a mi amadísimo tío, el infante don Alfonso, hasta las afirmaciones religiosas y patrióticas de su testamento político.

Identificado con los principios mantenidos en aquellos inmortales documentos, siento, sin embargo, la necesidad de comentarlos y desarrollarlos hasta sus últimas consecuencias. Así lo haré, pero no en los momentos actuales.

Mi espíritu, como el de todos vosotros, no está solamente en España, sino al otro lado del Estrecho. Allí ondea la bandera amarilla y roja, que fue el culto de toda mi vida; la misma que dio sombra a mi camarote al cruzar los mares más apartados; la misma que flotaba sobre mi tienda de campaña en las vastas soledades asiáticas, donde tantas veces la saludó la estrella. Mientras aquella enseña bendita esté empeñada en una guerra nacional, sólo por ella deben palpitar vuestros corazones; y yo no soy, no quiero ser más que un español que la sigue anhelante con los ojos y con el alma, deplorando no poder servirla ahora con mi sangre.

Unicamente cuando tremole victoriosa, lavadas todas las injurias que han querido inferírsele, me acordaré que tengo que cumplir otros ineludibles deberes, impuestos por mi nacimiento. Aguardando aquel día, que gracias al heroísmo de nuestros soldados espero ha de brillar pronto, pido a Dios que me dé fuerzas para cumplir la sagrada misión que me incumbe desde la muerte de mi amado padre.

Ardua es, cual ninguna, bien lo sé; pero espero firmemente poder llenarla, porque a ello me ayudará el concurso de todos los buenos, que invoco ardientemente, y porque desde el cielo me obtendrá del Dispensador de toda merced las gracias necesarias la intercesión de mi inolvidable madre, aquella reina ejemplar y dulcísima, cuya muerte prematura dejó en España, en la Causa, en mi familia, un vacío que nunca se ha colmado, y cuya imagen es objeto de merecida y justa veneración en todo hogar carlista.

Fortalecido en estas esperanzas, he prometido sobre la tumba de mi padre mantener hasta la muerte esta divisa caballeresca de una Dinastía de Proscritos: Todo por Dios, por la Patria y por el Honor.

Seguro estoy de que en el fondo de vuestro corazón, santuario de la lealtad, hacéis el mismo juramento, y que estáis dispuestos, como yo, a sacrificar la vida para cumplirlo.

Este juramento que renovamos a la faz de España, es más necesario ahora que nunca para servirla.

El orden social, tan quebrantado por la revolución, peligra en sus últimos fundamentos, y no tanto por el empuje de las turbas anárquicas, como por la cobardía de los Poderes que pactan con ella, para salvar, entregándose en rehenes, la vida y el interés. En la lucha violenta que se acerca entre la civilización y la barbarie, a nadie cedo el primer puesto para pelear en la vanguardia por la Sociedad y por la Patria.

Jamás el temor a las iras terroristas me hará retroceder un paso en el camino del deber. Soy español, y en mi programa no hay sitio para el miedo.

La muerte y yo nos hemos saludado muy de cerca en las más sangrientas batallas que recuerda la historia moderna. Entonces combatía bajo la bandera de un gran pueblo que no era el mío, y no vacilé. Mejor sabré ofrecer la vida por mi madre España.

JAIME

Fuente: Archivo Borbón Parma. Castillo de Bostz (Francia).

Real decreto sobre Mancomunidades (18 de diciembre de 1913)

Real Decreto sobre Mancomunidades

(18 de diciembre de 1913)

Facultando a las provincias para mancomunarse para fines exclusivamente administrativos que sean de la competencia de las mismas, previos los trámites que se indican.

(Gob.) "Exposición.—Señor: Motivo de constante preocupación para los Gobiernos y porfiada controversia entre los partidos viene siendo, desde hace largos años, el magno y difícil problema de la descentralización. administrativa. De que es insostenible y nocivo el statu quo, da testimonio el hecho de los sucesivos intentos de mejora, iniciados por todos y cada uno de los ministros que han desempeñado la cartera de Gobernación, y cuando tales proyectos faltaran, bastaría proclamar los vicios de que la Administración municipal y provincial adolece, lo unánime de la queja y la insistencia con que ella se produce con caracteres análogos desde las más apartadas y aun contrapuestas regiones españolas.

El partido liberal conservador tiene en este problema gloriosos antecedentes que ni desconoce ni olvida el actual Gobierno. Cuando su representación constitucional se complete e integre con el apoyo del Parlamento, si una vez consultado el país, resultasen con mayoría nuestras ideas, el Gobierno anuncia desde ahora el propósito de llevar de nuevo a las Cortes la reforma del régimen local en condiciones adecuadas para su rápido examen y su pronta aprobación, que, por fortuna, sobre sus puntos esenciales puede considerarse lograda, después de la ardua y meritoria labor que las Cortes de 1907 a 1909 realizaron, la concordia y el asentimiento de las diversas fuerzas políticas.

Uno de aquellos importantes extremos en que parece felizmente conseguida la unidad de criterio entre los hombres de gobierno de más distintas significaciones, es el que se refiere a la conveniencia de autorizar la asociación o mancomunidad. de Ayuntamientos y Diputaciones provinciales para fines exclusivamente administrativos, haciendo mediante la asociación posible para aquellos organismos, la realización de empresas en alto grado beneficiosas para los vecinos de los pueblos enclavados en la región a que la mancomunidad se extiende, sin daño, antes bien, con indudable ventaja de los intereses generales de la nación.

... El derecho a unirse y mancomunarse está explícitamente reconocido a los Ayuntamientos por su Ley Orgánica, y ningún precepto de la Provincial lo veía tampoco, directa ni indirectamente a las Diputaciones. Los textos constitucionales lo consienten de igual modo, ya que la única exigencia de la Ley Fundamental en lo que a este punto se refiere es la del artículo 82, que ordena haya, en cada provincia una Diputación provincial.

Subsistiendo estos organismos, conservando ellos todas y cada una de las facultades que la Ley les asigne, no debe inspirar recelo alguno el reconocimiento que ahora se hace de su derecho a mancomunarse, sobre todo, cuando a esta declaración acompañan resortes y garantías que ponen en todo caso en manos del Gobierno la vida y el funcionamiento de la nueva entidad. Así, por ejemplo, al par que se reconoce, el derecho a la unión, el procedimiento para establecerla está siempre vigilado y dirigido por el Poder central, y las garantías de quorumextraordinario que se exige para la validez de la votación en que la unión se acuerde, a más de la segunda aprobación a que separadamente habrá de llegar cada una de las Diputaciones dispuestas a mancomunarse, dan la seguridad de que en caso alguno podrá ello realizarse sino sirviendo la voluntad de la inmensa mayoría de los habitantes de la región.

La Junta que se crea no podrá obtener del Poder público la delegación de facultades y servicios de los que a la Administración central correspondan, sin que en cada caso voten las Cortes un Proyecto de Ley; los recursos que habrán de entablarse ante el Ministerio aseguran a todos y a cada uno de los ciudadanos la necesaria defensa contra posibles extralimitaciones. Con ello, y con la declaración terminante de ser siempre voluntaria la asociación y poder extinguirse por la iniciativa de cualquiera de las Diputaciones mancomunadas, claramente se advierte que se alejan todos los peligros y  quedan sin fundamento cualesquiera clase de recelos.

A propuesta del Ministro de la Gobernación. y de acuerdo con mi Consejo de Ministros.

Vengo en decretar lo siguiente :

ARTÍCULO 1.º. Para fines exclusivamente administrativos que sean de la competencia de las provincias, podrán éstas mancomunarse. La iniciativa para procurarlo podrá partir del Gobierno, de cualquiera de las Diputaciones Provinciales o de uno o de varios Ayuntamientos que reúnan el 10 por 100 cuando menos de los habitantes de las respectivas provincias. Las Corporaciones solicitadas o requeridas por la entidad iniciadora de la constitución de la mancomunidad, cuando estén dispuestas a concertarse, designarán sus representantes y una vez reunidos procederán éstos a la redacción del oportuno proyecto. Para examinarlo se reunirán las Diputaciones interesadas convocadas por el Presidente de la entidad iniciadora, y siempre presididas por el Gobernador civil de la provincia en que la reunión se celebre, y que para ser válida necesitará de la asistencia de las dos terceras partes, cuando menos del número total de los diputados. Las Diputaciones acordarán luego separadamente si aprueban o no las bases que resultasen aprobadas en la reunión general. Una vez aceptado el acuerdo o proyecto por el voto de la mayoría absoluta de cada una de las Diputaciones interesadas, se elevará y someterá a la aprobación del Gobierno, que habrá de examinarlo minuciosamente y detenidamente hasta estar seguro de que no hay en él nada que directa ni indirectamente contradiga la legalidad constitucional y administrativa del Reino, sino que, por el contrario, todas sus cláusulas se ajustan estrictamente a ellas. Si el Gobierno concede la autorización, la mancomunidad se constituirá con plena y absoluta capacidad y personalidad jurídicas para cumplir los fines taxativamente consignados en el acuerdo o propuesta.

Con exclusiva relación a los mismos, representados por su Presidente y por medio de una Junta general de los diputados de las provincias asociadas y de un Consejo permanente nombrado por éstas, podrá ejercer las facultades y realizar los servicios que puedan concedérsele, de entre los que por ley correspondan exclusivamente a las Diputaciones Provinciales.

Contra los actos y acuerdos de la Junta general y el Consejo permanente existirán los mismos derechos y procederán iguales recursos que los que la Ley provincial reconoce contra los acuerdos de las Diputaciones, si bien deberán siempre interponerse ante el Ministro de la Gobernación los que dicha ley atribuye al conocimiento y competencia del Gobernador de la Provincia.

Las mancomunidades serán siempre y constantemente voluntarias, pudiendo concretarse a plazo fijo o por tiempo indefinido. Para su disolución o para la separación de alguna o algunas de las Diputaciones asociadas, se observarán las disposiciones que deberán estar previstas y establecidas en el acuerdo de constitución de aquella.

El Gobierno, por Real decreto acordado en Consejo de Ministros, a propuesta del de la Gobernación, podrá ordenar la disolución de la mancomunidad, siempre que en sus acuerdos y propuestas resulte infringida alguna ley del Reino, o, cuando de aquéllos pueda inferirse algún peligro para el orden público o los altos intereses de la Nación. En estos casos el Gobierno estará obligado a dar cuenta a las Cortes de su resolución y de los fundamentos en que la apoye. Se fijará en todo caso la norma a que habrán de ajustarse las responsabilidades de carácter económico o financiero y el momento en que ellas quedarán extinguidas para la Diputación o Diputaciones que se aparten de la mancomunidad. En el mismo acuerdo, las Diputaciones determinarán y fijarán concretamente los recursos con que habrán de contar en sus presupuestos. Los tales recursos podrá ser rentas de bienes propios y productos de explotaciones, donativos o cuotas voluntarias. subvenciones voluntarias de Ayuntamientos y Diputaciones, arbitrios y recursos cedidos por las Diputaciones después de cubiertas sus atenciones legales independientes de la mancomunidad, arbitrios y recursos que cedan los Ayuntamientos en iguales condiciones y circunstancias que los anteriores, arbitrios que por servicios o aprovechamiento puedan adquirir la mancomunidad y arbitrios o expensas de particulares por obras o servicios costeados con fondos de la mancomunidad en las mismas condiciones que para las Diputaciones Provinciales establece la Ley.

Cuando en este primer acuerdo no puedan, por cualquier clase de motivos, detallarse todos los recursos, podrán éstos adicionarse por acuerdos sucesivos, que habrán de adoptarse con iguales garantías que las establecidas para el primero.

Las mancomunidades, una vez constituidas, podrán solicitar delegación de servicios determinados y facultades propias de la Administración Central.

La propuesta será elevada al Gobierno, y en ningún caso podrá éste resolverse sin obtener antes de las Cortes una ley especial de concesión.

ARTÍCULO 2.º. El Gobierno dará cuenta de este decreto a las Cortes en la primera sesión que celebren.

Dado en Palacio a dieciocho de diciembre de mil novecientos trece.

Alfonso XIII.

El Ministro de la Gobernación. José Sánchez Guerra.

Nación, democracia y regionalismo (Juan Vázquez de Mella, 28 de abril de 1916)

"Nación, democracia y regionalismo"

Discurso de Juan Vázquez de Mella:

Oviedo, 28 de abril de 1916

He afirmado y sostenido siempre las libertades concejiles, las libertades comarcanas, las libertades regionales. Y por eso creo que no le corresponden al Estado más atribuciones que éstas que constituyen los predicados esenciales de la soberanía política, y que son corolario de la dirección suprema de lo que es acción social común: la relación religiosa, social y política con la Iglesia, las relaciones internacionales diplomáticas Y mercantiles, las relaciones interregionales entre las clases el Poder coercitivo, preventivo y represivo para amparar el derecho de las personas individuales y colectivas, la defensa interior y exterior de la sociedad y el territorio con el Ejército y la Armada, y los medios de comunicación que trascienden de los límites regionales, y los medios económicos necesarios para estas . cosas.
Fuera de estas atribuciones fundamentales, todas las demás corresponden plenamente a las regiones, clases y municipios.
Observad ahora el principio regionalista desde el punto de vista de la nación. ¿España es una colección de naciones congregadas por un Estado, o una federación de regiones que han participado de una vida común y colectiva a lo largo de la Historia y que se han formado una unidad superior nacional que con sus caracteres las sella y las enlaza? [ ... ] Para mí, España es una congregación de regiones que tienen personalidad histórica y jurídica distinta, peto que no son todas completas, ni unidades históricas y substancias independientes, sino que han juntado una parte de su vida y con ella han formado esa entidad superior, obra de ella y que obra sobre ellas, que se llama España.
Lo que constituye una nación es lo que suele llamarse, en un sentido metafórico, alma nacional, espíritu nacional; y el espíritu nacional está constituido por un fondo común de creencias, de sentimientos, de aspiraciones y tradiciones fundamentales.
[ ... ] no hay nación alguna que brote de una sola fuente; todas proceden de fuentes diversas. Cuando el territorio, el clima, la raza, las conquistas y reconquistas, las influencias de los pueblos extraños y las vicisitudes de una larga historia llegan a amasar un todo social, la resultante común de tantos factores abrazados por una creencia que lo penetra y enlaza, adquiere caracteres psicológicos, más aún, caracteres étnicos y geográficos que los distinguen de los demás, y la nación está formada [ ... ].
Y por eso decía, en frase que considero gráfica, que los factores que obran primero sobre la región producen después la nación, que es semejante a un río formado por afluentes; los afluentes son las regiones, el río es la nación; el río no puede existir sin afluentes, y los afluentes pueden existir sin el río; pero para que no se forme el río sería necesario variar la dirección de los afluentes y hacer que se dispersasen y perdiesen en pantanos y arenales; por eso yo afirmo el río y los afluentes; los afirmo con aquella dirección histórica que no marcó el capricho, sino la necesidad, y que los ha obligado a converger y juntarse en el río nacional. [ ... ]
El regionalismo es, por consiguiente, una expresión de aquella variedad nativa que exige la personalidad afirmada en la Historia con caracteres indestructibles, pero que sostiene al mismo tiempo la unidad nacional y no simplemente la unidad del Estado.

Fuente: J. Vázquez de Mella, Obras Completas, Subirana-SELE, Barcelona~Madrid, 1935, tomo 26: 235 y ss.

Acuerdos de la Asamblea de Parlamentarios (17 de octubre de 1917)

Acuerdos de la Asamblea de Parlamentarios.
17 de octubre de 1917

La asamblea declara que hay que modificar la Constitución, basándose necesariamente en un amplio régimen de autonomía, admitiendo como organismo natural la región, con atribuciones propias para gobernarse y regirse libremente en todos los órdenes que afecten al pleno desenvolvimiento de su vida interna, sin perjuicio de la plena autonomía municipal, que será objeto de otro acuerdo.
Que las materias sobre las cuales coinciden todos los miembros de la asamblea en estimar que la plena soberanía del Estado español es incuestionable (con expresa reserva del criterio de algunos asambleístas, que entienden han de extenderse a otras materias) son las siguientes:
Las relaciones internacionales y la representación diplomática y consular.
El ejército, la marina de guerra, las fortificaciones de costas y fronteras y cuanto se refiere a la defensa nacional.
Las condiciones para ser español y el ejercicio de los derechos establecidos en el título 1 de la Constitución.
El régimen arancelario, el tratado de comercio y las aduanas.
El abanderamiento de los buques mercantes y los derechos y beneficios que concedan.
Los ferrocarriles y los canales de interés general.
La legislación penal y mercantil, comprendiendo en ésta el régimen de la propiedad industrial e intelectual.
Los pesos y medidas, el sistema monetario y las condiciones para la emisión de papel moneda.
El régimen arrendatario, el tratado de correos y telégrafos.
La eficacia de los documentos públicos y de las sentencias y comunicaciones judiciales. […]
3.º Que la Constitución establecerá las garantías, durante las cuales los habitantes y los ayuntamientos de un parte del territorio español manifiesten su voluntad de quedar constituidas en región y de obtener para los poderes regionales la soberanía para regir su vida interior en todo o en parte de las materias no reservadas a la soberanía exclusiva del Estado español.
4.º Que los reiterados acuerdos de representantes en Cortes, diputaciones provinciales y ayuntamientos de Cataluña y de las provincias vascas afirmando su personalidad y reclamando su autonomía puedan autorizar a las Cortes constituyentes para que, desde luego, les reconozcan su personalidad como región y otorguen el régimen de autonomía previsto en la declaración primera.
5.º Al reconocer a una región el derecho de regir su vida interior se fijarán claramente los impuestos que el Estado se reserve para atender a los servicios que quedan a su cargo y aquellos que se traspasen a la región para sufragar las atenciones que implique el ejercicio de las atribuciones que se le reconozcan, estableciendo un régimen de absoluta separación de Hacienda.

Fuente: M. Artola, Partidos y programas políticos, cit., tomo II: 160-161.

Fourteen Points (President Woodrow Wilson, 8 january 1918)

President Woodrow Wilson's Fourteen Points 
8 January, 1918:

(Delivered in Joint Session, January 8, 1918)

Gentlemen of the Congress:

Once more, as repeatedly before, the spokesmen of the Central Empires have indicated their desire to discuss the objects of the war and the possible basis of a general peace. Parleys have been in progress at Brest-Litovsk between Russsian representatives and representatives of the Central Powers to which the attention of all the belligerents have been invited for the purpose of ascertaining whether it may be possible to extend these parleys into a general conference with regard to terms of peace and settlement.

The Russian representatives presented not only a perfectly definite statement of the principles upon which they would be willing to conclude peace but also an equally definite program of the concrete application of those principles. The representatives of the Central Powers, on their part, presented an outline of settlement which, if runch less definite, seemed susceptible of liberal interpretation until their specific program of practical terms was added. That program proposed no concessions at all either to the sovereignty of Russia or to the preferences of the populations with whose fortunes it dealt, but meant, in a word, that the Central Empires were to keep every foot of territory their armed forces had occupied -- every province, every city, every point of vantage -- as a permanent addition to their territories and their power.

It is a reasonable conjecture that the general principles of settlement which they at first suggested originated with the more liberal statesmen of Germany and Austria, the men who have begun to feel the force of their own people's thought and purpose, while the concrete terms of actual settlement came from the military leaders who have no thought but to keep what they have got. The negotiations have been broken off. The Russian representatives were sincere and in earnest. They cannot entertain such proposals of conquest and domination.

The whole incident is full of signifiances. It is also full of perplexity. With whom are the Russian representatives dealing? For whom are the representatives of the Central Empires speaking? Are they speaking for the majorities of their respective parliaments or for the minority parties, that military and imperialistic minority which has so far dominated their whole policy and controlled the affairs of Turkey and of the Balkan states which have felt obliged to become their associates in this war?

The Russian representatives have insisted, very justly, very wisely, and in the true spirit of modern democracy, that the conferences they have been holding with the Teutonic and Turkish statesmen should be held within open not closed, doors, and all the world has been audience, as was desired. To whom have we been listening, then? To those who speak the spirit and intention of the resolutions of the German Reichstag of the 9th of July last, the spirit and intention of the Liberal leaders and parties of Germany, or to those who resist and defy that spirit and intention and insist upon conquest and subjugation? Or are we listening, in fact, to both, unreconciled and in open and hopeless contradiction? These are very serious and pregnant questions. Upon the answer to them depends the peace of the world.

But, whatever the results of the parleys at Brest-Litovsk, whatever the confusions of counsel and of purpose in the utterances of the spokesmen of the Central Empires, they have again attempted to acquaint the world with their objects in the war and have again challenged their adversaries to say what their objects are and what sort of settlement they would deem just and satisfactory. There is no good reason why that challenge should not be responded to, and responded to with the utmost candor. We did not wait for it. Not once, but again and again, we have laid our whole thought and purpose before the world, not in general terms only, but each time with sufficient definition to make it clear what sort of definite terms of settlement must necessarily spring out of them. Within the last week Mr. Lloyd George has spoken with admirable candor and in admirable spirit for the people and Government of Great Britain.

There is no confusion of counsel among the adversaries of the Central Powers, no uncertainty of principle, no vagueness of detail. The only secrecy of counsel, the only lack of fearless frankness, the only failure to make definite statement of the objects of the war, lies with Germany and her allies. The issues of life and death hang upon these definitions. No statesman who has the least conception of his responsibility ought for a moment to permit himself to continue this tragical and appalling outpouring of blood and treasure unless he is sure beyond a peradventure that the objects of the vital sacrifice are part and parcel of the very life of Society and that the people for whom he speaks think them right and imperative as he does.

There is, moreover, a voice calling for these definitions of principle and of purpose which is, it seems to me, more thrilling and more compelling than any of the many moving voices with which the troubled air of the world is filled. It is the voice of the Russian people. They are prostrate and all but hopeless, it would seem, before the grim power of Germany, which has hitherto known no relenting and no pity. Their power, apparently, is shattered. And yet their soul is not subservient. They will not yield either in principle or in action. Their conception of what is right, of what is humane and honorable for them to accept, has been stated with a frankness, a largeness of view, a generosity of spirit, and a universal human sympathy which must challenge the admiration of every friend of mankind; and they have refused to compound their ideals or desert others that they themselves may be safe.

They call to us to say what it is that we desire, in what, if in anything, our purpose and our spirit differ from theirs; and I believe that the people of the United States would wish me to respond, with utter simplicity and frankness. Whether their present leaders believe it or not, it is our heartfelt desire and hope that some way may be opened whereby we may be privileged to assist the people of Russia to attain their utmost hope of liberty and ordered peace.

It will be our wish and purpose that the processes of peace, when they are begun, shall be absolutely open and that they shall involve and permit henceforth no secret understandings of any kind. The day of conquest and aggrandizement is gone by; so is also the day of secret covenants entered into in the interest of particular governments and likely at some unlooked-for moment to upset the peace of the world. It is this happy fact, now clear to the view of every public man whose thoughts do not still linger in an age that is dead and gone, which makes it possible for every nation whose purposes are consistent with justice and the peace of the world to avow nor or at any other time the objects it has in view.

We entered this war because violations of right had occurred which touched us to the quick and made the life of our own people impossible unless they were corrected and the world secure once for all against their recurrence. What we demand in this war, therefore, is nothing peculiar to ourselves. It is that the world be made fit and safe to live in; and particularly that it be made safe for every peace-loving nation which, like our own, wishes to live its own life, determine its own institutions, be assured of justice and fair dealing by the other peoples of the world as against force and selfish aggression. All the peoples of the world are in effect partners in this interest, and for our own part we see very clearly that unless justice be done to others it will not be done to us. The program of the world's peace, therefore, is our program; and that program, the only possible program, as we see it, is this:

I. Open covenants of peace, openly arrived at, after which there shall be no private international understandings of any kind but diplomacy shall proceed always frankly and in the public view.

II. Absolute freedom of navigation upon the seas, outside territorial waters, alike in peace and in war, except as the seas may be closed in whole or in part by international action for the enforcement of international covenants.

III. The removal, so far as possible, of all economic barriers and the establishment of an equality of trade conditions among all the nations consenting to the peace and associating themselves for its maintenance.

IV. Adequate guarantees given and taken that national armaments will be reduced to the lowest point consistent with domestic safety.

V. A free, open-minded, and absolutely impartial adjustment of all colonial claims, based upon a strict observance of the principle that in determining all such questions of sovereignty the interests of the populations concerned must have equal weight with the equitable claims of the government whose title is to be determined.

VI. The evacuation of all Russian territory and such a settlement of all questions affecting Russia as will secure the best and freest cooperation of the other nations of the world in obtaining for her an unhampered and unembarrassed opportunity for the independent determination of her own political development and national policy and assure her of a sincere welcome into the society of free nations under institutions of her own choosing; and, more than a welcome, assistance also of every kind that she may need and may herself desire. The treatment accorded Russia by her sister nations in the months to come will be the acid test of their good will, of their comprehension of her needs as distinguished from their own interests, and of their intelligent and unselfish sympathy.

VII. Belgium, the whole world will agree, must be evacuated and restored, without any attempt to limit the sovereignty which she enjoys in common with all other free nations. No other single act will serve as this will serve to restore confidence among the nations in the laws which they have themselves set and determined for the government of their relations with one another. Without this healing act the whole structure and validity of international law is forever impaired.

VIII. All French territory should be freed and the invaded portions restored, and the wrong done to France by Prussia in 1871 in the matter of Alsace-Lorraine, which has unsettled the peace of the world for nearly fifty years, should be righted, in order that peace may once more be made secure in the interest of all.

IX. A readjustment of the frontiers of Italy should be effected along clearly recognizable lines of nationality.

X. The peoples of Austria-Hungary, whose place among the nations we wish to see safeguarded and assured, should be accorded the freest opportunity to autonomous development.

XI. Rumania, Serbia, and Montenegro should be evacuated; occupied territories restored; Serbia accorded free and secure access to the sea; and the relations of the several Balkan states to one another determined by friendly counsel along historically established lines of allegiance and nationality; and international guarantees of the political and economic independence and territorial integrity of the several Balkan states should be entered into.

XII. The Turkish portion of the present Ottoman Empire should be assured a secure sovereignty, but the other nationalities which are now under Turkish rule should be assured an undoubted security of life and an absolutely unmolested opportunity of autonomous development, and the Dardanelles should be permanently opened as a free passage to the ships and commerce of all nations under international guarantees.

XIII. An independent Polish state should be erected which should include the territories inhabited by indisputably Polish populations, which should be assured a free and secure access to the sea, and whose political and economic independence and territorial integrity should be guaranteed by international covenant.

XIV. A general association of nations must be formed under specific covenants for the purpose of affording mutual guarantees of political independence and territorial integrity to great and small states alike.

In regard to these essential rectifications of wrong and assertions of right we feel ourselves to be intimate partners of all the governments and peoples associated together against the Imperialists. We cannot be separated in interest or divided in purpose. We stand together until the end. For such arrangements and covenants we are willing to fight and to continue to fight until they are achieved; but only because we wish the right to prevail and desire a just and stable peace such as can be secured only by removing the chief provocations to war, which this program does remove. We have no jealousy of German greatness, and there is nothing in this program that impairs it. We grudge her no achievement or distinction of learning or of pacific enterprise such as have made her record very bright and very enviable. We do not wish to injure her or to block in any way her legitimate influence or power. We do not wish to fight her either with arms or with hostile arrangements of trade if she is willing to associate herself with us and the other peace- loving nations of the world in covenants of justice and law and fair dealing. We wish her only to accept a place of equality among the peoples of the world, -- the new world in which we now live, -- instead of a place of mastery.

Neither do we presume to suggest to her any alteration or modification of her institutions. But it is necessary, we must frankly say, and necessary as a preliminary to any intelligent dealings with her on our part, that we should know whom her spokesmen speak for when they speak to us, whether for the Reichstag majority or for the military party and the men whose creed is imperial domination.

We have spoken now, surely, in terms too concrete to admit of any further doubt or question. An evident principle runs through the whole program I have outlined. It is the principle of justice to all peoples and nationalities, and their right to live on equal terms of liberty and safety with one another, whether they be strong or weak.

Unless this principle be made its foundation no part of the structure of international justice can stand. The people of the United States could act upon no other principle; and to the vindication of this principle they are ready to devote their lives, their honor, and everything they possess. The moral climax of this the culminating and final war for human liberty has come, and they are ready to put their own strength, their own highest purpose, their own integrity and devotion to the test.

LA DICTADURE DE PRIMO DE RIVERA

Manifiesto del 13 de septiembre (ABC, 14 de septiembre de 1923)

Manifiesto del 13 de septiembre

Al país y al Ejército.

Españoles: Ha llegado para nosotros el momento más temido que esperado (porque hubiéramos querido vivir siempre en la legalidad y que ella rigiera sin interrupción la vida española) de recoger las ansias, de atender el clamoroso requerimiento de cuantos amando la Patria no ven para ella otra salvación que libertarla de los profesionales de la política, de los que por una u otra razón nos ofrecen el cuadro de desdichas e inmoralidades que empezaron el año 98 y amenazan a España con un próximo fin trágico y deshonroso. La tupida red de la política de concupiscencias ha cogido en sus mallas, secuestrándola, hasta la voluntad real. Con frecuencia parece pedir que gobiernen los que ellos dicen no dejan gobernar, aludiendo a los que han sido su único, aunque débil, freno, y llevaron a las leyes y costumbres la poca ética sana, el tenue tinte moral y equidad que aún tiene; pero en la realidad se avienen fáciles y contentos al turno y al reparto, y entre ellos mismos designan la sucesión.

Pues bien, ahora vamos a recabar todas las responsabilidades y a gobernar nosotros u hombres civiles que representen nuestra moral y doctrina. Basta ya de rebeldías mansas, que, sin poner remedio a nada, dañan tanto y más a la disciplina que está recia y viril a que nos lancemos por España y por el rey.

Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la Patria preparamos. ¡Españoles! ¡Viva España y viva el rey!

No tenemos que justificar nuestro acto, que el pueblo sano demanda e impone. Asesinatos de prelados, ex gobernadores, agentes de autoridad, patronos, capataces y obreros; audaces e impunes atracos, depreciación de moneda, francachela de millones de gastos reservados, sospechosa política arancelaria par la tendencia, y irás porque quien la maneja hace alarde de descocada inmoralidad, rastreras intrigas políticas tomando por pretexto la tragedia de Marruecos, incertidumbre ante este gravísimo problema nacional, indisciplina social, que hace el trabajo ineficaz y nulo; precaria y ruinosa la producción agrícola e industrial; impune propaganda comunista, impiedad e incultura, justicia influida por la política, descarada propaganda separatista, pasiones tendenciosas alrededor del problema de las responsabilidades, y... por último, seamos justos, un solo tanto a favor del Gobierno, de cuya savia vive hace nueve meses, merced a la inagotable bondad del pueblo español, una débil e incompleta persecución al vicio del juego.

No venimos a llorar lástimas y vergüenzas, sino a ponerlas pronto radical remedio, para lo que requerimos el concurso de todos los buenos ciudadanos. Para ello, y en virtud de la confianza y mandato que en mí han depositado, se constituirá en Madrid un Directorio inspector militar con carácter provisional, encargado de mantener el orden público y asegurar el funcionamiento normal de los ministerios y organismos oficiales, requiriendo al país para que en breve plazo nos ofrezca hombres rectos, sabios, laboriosos y probos, que puedan constituir ministerio a nuestro amparo, pero en plena dignidad y facultad para ofrecerlos al rey por si se digna aceptarlos.

No queremos ser ministros ni sentimos más ambición que la de servir a España. Somos el Somatén, de legendaria y honrosa tradición española, y, como él, traemos por lema: "Paz, paz y paz" ; pero paz digna, fuera, y paz fundada en el saludable rigor y en el justo castigo, dentro. Ni claudicaciones ni impunidades. Queremos un Sorriatén reserva y hermano del Ejército, para todo, incluso para la defensa de la independencia patria si corriera peligro; pero lo queremos más para organizar y encuadrar a los horribles de bien, y que su adhesión nos fortalezca. Horas sólo tardará en salir el decreto de organización del Gran Somatén Español.

Nos proponemos evitar derramamiento de sangre, y aunque lógicamente no habrá ninguna limpia, pura y patriótica que se nos ponga en contra, anunciamos que la fe en el ideal y el instinto de conservación de nuestro régimen nos llevará al mayor rigor contra los que lo combatan.

Queremos vivir en paz con todos los pueblos y merecer de ellos para el español, hoy, la consideración; mañana, la admiración por su cultura y virtudes. Ni somos imperialistas ni creernos pendiente de un terco empeño en Marruecos el honor del Ejército, que con su conducta valerosa a diario lo vindica. Para esto, y cuando aquel Ejército haya cumplido las órdenes recibidas (ajeno en absoluto a este movimiento, que aun siendo tan elevado y noble no debe turbar la augusta misión de los que están al frente del enemigo), buscaremos al problema de Marruecos solución pronta, digna y sensata.

El país no quiere oír hablar irás de responsabilidades, sino saberlas, exigirlas pronta y justamente, y esto lo encargaremos sin limitación de plazo a Tribunales de autoridad moral y desapasionado de cuanto ha envenenado hasta ahora la política o la ambición. La responsabilidad colectiva de los partidos políticos la sancionamos con este apartamiento total a que los condenamos, aun reconociendo en justicia que algunos de sus hombres dedicaron al noble afán de gobernar sus talentos y sus actividades, pero no supieron o no quisieron nunca purificar y dar dignidad al medio en que han vivido. Nosotros si queremos, porque creemos que es nuestro deber, y ante toda denuncia de prevaricación, cohecho o inmoralidad debidamente fundamentada, abriremos proceso que castigue implacablemente a los que delinquieren contra la Patria, corrompiéndola y deshonrándola. Garantizamos la más absoluta reserva para los denunciantes, aunque sea contra los de nuestra profesión y casta, aunque sea contra nosotros mismos, que hay acusaciones que honran. El proceso contra don Santiago Alba queda, desde luego, abierto, que a éste le denuncia la unánime voz del país, y queda también procesado el que siendo jefe del Gobierno y habiendo oído de personas solventes e investidas de autoridad, las más duras acusaciones contra su depravado y cínico ministro, y aun asintiendo a ellas ha sucumbido a su influencia y habilidad política sin carácter ni virtud para perseguirlo, ni siquiera para apartarlo del Gobierno.

Más detalles no los admite un manifiesto. Nuestra labor será bien pronto conocida, y el país y la Historia lo juzgarán, que nuestra conciencia está bien tranquila de la intención y del propósito (...).

ABC, 14 de septiembre de 1923.

La Vieja política (Miguel Primo de Rivera, 1925)

La vieja política

Y ahora quiero tratar de lo que antes se llamaba "la política". Yo no tengo para los hombres que en ella formaban un concepto personal adverso. Me honraba con muchas amistades entre ellos, y reconozco en muchos talento y buena fe. Me honré con su amistad, que no sé si me habrán retirado, hasta que irle consagré por entero a la gobernación del país, haciendo abstracción en absoluto de cuanto constituyó mi vida pasada. No tiene mérito, en realidad, este sacrificio. Mi mayor recompensa está en el cariño que recojo en toda la nación, y aseguro que mis compañeros de Directorio, tan callados y silenciosos, realizando un esfuerzo extraordinario, sin que trascienda al público, también comienzan a experimentar esta íntima satisfacción de que yo disfruto.

No condeno a las personas que figuraban en el antiguo régimen. Tuvieron nobles afanes; me consta que muchos trabajaron con el ideal puesto en los altos sentimientos patrióticos; pero también sé que hubo entre ellos muchos que hicieron compatibles sus profesiones con el gobierno del país y que las hicieron compatibles en donde era más necesaria la imparcialidad y la justicia.

Aquellas frases "este magistrado es de don Fulano y éste es de don Mengano" han pasado ya para no volver.

Y del parlamentarismo ¿qué hemos de decir? ¿Qué era ese parlamentarismo, en el que, después de unas elecciones con votos comprados, venían a las Cámaras infinitos grupos que se conglomeraban para gobernar y que vivían de la condescendencia de las oposiciones audaces? ¿Qué era ese Parlamento, donde esas oposiciones mandaban y donde se daba el caso de que hombres absolutamente incompatibles con ellas tuvieran un acta por el artículo 29? El 13 de septiembre pudimos contemplar el último resplandor del Parlamento, que Dios sabe cuándo volverá a alumbrarnos. Yo digo que solamente lo habrá cuando el pueblo lo pida y lo añore de verdad. Señalo el caso típico de ese parlamentarismo. Cuando se discutió la ley de tenencia de armas, su articulado se fue cercenando y modificando por momentos, hasta llegar casi a desarmar al Somatén. Es decir, que se consideraba pecaminoso que unos hombres dispuestos a servir a su Patria estuvieran armados, y, en cambio, se consideraba legítimo que quienes se hallaban fuera de la ley llevaran la pistola en el bolsillo del pantalón.

Esos hombres políticos, los encasillados, los indiferentes que les servían, aquellos que tienen comprometido hoy su bienestar -no lo tendrían si hubiera sido legítimo- dicen que este Gobierno nació de una indisciplina, cuando desde el año 17 hasta el 21 existieron las Juntas de Defensa, hoy totalmente desaparecidas, y las consultaban incluso para confeccionar las leyes.

No hay indisciplina en salvar a la Patria, y yo afirmo que vengo de mandar 125.000 hombres en Marruecos, y la mayor satisfacción de mi vida es la de saber que me respetan y que, además, me quieren. (Ovación.) La mayor saña de esos hombres se dirige a los que comprometieron una posición política y vinieron a colaborar con nosotros. Se les decía que el Directorio no duraría arriba de dos meses, y que cuando cayera serían perseguidos y aniquilados. Esos hombres pensaron solamente en el bien de la Patria, y su colaboración ha sido utilísima y agradecida por nosotros.

Merced a esos hombres que nos ayudan hemos dictado el Estatuto municipal, y en breve daremos el Estatuto provincial para que las Diputaciones tengan vida independiente y próspera.

Que nadie vea en mis palabras un llamamiento a los hombres del antiguo régimen. Mucho tiempo tuvieron abiertas las puertas y no quisieron pasar por ellas. La contumacia en la abstención les ha quitado todo el derecho a acompañarnos en los momentos del triunfo. Siempre dije que las personalidades aisladas, sí; los organismos viejos y gastados, no.

No hay agravio en que no me ocupe ni me preocupe de la política vieja. Bastante preocupación tengo en la política nueva, que es hoy la de toda España.

ABC, 25 de enero de 1925.

Manifiesto de Jaime III (París, 6 de marzo de 1925)

Manifiesto de Jaime III

(Paris, 6 de marzo de 1925)

Al pueblo español:

Mientras en España existió una aparente normalidad política, yo me limité en algunas ocasiones a dirigirme a mis partidarios, no ciertamente con el ánimo de exaltarles a una nueva guerra civil, que bien probado está como en todo momento prestamos el mayor apoyo a la defensa del orden, sino para marcarles ciertas orientaciones y defender mis derechos. Mas ahora, por primera vez en mi vida, me dirijo no sólo a mis leales, en quienes siempre tengo puestas mis esperanzas y cari~ ños, doblemente leales en estos momentos en que se han producido significativas defecciones, sino a todo el Pueblo español, creyendo cumplir un deber de conciencia y de patriotismo, salvando con ello la responsabilidad que yo pudiera contraer ante la historia, con un deliberado silencio en momentos tan críticos para España.

Desde sus comienzos he seguido con vivo interés los acontecimientos políticos que provocó el golpe de Estado de 1923. El Directorio militar se dio a sí mismo un plazo máximo de actuación, el preciso para encauzar la vida nacional, y yo aguardé con fundadas esperanzas que, cumplida esta misión transitoria, el país encontraría una fórmula de Gobierno permanente y salvadora. Expiró el plazo marcado y se hizo otro nuevo, y desde este momento, ya con menos fe en los designios de la Dictadura, comencé a analizar sus actos, y aún llegué a la fuente de su origen. Me convencí entonces de que un Gobierno que nacía con un pecado, el de desviar la conciencia nacional del proceso de responsabilidades de Marruecos, siquiera disimulase después este propósito enjuiciando al ex Alto Comisario, al que yo pienso que España debe gratitud y de cuyo proceso no he comprendido los resultados; un Gobierno que de un modo ligero cargaba todas las culpas de la vieja política sobre un hombre solo, de cuyas acusaciones aún esperamos las pruebas; un Gobierno que se entretenía en hacer más hondas las divisiones de orden político que había creado en los pueblos la arbitrariedad caciquil, y que mientras se empleaba su justicia en pequeñas minucias aldeanas y encarcelaba a modestos funcionarios, no tenía el valor de acometer el proceso de las fundamentales responsabilidades del viejo régimen, no podía tener ni la fuerza, ni la eficacia, ni ?el desinterés necesario para realizar un cambio de política útil para el país.

Así vimos que, al poco tiempo, los males todos del viejo régimen se agravaron, y que, por no remediarse, ni se remedió siquiera la política de nuestro Protectorado marroquí, no consiguiendo el Ejército las vindicaciones de honor a que tenía derecho, ni el pueblo las economías y la paz que le serán debidas, después de tantos años de estériles sacrificios.

Claro está que si el Directorio militar fracasaba en aquello que, por razones de oficio, debía estar mejor preparado, no era probable que acertase a resolver los problemas de orden político y social a los que, en buena doctrina, el Ejército no debe nunca acercarse si no es para servirle de seguridad y para mantener las garantías de pureza y eficacia.

Desde hace dieciocho meses, los que hemos seguido atenta y dolorosamente el desarrollo de los acontecimientos españoles, hemos visto que poco a poco la vida nacional iba quedando paralizada. Un problema nos interesaba especialmente, y en él fundábamos las mejores esperanzas en el nuevo Gobierno: el de las aspiraciones de orden regional, aspiraciones que yo siempre he defendido en su sentido más amplio por juzgarlas legítimas y porque en su solución creo que se halla la fórmula para constituir una fuerte nacionalidad. Tampoco este problema, a pesar de las terminantes promesas, fue resuelto, y aún podríamos decir que se ha agudizado en virtud de una lista de agravios y de medidas tan injustificadas como violentas para los sentimientos regionalistas españoles, y muy especialmente para los sentimientos de Cataluña. Pero junto a tales equivocaciones, he de señalar otros síntomas más graves. Aprovechándose de esta paralización de la máquina administrativa, una parte de las clases conservadoras del país, los hombres más obligados a moverse de un modo ejemplar, acometieron empresas de orden financiero en las que el Gobierno, con torpeza manifiesta y con daño para el Tesoro, entregaba importantes servicios públicos a la explotación privada, no guardando en los concursos, no ya los preceptos de la ley, si no ni siquiera las reglas más elementales del decoro. En su protección a tales empresas, que habían de crearse y funcionar sin que opinasen las Cortes y con toda la garantía de la Constitución en suspenso, el Gobierno llegó a defenderlas con la censura militar, para que las gentes no pudieran, por medio de la Prensa, conocer sus propósitos, discutir su utilidad; en una palabra, aquilatar en una crítica libre sus ventajas e inconvenientes.

En realidad, tales consecuencias no son sino derivaciones del régimen caído, y el tiempo ha demostrado que al derrumbarse éste, se derrumbó lo que era su expresión más íntima, la Constitución del Estado y la propia Monarquía, que, en vano, lucha por mantenerse sobre los estragos y las ruinas que ella misma, frívolamente, ha hecho más hondas e irremediables.

Convencido como estoy de que para la actual Monarquía española no hay salvación posible, y que es ya demasiado tarde para volver por su prestigio y para restablecer un régimen constitucional, que el mismo jefe del Estado ha abandonado, demostrando la escasa convicción que le mantuviera, yo no veo en estos momentos para España sino dos soluciones: una puramente hipotética, la instauración de una República democrática; para que esta solución tuviese realidad, seria necesaria una conciencia republicana en la mayoría de la opinión; una masa de hombres activos que secundasen el movimiento, y unos directores que le dieran forma y orientaciones políticas. Nada de esto, a mi juicio, existe. La otra solución no seria propiamente una solución, sino una disolución. El país tendría que perecer en la anarquía. Cualquiera de estos dos desenlaces llegaría de un modo inopinado y violento, sin que la voluntad nacional pudiera exteriorizar sus deseos, después de una libre meditación, y con cualquiera de ellos el pueblo español, que tiene ideales de paz, de trabajo y de justicia, sufriría, tras la dictadura militar, la consecuencia de otra dictadura, de seguro más violenta y peligrosa.

Estas consideraciones son principalmente las que me han impulsado a dirigirse al pueblo español, con el pensamiento más elevado de que soy capaz y el más puro sentimiento del deber, y haciendo en estos momentos críticos para la vida española una manifestación de existencia pública y una profesión de fe.

Creo que he dado pruebas repetidas de no haber tenido ambiciones de orden personal, ni de haberme movido por otros estímulos que los que me inspiraba mi amor a España. Si yo creyera que en el cumplimiento de los deberes pudiera caber sacrificio, yo diría que para mí el ser Rey de España constituiría el mayor sacrificio de mi vida; pero por esto mismo los impulsos de mi deber han de ser más fuertes e inflexibles, y mi deber me dicta en la hora presente que yo he de ofrecerme a mi país de un modo absoluto.

Si el pueblo español, en el momento de liquidarse el régimen caído, cree que yo puedo prestar un servicio a España preparando el paso a una situación política definitiva, yo, que he visto de cerca cómo se gobiernan los pueblos más fuertes y prósperos de Europa, ofrezco, con la ayuda de Dios, cumplir de un modo íntegro la voluntad de los españoles, que podría manifestarse en la forma más conveniente para la garantía de su verdad y eficacia, garantías que serían dentro de la tradición española. Pienso que en el momento de la definitiva liquidación del régimen puede ser mi concurso una solución de paz, que de tiempo a la reflexión serena sobre las nuevas normas políticas que han de regir al pueblo español en lo porvenir.

Y dirigiéndome al pueblo, claro es que me dirijo también al Ejército, pueblo también, y al que consagré también quizás los entusiasmos mayores de mi vida. Al Ejército español, cuyas virtudes militares admiro, le invito a una meditación sobre su responsabilidad en la consecuencia que la actual política puede tener para España. No conviene que el día que todo caiga en un inevitable desprestigio, el Ejército español perezca también en la caída, sin haber facilitado al país una solución salvadora. Yo, que serví en el Ejército de Rusia, en el que existían oficiales valientes, entusiastas y bien preparados, y soldados sufridos, fuertes y disciplinados, como los españoles, sé algo de lo que significa el derrumbamiento de una institución que debe ser suprema garantía de las libertades públicas y de las leyes. Medite, pues, el Ejército español el peligro inminente a que está expuesto.

Y con el Ejército, mediten las clases directoras del país, de las que no excluyo a aquellos elementos políticos que, aun habiendo actuado en el viejo régimen, mostraron en muchas ocasiones inteligencia y patriotismo. En suma, todos los hombres deseosos de encontrar la solución más favorable al interés nacional, piensen serenamente si algún día este ofrecimiento mío puede ser útil para España. Con esta declaración pública y con este llamamiento a todas las fuerzas del país, creo cumplir el deber más elevado de mi vida, respondiendo a las tradiciones que me están confiadas y también ajustando mi conducta al futuro juicio de la Historia.

JAIME

Fuente; Archivo Borbón Parma. Castillo de Bostz (Francia).

Comunicado de Primo de Rivera al país (ABC, 5 de septiembre de 1925)

Comunicado de Primo de Rivera al país

Asamblea suprema nacional.

Fracasado el sistema parlamentario en su forma actual, comprobada últimamente su ineficacia en los dos países más afines al nuestro, y donde tiene mayor arraigo, habiéndose de buscar en uno las soluciones a un problema económico social fuera del Parlamento, cuyo acuerdo, que debía ser soberano, encuentra resistencias a ser obedecido, y habiéndose en el otro impuesto la necesidad de un Gobierno completamente heterogéneo, en que el significado político parlamentario de sus componentes ha de borrarse para que pueda llegarse a la solución del problema económico más agudo que país alguno conoció; nadie que no estuviera loco pensaría en restablecerlo en España, donde su sueño de tres años no ha entorpecido ninguna resolución de carácter internacional ni económico; por el contrario, las ha facilitado con el enmudecimiento de las voces audaces, egoístas o enredadoras, que eran su desafinada música.

Pero, sin embargo, no es prudente carecer de una Suprema Asamblea nacional temporal, pero permanente en su función, en que estén representados con debida ponderación todas las clases e intereses, incluso las que no significan más que la ciudadanía y el consumo, para someter a su estudio e informe, y en determinados casos a su iniciativa y aprobación, resoluciones de Gobierno y para que ante la eventualidad de la caída de éste, el Rey tenga en las figuras de más relieve de la Asamblea, en los hombres que representen en ella núcleos de opinión, elementos de consulta que le permitan pulsarla y orientarse en la designación de nuevos gobernantes. Anuncia el Gobierno el firme propósito de convocarla, anticipando a su debido tiempo su constitución, modo de elegirla y funciones que han de encomendársele.

No sería sincero el Gobierno si dejara de consignar el propósito de hacer por todos los medios que a la futura Asamblea vengan valores positivos, hombres independientes, a los que se les garantizará la mayor inmunidad en el ejercicio de su mandato; pero que no serán posibles las habilidades ni maniobras, ni las obstrucciones y pérdidas de tiempo, ni nada de cuanto fue lamentable característica del régimen pasado. A esta primera Asamblea ha de encomendársele labor muy profunda en lo político y en lo económico, sin que preocupaciones basadas en el cargo de ilegalidad de origen, que no tardarán en hacerse, coarten en nada los propósitos del Gobierno ni los ánimos y atribuciones de la Asamblea, para, conjuntamente, hacer una España nueva, tirando por la borda todo el fárrago y bagaje de una legislación a cuyo amparo se han podido cometer las mayores enormidades y han vivido todas las irresponsabilidades, entronizando una tiranía legal más falaz y cruel que ninguna de las que registra la Historia.

Concepción de un Estado de nueva estructura.

El Gobierno y la Unión Patriótica tienen la concepción de un Estado de nueva estructura, fuerte, real, práctica, democrática, libre de enrevesadas filosofías y humillantes imitaciones y quieren someterla al conocimiento y aprobación de una gran Asamblea que sea representación genuina del país, para con su colaboración dar comienzo a la obra revolucionaria que demanda la salud de España, el marchar del tiempo y el desgaste de todo lo actual.

En verdadera quiebra los sistemas políticos; por nadie desconocidos, discutidos, ni menos atropellados los derechos fundamentales e individuales, ninguno puede sobreponerse al de defensa del Estado, para conseguir lo cual cada nación seguirá sus inclinaciones y atenderá a sus necesidades en la elección del sistema con que ha de reorganizarse y gobernarse.

El momento es de eso: de reorganización y gobierno o de ludibrio y muerte. Y España, de personalidad tan robusta y bien acusada, ni quiere, ni debe, ni puede morir mientras en sus ciudadanos viva el alma de la raza.

Así, la "dictadura", al desprenderse, sin imposición de nadie, sino por visión patriótica del momento político, de parte de sus poderes, continúa su evolución hacia una normalidad, que no ha de ser, precisamente, el pasado, sino la que como más perfecta se ofrezca al país, sin que de antemano se prejuzgue ni se anule la ley constitucional, eje y espíritu de la vida pública, mientras legalmente no sea modificada.

ABC, 5 de septiembre de 1926.

Delenda es Monarchia (José Ortega y Gasset, El Sol, 15 de noviembre de 1930)

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José Ortega y Gasset

Delenda est Monarchia

El error Berenguer

No, no es una errata. Es probable que en los libros futuros de historia de España se encuentre un capítulo con el mismo título que este artículo. El buen lector, que es el cauteloso y alerta, habrá advertido que en esa expresión el señor Berenguer no es el sujeto del error, sino el objeto. No se dice que el error sea de Berenguer, sino más bien lo contrario —que Berenguer es del error, que Berenguer es un error—. Son otros, pues, quienes lo han cometido y cometen; otros toda una porción de España, aunque, a mi juicio, no muy grande. Por ello trasciende ese error los límites de la equivocación individual y quedará inscrito en la historia de nuestro país.

Estos párrafos pretenden dibujar, con los menos aspavientos posibles, en qué consiste desliz tan importante, tan histórico.

Para esto necesitamos proceder magnánimamente, acomodando el aparato ocular a lo esencial y cuantioso, retrayendo la vista de toda cuestión personal y de detalle. Por eso, yo voy a suponer aquí que ni el presidente del gobierno ni ninguno de sus ministros han cometido error alguno en su actuación concreta y particular. Después de todo, no está esto muy lejos de la pura verdad. Esos hombres no habrán hecho ninguna cosa positiva de grueso calibre; pero es justo reconocer que han ejecutado pocas indiscreciones. Algunos de ellos han hecho más. El señor Tormo, por ejemplo, ha conseguido lo que parecía imposible: que a estas fechas la situación estudiantil no se haya convertido en un conflicto grave. Es mucho menos fácil de lo que la gente puede suponer que exista, rebus sic stantibus, y dentro del régimen actual, otra persona, sea cual fuere, que hubiera podido lograr tan inverosímil cosa. Las llamadas «derechas» no se lo agradecen porque la especie humana es demasiado estúpida para agradecer que alguien le evite una enfermedad. Es preciso que la enfermedad llegue, que el ciudadano se retuerza de dolor y de angustia: entonces siente «generosamente» exquisita gratitud hacia quien le quita le enfermedad que le ha martirizado. Pero así, en seco, sin martirio previo, el hombre, sobre todo el feliz hombre de la «derecha», es profundamente ingrato.

Es probable también que la labor del señor Wais para retener la ruina de la moneda merezca un especial aplauso. Pero, sin que yo lo ponga en duda, no estoy tan seguro como de lo anterior, porque entiendo muy poco de materias económicas, y eso poquísimo que entiendo me hace disentir de la opinión general, que concede tanta importancia al problema de nuestro cambio. Creo que, por desgracia, no es la moneda lo que constituye el problema verdaderamente grave, catastrófico y sustancial de la economía española —nótese bien, de la española—. Pero, repito, estoy dispuesto a suponer lo contrario y que el Sr. Wals ha sido el Cid de la peseta. Tanto mejor para España, y tanto mejor para lo que voy a decir, pues cuantos menos errores haya cometido este Gobierno, tanto mejor se verá el error que es.

Un Gobierno es, ante todo, la política que viene a presentar. En nuestro caso se trata de una política sencillísima. Es un monomio. Se reduce a un tema. Cien veces lo ha repetido el señor Berenguer. La política de este Gobierno consiste en cumplir la resolución adoptada por la Corona de volver a la normalidad por los medios normales. Aunque la cosa es clara como «¡buenos días!», conviene que el lector se fije. El fin de la política es la normalidad. Sus medios son... los normales.

Yo no recuerdo haber oído hablar nunca de una política más sencilla que ésta. Esta vez, el Poder público, el Régimen, se ha hartado de ser sencillo.

Bien. Pero ¿a qué hechos, a qué situación de la vida pública responde el Régimen con una política tan simple y unicelular? ¡Ah!, eso todos lo sabemos. La situación histórica a que tal política responde era también muy sencilla. Era ésta: España, una nación de sobre veinte millones de habitantes, que venía ya de antiguo arrastrando una existencia política bastante poco normal, ha sufrido durante siete años un régimen de absoluta anormalidad en el Poder público, el cual ha usado medios de tal modo anormales, que nadie, así, de pronto, podrá recordar haber sido usados nunca ni dentro ni fuera de España, ni en este ni en cualquier otro siglo. Lo cual anda muy lejos de ser una frase. Desde mi rincón sigo estupefacto ante el hecho de que todavía ningún sabedor de historia jurídica se haya ocupado en hacer notar a los españoles minuciosamente y con pruebas exuberantes esta estricta verdad: que no es imposible, pero sí sumamente difícil, hablando en serio y con todo rigor, encontrar un régimen de Poder público como el que ha sido de hecho nuestra Dictadura en todo al ámbito de la historia, incluyendo los pueblos salvajes. Sólo el que tiene una idea completamente errónea de lo que son los pueblos salvajes puede ignorar que la situación de derecho público en que hemos vivido es más salvaje todavía, y no sólo es anormal con respecto a España y al siglo XX, sino que posee el rango de una insólita anormalidad en la historia humana. Hay quien cree poder controvertir esto sin más que hacer constar el hecho de que la Dictadura no ha matado; pero eso, precisamente eso —creer que el derecho se reduce a no asesinar—, es una idea del derecho inferior a la que han solido tener los pueblos salvajes.

La Dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente. Colmo de todo ello es que no se ha contentado con mandar a pleno y frenético arbitrio, «sino que aún le ha sobrado holgura de Poder para insultar líricamente a personas y cosas colectivas e individuales. No hay punto de la vida española en que la Dictadura no haya puesto su innoble mano de sayón. Esa mano ha hecho saltar las puertas de las cajas de los Bancos, y esa misma mano, de paso, se ha entretenido en escribir todo género de opiniones estultísimas, hasta sobre la literatura que los poetas españoles. Claro que esto último no es de importancia sustantiva, entre otras cosas porque a los poetas los traían sin cuidado las opiniones literarias de los dictadores y sus criados; pero lo cito precisamente como un colmo para que conste y recuerde y simbolice la abracadabrante y sin par situación por que hemos pasado. Yo ahora no pretendo agitar la opinión, sino, al contrario, definir y razonar, que es mi primario deber y oficio. Por eso eludo recordar aquí, con sus espeluznantes pelos y señales, los actos más graves de la Dictadura. Quiero, muy deliberadamente, evitar lo patético. Aspiro hoy a persuadir y no a conmover. Pero he tenido que evocar con un mínimum de evidencia lo que la Dictadura fue. Hoy parece un cuento. Yo necesitaba recordar que no es un cuento, sino que fue un hecho.

Y que a ese hecho responde el Régimen con el Gobierno Berenguer, cuya política significa: volvamos tranquilamente a la normalidad por los medios más normales, hagamos «como si» aquí no hubiese pasado nada radicalmente nuevo, sustancialmente anormal.

Eso, eso es todo lo que el Régimen puede ofrecer, en este momento tan difícil para Europa entera, a los veinte millones de hombres ya maltraídos de antiguo, después de haberlos vejado, pisoteado, envilecido y esquilmado durante siete años. Y, no obstante, pretende, impávido, seguir al frente de los destinos históricos de esos españoles y de esta España.

Pero no es eso lo peor. Lo peor son los motivos por los que cree poderse contentar con ofrecer tan insolente ficción.

El Estado tradicional, es decir, la Monarquía, se ha ido formando un surtido de ideas sobre el modo de ser de los españoles. Piensa, por ejemplo, que moralmente pertenecen a la familia de los óvidos, que en política son gente mansurrona y lanar, que lo aguantan y lo sufren todo sin rechistar, que no tienen sentido de los deberes civiles, que son informales, que a las cuestiones de derecho y, en general, públicas, presentan una epidermis córnea. Como mi única misión en esta vida es decir lo que creo verdad, —y, por supuesto, desdecirme tan pronto como alguien me demuestre que padecía equivocación—, no puedo ocultar que esas ideas sociológicas sobre el español tenidas por su Estado son, en dosis considerable, ciertas. Bien está, pues, que la Monarquía piense eso, que lo sepa y cuente con ello; pero es intolerable que se prevalga de ello. Cuanta mayor verdad sean, razón de más para que la Monarquía, responsable ante el Altísimo de nuestros últimos destinos históricos, se hubiese extenuado, hora por hora, en corregir tales defectos, excitando la vitalidad política persiguiendo cuanto fomentase su modorra moral y su propensión lanuda. No obstante, ha hecho todo lo contrario. Desde Sagunto, la Monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho.

He aquí los motivos por los cuales el Régimen ha creído posible también en esta ocasión superlativa responder, no más que decretando esta ficción: Aquí no ha pasado nada. Esta ficción es el Gobierno Berenguer.

Pero esta vez se ha equivocado. Se trataba de dar largas. Se contaba con que pocos meses de gobierno emoliente bastarían para hacer olvidar a la amnesia celtíbera de los siete años de Dictadura. Por otra parte, del anuncio de elecciones se esperaba mucho. Entre las ideas sociológicas, nada equivocadas, que sobre España posee el Régimen actual, está esa de que los españoles se compran con actas. Por eso ha usado siempre los comicios —función suprema y como sacramental de la convivencia civil— con instintos simonianos. Desde que mi generación asiste a la vida pública no ha visto en el Estado otro comportamiento que esa especulación sobre los vicios nacionales. Ese comportamiento se llama en latín y en buen castellano: indecencia, indecoro. El Estado en vez de ser inexorable educador de nuestra raza desmoralizada, no ha hecho más que arrellanarse en la indecencia nacional.

Pero esta vez se ha equivocado. Este es el error Berenguer. Al cabo de diez meses, la opinión pública está menos resuelta que nunca a olvidar la «gran viltà» que fue la Dictadura. El Régimen sigue solitario, acordonado como leproso en lazareto. No hay un hombre hábil que quiera acercarse a él; actas, carteras, promesas —las cuentas de vidrio perpetuas—, no han servido esta vez de nada. Al contrario: esta última ficción colma el vaso. La reacción indignada de España empieza ahora, precisamente ahora, y no hace diez meses. España se toma siempre tiempo, el suyo.

Y no vale oponer a lo dicho que el advenimiento de la Dictadura fue inevitable y, en consecuencia, irresponsable. No discutamos ahora las causas de la Dictadura. Ya hablaremos de ellas otro día, porque, en verdad, está aún hoy el asunto aproximadamente intacto. Para el razonamiento presentado antes la cuestión es indiferente. Supongamos un instante que el advenimiento de la dictadura fue inevitable. Pero esto, ni que decir tiene, no vela lo más mínimo el hecho de que sus actos después de advenir fueron una creciente y monumental injuria, un crimen de lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada. Por tanto, si el Régimen la aceptó obligado, razón de más para que al terminar se hubiese dicho: Hemos padecido una incalculable desdicha. La normalidad que constituía la unión civil de los españoles se ha roto. La continuidad de la historia legal se ha quebrado. No existe el Estado español. ¡Españoles: reconstruid vuestro Estado!

Pero no ha hecho esto, que era lo congruente con la desastrosa situación, sino todo lo contrario. Quiere una vez más salir del paso, como si los veinte millones de españoles estuviésemos ahí para que él saliese del paso. Busca a alguien que se encargue de la ficción, que realice la política del «aquí no ha pasado nada». Encuentra sólo un general amnistiado.

Este es el error Berenguer de que la historia hablará.

Y como es irremediablemente un error, somos nosotros, y no el Régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestro conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!

Delenda est Monarchia.- José Ortega y Gasset.

El Sol, 15 de noviembre de 1930

Programa electoral del PCE (Madrid, 1931)

Programa electoral del PCE. Madrid, 1931

II. El problema de las nacionalidades

El imperialismo español en su tendencia centralista ha oprimido y oprime todavía una serie de nacionalidades que poseen su historia, su idioma y sus costumbres propias, imponiéndoles el idioma y las instituciones españolas y persiguiendo los movimientos nacionalistas. Éste es el caso de Cataluña, Vasconia y Galicia.

El Partido Comunista lucha por el derecho de estas nacionalidades oprimidas a disponer de sí mismas hasta la separación del Estado español. El Partido Comunista combate la política de la burguesía autonomista que utiliza el nacionalismo como un chantaje para obtener del gobierno español privilegios especiales en favor de su industria y su comercio. También combate la explotación del movimiento nacionalista por los curas y la Iglesia que la utilizan con el fin de mantener la ignorancia y el fanatismo en favor del régimen absolutista.

El Partido Comunista llama a los obreros y campesinos de Cataluña, Vascoma y Galicia para que se unan con los obreros de las demás regiones de España en la lucha común contra el imperialismo. Frente al Estado español, bajo su forma monárquico?feudal, o de república burguesa, el Partido Comunista se pronuncia por la independencia de las nacionalidades oprimidas y su separación del Estado. Pero una vez implantada la República Obrera y Campesina el Partido Comunista preconiza la unión de las masas obreras y campesinas de Cataluña, Vasconia y Galicia con las de España para constituir la Unión Federativa Ibérica de las Repúblicas Obreras y Campesinas de Cataluña, Vasconia, Galicia, España y Portugal. [ ... ]

A la vez que persiguiendo este fin, el Partido Comunista invita a las nacionalidades oprimidas a luchar por el reconocimiento y el empleo oficial de su idioma en las escuelas, actos oficiales, tribunales, ejército y en toda su vida pública y contra la persecución del movimiento nacionalista.

Fuente: Programa del Partido Comunista de España frente a las próximas elecciones, Madrid, 1931

{La pureza del español en el cine sonoro (Revista de las Españas, enero-febrero de 1931)}

La pureza del español en el «cine» sonoro

En San Francisco, California, por 16 cónsules iberoamericanos, acreditados en aquella ciudad, han suscrito un acta que se relaciona con el empleo del idioma, en toda su pureza, en el cinematógrafo sonoro de lengua española.

Firman el acta en cuestión los cónsules de la Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Panamá, Perú, Uruguay y Venezuela, y el texto del interesante documento –que viene a consagrar, el acuerdo ya tomado prácticamente y hace tiempo por las Empresas norteamericanas más importantes– dice así:

«En San Francisco de California, a 6 de diciembre de 1930, los suscritos, convocados por D. Sebastián de Romero, [99] cónsul de España en esta ciudad, y reunidos en su domicilio con el fin de tratar de ciertos puntos relacionados con el idioma español, que debe usarse en el «cine» parlante y que han suscitado largas controversias entre españoles e hispanoamericanos, después de una amistosa discusión, hemos llegado a las siguientes conclusiones, previa lectura de una moción presentada a nuestra consideración por el citado Sr. Romero.

1. El idioma español presenta una unidad completa en todas las naciones que lo hablan, salvo las pequeñas diferencias dialécticas que son peculiares a las distintas regiones de las mismas. El idioma español que hablan las gentes cultas de la América hispana es tan gramaticalmente correcto y castizo como el que hablan en España esa misma clase de personas.

2. Consignamos como una bella aspiración la de que todos los países que hablan nuestro idioma acomodasen su pronunciación a la normal española. Siendo el «cine» parlante uno de los mejores medios para obtener esta uniformidad del lenguaje hablado, sería de desear que los actores que en las cintas sonoras tomen parte, acomodasen su pronunciación a la más pura y castiza.

3. Existen en los países hispanoamericanos, como existen en las diversas provincias de España, acentos y modalidades peculiares a cada región, que no pueden admitirse en las cintas habladas, a menos que se trate de caracterizar personajes de esos mismos países o regiones.

4. Hemos leído algunos artículos de Prensa que se han publicado recientemente sobre este asunto en la ciudad de Los Ángeles, en los cuales se ha injuriado a España injustamente, con manifiesto olvido de nuestro amor hacia ella, de nuestra elevada cultura y de la fuerza viva que el idioma español representa como vínculo de unión entre dicha nación y nuestros países. Aprovechamos esta oportunidad para expresar en estas conclusiones la impresión desagradable y penosa que han dejado en nuestros ánimos los aludidos apasionados escritos, y manifestamos la gran admiración, cariño y respeto que nos inspira nuestra gloriosa Madre a cuya raza nos enorgullecemos de pertenecer.

Antes de poner nuestras firmas a las anteriores conclusiones, rogamos atentamente al Sr. Romero se sirva hacer llegar nuestro más respetuoso saludo a Su Majestad el Rey de España, al jefe del Gobierno español y al señor embajador de Su Majestad Católica en Washington.

«El Sol», de Madrid, al dar noticia del acta que nosotros transcribimos íntegra, dice:

«Es muy plausible el acuerdo que comentamos, y se impone la necesidad de que nuestros representantes diplomáticos extiendan la acción iniciada para lograr que las películas habladas en español estén controladas eficazmente por personas de reconocida solvencia intelectual. No creemos difícil conseguir que se prohiban «films» parlantes que carezcan de estas condiciones elementales, y, en todo caso, las Empresas hispanoamericanas deben rechazarlos hasta conseguir una modificación total en este aspecto de la producción cinematográfica.»

Revista de las Españas, Madrid, enero-febrero de 1931 Año VI, número 53-54, páginas 98-99

Manifiesto (Marañón, Pérez de Ayala y Ortega y Gasset, El Sol, 10 de febrero de 1931)

Un manifiesto dirigido a intelectuales y firmado por tres escritores de gran prestigio. Marañón, Pérez de Ayala y Ortega y Gasset crean la Agrupación al Servicio de la República

«Cuando la historia de un pueblo fluye dentro de su normalidad cotidiana, parece lícito que cada cual viva atento sólo a su oficio y entregado a su vocación. Pero cuando llegan tiempos de crisis profunda, en que, rota o caduca toda normalidad, van a decidirse los nuevos destinos nacionales, es obligatorio para todos salir de su profesión y ponerse sin reservas al servicio de la necesidad pública. Es tan notorio, tan evidente, hallarse hoy España en una situación extrema de esta índole, que estorbaría encarecerlo con procedimientos de inoportuna grandilocuencia. En los meses, casi diríamos en las semanas, que sobrevienen, tienen los españoles que tomar sobre sí, quieran o no, la responsabilidad de una de esas grandes decisiones colectivas en que los pueblos crean irrevocablemente su propio futuro. Esta convicción nos impulsa a dirigirnos hoy a nuestros conciudadanos, especialmente a los que se dedican a profesiones afines con las nuestras. No hemos sido nunca hombres políticos, pero nos hemos presentado en las filas de la contienda pública siempre que el tamaño del peligro lo hacía inexcusable. Ahora son superlativas la urgencia y la gravedad de la circunstancia. Esto, y no pretensión alguna de entender mejor que cualesquiera otros españoles los asuntos nacionales, nos mueve a iniciar con máxima actividad una amplia campaña política. Debieran ser personas mejor dotadas que nosotros para empresas de esta índole quienes iniciasen y dirigiesen la labor. Pero hemos esperado en vano su llamamiento, y como el caso no permite demora ni evasiva, nos vemos forzados a hacerlo nosotros, muy a sabiendas de nuestras limitaciones.

»El Estado español tradicional llega ahora al grado postrero de su descomposición. No procede ésta de que encontrase frente a sí la hostilidad de fuerzas poderosas, sino que sucumbe corrompido por sus propios vicios sustantivos. La Monarquía de Sagunto no ha sabido convertirse en una institución nacionalizada, es decir, en un sistema de Poder público que se supeditase a las exigencias profundas de la nación y viviese solidarizado con ellas, sino que ha sido una asociación de grupos particulares, que vivió parasitariamente sobre el organismo español, usando del Poder público para la defensa de los intereses parciales que representaba. Nunca se ha sacrificado aceptando con generosidad las necesidades vitales de nuestro pueblo, sino que, por el contrario, ha impedido siempre su marcha natural por las rutas históricas, fomentando sus defectos inveterados y desalentando toda buena inspiración. De aquí que día por día se haya ido quedando sola la Monarquía y concluyese por mostrar a la intemperie su verdadero carácter, que no es el de un Estado nacional, sino el de un Poder público convertido fraudulentamente en parcialidad y en facción.

»Nosotros creemos que ese viejo Estado tiene que ser sustituido por otro auténticamente nacional. Esta palabra «nacional» no es vana; antes bien, designa una manera de entender la vida pública, que lo acontecido en el mundo durante los últimos años de nuevo corrobora. Ensayos como el fascismo y el bolchevismo marcan la vía por donde los pueblos van a parar en callejones sin salida: por eso apenas nacidos padecen ya la falta de claras perspectivas. Se quiso en ambos olvidar que, hoy más que nunca, un pueblo es una gigantesca empresa histórica, la cual sólo puede llevarse a cabo o sostenerse mediante la entusiasta y libre colaboración de todos los ciudadanos unidos bajo una disciplina, más de espontáneo fervor que de rigor impuesto. La tarea enorme e inaplazable de remozamiento técnico, económico, social e intelectual que España tiene ante sí no se puede acometer si no se logra que cada español dé su máximo rendimiento vital. Pero esto no es posible si no se instaura un Estado que, por la amplitud de su base jurídica y administrativa, permita a todos los ciudadanos solidarizarse con él y participar en su alta gestión. Por eso creemos que la Monarquía de Sagunto ha de ser sustituida por una República que despierte en todos los españoles, a un tiempo, dinamismo y disciplina, llamándolos a la soberana empresa de resucitar la historia de España, renovando la vida peninsular en todas sus dimensiones, atrayendo todas las capacidades, imponiendo un orden de limpia y enérgica ley, dando a la Justicia plena transparencia, exigiendo mucho a cada ciudadano, trabajo, destreza, eficacia, formalidad y la resolución de levantar nuestro país hasta la plena altitud de los tiempos.

»Pero es ilusorio imaginar que la Monarquía va a ceder galantemente el paso a un sistema de Poder público tan opuesto a sus malos usos, a sus privilegios y egoísmos. Sólo se rendirá ante una formidable presión de la opinión pública. Es, pues, urgentísimo organizar esa presión, haciendo que sobre el capricho monárquico pese con suma energía la voluntad republicana de nuestro pueblo. Esta es la labor ingente que el momento reclama. Nosotros nos ponemos a su servicio. No se trata de formar un partido político. No es razón de partir, sino de unificar. Nos proponemos suscitar una amplísima agrupación al servicio de la República, cuyos esfuerzos tenderán a lo siguiente:

»1.: Movilizar a todos los españoles de oficio intelectual para que formen un copioso contingente de propagandistas y defensores de la República española. Llamaremos a todo el profesorado y Magisterio, a los escritores y artistas, a los médicos, a los ingenieros, arquitectos y técnicos de toda clase, a los abogados, notarios y demás hombres de ley. Muy especialmente necesitamos la colaboración de la juventud. Tratándose de decidir el futuro de España, es imprescindible la presencia activa y sincera de una generación en cuya sangre fermenta sustancia del porvenir. De corazón ampliaríamos a los sacerdotes y religiosos este llamamiento, que, a fuer de nacional, preferiría no excluir a nadie, pero nos cohibe la presunción de que nuestras personas carecen de influjo suficiente sobre esas respetables clases sociales.

Como la agrupación al servicio de la República no va a modelarse un partido, sino a hacer una leva general de fuerzas que combatan a la Monarquía, no es inconveniente para alistarse en ella hallarse adscrito a los partidos o grupos que afirman la República, con los cuales procuraremos mantener contacto permanente.

»2.: Con este organismo de avanzada bien disciplinado y extendido sobre toda España actuaremos apasionadamente sobre el resto del cuerpo nacional, exaltando la grande promesa histórica que es la República española y preparando su triunfo en unas elecciones constituyentes ejecutadas con las máximas garantías de pulcritud civil.

»3.: Pero, al mismo tiempo, nuestra Agrupación irá organizando, desde la capital hasta la aldea y el caserío, la nueva vida pública de España en todos sus haces, a fin de lograr la sólida instauración y el ejemplar funcionamiento del nuevo Estado republicano.

Importa mucho que España cuente pronto con un Estado eficazmente constituido, que sea como una buena máquina en punto, porque, bajo las inquietudes políticas de estos años, late algo todavía más hondo y decisivo: el despertar de nuestro pueblo a una existencia más enérgica, su renaciente afán de hacerse respetar e intervenir en la historia del mundo. Se oye con frecuencia, más allá de nuestras fronteras, proclamar como el nuevo hecho de grandes proporciones que apunta en el horizonte y modificará el porvenir, el germinante resurgir ibérico a ambos lados del Atlántico. Nos alienta tan magnífico agüero, pero su realización supone que las almas españolas queden liberadas de la domesticidad y el envilecimiento en que las ha mantenido la Monarquía. Incapaz de altas empresas y de construir un orden que, a la vez, impere y dignifique. La República será el símbolo de que los españoles se han resuelto por fin a tomar briosamente un sus manos propias su propio e intransferible destino.

Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala y José Ortega y Gasset».

Programa parlamentario del PSOE (Madrid, 11 de julio de 1931)

Programa parlamentario del PSOE. Madrid, 11 de julio de 1931

Octava. El Partido Socialista por su carácter internacional y orgánico apoyará toda reivindicación autonomista encaminada a lograr el reconocimiento de la personalidad regional; mas a fin de no favorecer movimientos equívocos, debe pedir garantías de la vitalidad de los mismos, y a este objetivo exigir la previa consulta al pueblo antes de asentir al Estatuto autonómico de una personalidad regional.

Fuente: M. Artola, Partidos y programas políticos, cit., tomo II: 450-451.

LA 2ª REPÚBLICA

"El sindicato nacional" (José Ariztimuño «Aitzol», El Día, 19 de julio de 1931)

El sindicato nacionalista

La iniciación de la campaña social de EL DIA, ha sido un estimulante intensísimo. La opinión guipuzcoana hambreaba el que, con sinceridad y valentía, se acometiera el estudio del problema social, tal como se halla planteado en el País Vasco. Prueba elocuente, las cartas, comunicados y trabajos que, de diversas partes, nos llegan y las visitas, tanto de personas prestigiosas como de obreros honradísimos y conscientes, que al prestarnos su aliento nos ofrecen, sin reservas, su colaboración. Conste nuestra gratitud para todos ellos.

Manifestábamos que la primera y más soberana lección de las últimas elecciones era la innegable preponderancia del izquierdismo en las zonas industriales. En ellas el sano trabajador vasco sufre, en un tiempo reducido, una transformación hondísima tanto en el sentimiento y práctica de su fe religiosa, como en la concepción y psicología de su propio problema racial vasco.

El medio ambiente social lo arrastra hacia la indiferencia religiosa y le anula el sentimiento vasquista. La misión humanitaria del proletariado pretende suplantar la fe; el internacionalismo fraternal de la clase trabajadora debe aniquilar los prejuicios de raza y nacionalidad.

Estos dos ideales los persigue tanto el comunismo como el socialismo, aunque con tácticas diversas. No es el comunismo, hoy por hoy, el peligro inminente que amenaza destruir el edificio social vasco. El comunismo, iluminado por un misticismo revolucionario, predica la libertad de todas las clases sociales, de toda raza oprimida, de todo pueblo sojuzgado para, sobre ellos, levantar un internacionalismo federativo. El comunismo, envuelto en su frenético anhelo revolucionario, persigue con ingenua insistencia la libertad. No es que nosotros veamos en él ni un amigo ni un colaborador, sino que tratamos de situarlo en su posición precisa. Contra él debemos luchar, sin descanso.

El socialismo más ondulante y suave en su actuación, ha conseguido internarse, recientemente en Guipúzcoa. Ha recogido en los pliegues de su organización a la casi totalidad de los obreros extraños al país, y a una minoría, no despreciable, del proletariado vasco. No tenemos datos exactos de los afiliados a la UGT que, para nosotros, es el mismo socialismo, encubierto y simulado. Hoy, precisamente, se reúnen en Donostia los representantes de las Casas del Pueblo de Guipúzcoa, para hacer el recuento definitivo de sus huestes. Es ésta una importante reunión que no puede pasar desapercibida para nadie.

El socialismo, en Euskalerría, es eminentemente antivasco. Nos consta positivamente, aunque sus dirigentes lo oculten discretamente, para no alejar de sus filas a los vascos, que en su programa de acción figura el ir gradualmente destruyendo las características raciales de euzkadi. El socialismo que por su mismo postulado de internacionalidad debía respetar las características y propiedades étnicas y todas las razas, sin pretender destruir aquéllas, ni suplantarlas por las de otros pueblos, aquí, se convierte en arma de exotismo y desvasquización.

El socialismo pretende ser sinónimo de universalismo, de internacionalismo. Obtenida la igualdad de todas las clases sociales, éstas deben hermanarse tan íntima y estrechamente, que bajo el imperio del socialismo desaparecerían para siempre, eternamente, las fronteras de los Estados y los límites de las nacionalidades.

Este ideal concibió y esa finalidad persiguió con empeño infatigable, la Segunda Internacional Socialista: «Probar a los proletarios, así como a los adversarios de su organización, que el internacionalismo no era ninguna utopía y que eso constituía el objetivo fundamental de la Conferencia», escribe Angélica Balabanof, en su libro «Días de lucha». A través de las páginas de esa obra, muchas de ellas de una emotividad intensa, se comprueban los trabajos ímprobos del socialismo europeo para arrancar del corazón del obrero la idea de la patria y suplantarla con el de la internacionalidad proletaria.

Ya, en el ambiente europeo, faltaba la inminencia de la Gran Guerra. El socialismo que, constantemente predicara su credo universal pacifista, se sintió resquebrajarse ante la voz del nacionalismo que resonaba allí en el seno de los corazones proletarios.

Para cuando, por última vez, se reunía la Segunda Internacional en Bruselas, los días 27 y 28 de julio, y a el partido socialista de Alemania había acordado sumarse, con entusiasmo, a la declaración de guerra proclamada por el Imperio. El mismo organismo internacional, corazón y alma del socialismo, «cesó de existir -escribe con amargura Angélica Balabanof- en el mismo instante en que se pronunció por la guerra burguesa, abandonando la idea fundamental de la lucha de clases, sobre la que se edifica toda la comunión socialista internacional». El mismo Plenchanoff, jefe y pontífice máximo del socialismo europeo, desde su risueño albergue suizo, se declaró partidario de la Gran Guerra.

De este hecho trascendental de la historia social contemporánea, fluye una consecuencia irrebatible. La dificultad máxima que, a su paso, halla el socialismo y la que le hiciera a éste fracasar ruidosamente en la primera ocasión ante los ojos del mundo, fue la consciencia racial, el sentimiento nacional de las masas proletarias que, con bélico ardor, se sintieron impulsadas a defender el suelo y los intereses patrios.

Luego, para combatir el socialismo, el arma más poderosa es despertar la conciencia nacional del obrero, es fomentar el sentimiento racial de las clases proletarias. Claro está que al sentar esta proposición, hablamos en el terreno puramente humano. La fe católica es, y será siempre, la que redima al obrero, y, sobre el Evangelio, se asentará únicamente la verdadera paz social.

Esto nos lleva, como de la mano, a manifestar que para contrarrestar y aún vencer, plenamente, la marcha del socialismo en Euskalerría, se impone el iniciar, fomentar y propagar, rápidamente, una gran organización obrera que, aparte de su confesionalidad, sea netamente vasca, con características profundamente raciales y basada sobre el fundamento de nuestra nacionalidad euskaldun.

Mas, por fortuna, nada debemos inventar. Existe ese magnífico organismo confesional y euskaldun: Solidaridad de obreros vascos. El es el único valladar que puede contener el avance del socialismo: es el único que puede vencerlo y desbaratarlo en Euzkadi. Contra el internacionalismo utópico del socialismo, una organización, neta y totalmente vasca.

José Ariztimuño «Aitzol», El Día, 19 de julio de 1931

"Sobre España como nación" (Ramón Menéndez Pidal, El Sol, 27 de agosto de 1931)

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Ramón Menéndez Pidal (1869-1968)

Sobre España como nación

Con motivo de la presentación a la Cámara del proyecto de Estatuto de Cataluña y de los votos particulares formulados por algunos diputados catalanes al proyecto de Constitución, y sobre todo al título de la misma, un redactor de EL SOL se ha acercado al insigne don Ramón Menéndez Pidal para conocer su pensamiento sobre el arduo problema y desde la elevada cima de su autoridad nos contesta el señor Menéndez Pidal de la siguiente manera:

El voto particular Xiráu-Alomar suprime en el comienzo de la Constitución la frase «nación española»; supresión lastimosa. Todo lo que el voto particular reconoce a España es mirándola como un estado, no como una nación.

Puede muy bien Cataluña afirmarse como una nación; pero sería abjurar de todo un pasado si renegase de estar incluida como tal nación, por tradición perenne, en otra más grande, la nación española, antes de venir a considerarse incluida en otra más amplia aún, la europea, de que ahora se habla con insistencia.

Leemos en los alegatos pro Estatuto comparaciones de Cataluña con Polonia, con Finlandia, con no sé qué otros países. Dentro de esta España la gran nación más homogénea en tipos raciales y lingüísticos, la más democrática, se quieren fabricar extremosos nacionalismos de imitación a los irreducibles nacionalismo incluidos en los imperios más heterogéneos y autocráticos. No es sino que esta España más homogénea es también más torpe para la asociación que ningún país. ¡La tragedia de nuestra homogeneidad! Una de las características que más unifican nuestro carácter es precisamente la que nos arrastra a nuestra desunión. Que no haya «nación española»; se quiere que España retroceda y se abandone al fenómeno racial de disgregación que se consumó en nuestra América.

Verdad que esa imitación de nacionalismo irreductible sigue una corriente muy general. La ruina de los imperios heterogéneos dio necesaria libertad a multitud de naciones antes cohibidas y ejemplo a una nación de pequeños grupos nacionales, en que Europa parece disolverse ahora que empieza a perder la dirección del mundo. Y se da el caso de que cuando la vida moderna se universaliza más los pequeños pueblos afirman o exageran más su personalidad. ¿Es que se quiere intentar la universalidad a través del máximo particularismo? Torcido camino me parece. ¿Es que la sentimentalidad local predomina, a la vez que la razón directriz se debilita y herido el pastor se descarrían los sentimientos? Lo único cierto es que cuando la fragmentación no se impone sino bastante artificialmente, nada favorece. Para cualquier contingencia del presente, para cualquier federación mundial que surgirá mañana, los pueblos que opten con una gran masa de voluntad unificada y densa serán los que harán oír la voz de sus intereses.

Y las afirmaciones de personalidad regional en esta homogénea y democrática España brotan y engruesan ahora por todas partes, como hongos, tras la lluvia republicana. Cada ciudad podría alegar sus características individuales; cada aldea, el hecho diferencial que engríe a Coterujo de Abajo contra Coterujo de Arriba.

Junto al entusiasmo en su afirmación personal, tan legítimo, las regiones o naciones periféricas jamás afirman la España que las abarca.

¿Cuántas veces ahora en Madrid se habló con leal comprensión, execrando los propios desaciertos para las regiones, estimando con efusiva simpatía todas las excelencias de las mismas? En cambio, no he leído ahora en ningún escritor de la España periférica un solo reconocimiento de cualquier título histórico de la España nuclear, por ejemplo, de cómo tuvo ésta visión más clara para los grandes hechos colectivos, gracias a la cual fue hegemónica por justicia histórica y no por arbitrario acaso, o bien de cómo las mayores elevaciones en la curva cultural de España se produjeron sobre esta meseta central desde la Edad Media, sin que en esa curva haya habido depresiones prolongadas, esas vacaciones seculares que se han tomado todas las culturas periféricas hermanas.

Lejos de ningún reconocimiento así, se quiere borrar la idea de nación española, dejar sólo el Estado español, y no producen negaciones hasta de las cosas que tienen evidencia de peso y medida. La gran difusión del castellano como título en que se sustenta el bilingüismo regional la desestiman diciendo: La difusión del inglés es mayor, y a ella debiéramos entonces acogernos. Esta respuesta, varias veces escrita al Occidente y al Oriente, indica bien el rencor viejo que perturba los ánimos.

Y a esto llegamos porque España abandonó del todo sus afirmaciones (tan vacuas patrioterías habían llegado a ser). Pero es preciso ya, sin no hemos de aniquilarnos en la disgregación, que sin perder nuestro buen espíritu de autocrítica, sin olvidar jamás la simpatía por lo mucho admirable de las regiones, se formulen categóricamente las afirmaciones más conscientes y sólidas de la España una, y mejor que formularlas, realizarlas y vivirlas en actos eficaces que consoliden la amortiguada fraternidad.

Veo en la «Deutsche Allgemeine Zeitung», en la descripción de un mitin, pro Estatuto, consignado un hecho de cuyo semejante todos tenemos noticia: «El lenguaje español, al revés de lo que antes sucedía, no se oye; aun a los alemanes que no conocen sino el español, no se les quiere hablar más que en catalán». Hermanos catalanes: no sois nada justos con la España de que formáis parte favorecida, si no sentís que, así como en otros países cuyo idioma es de corto alcance usan por necesidad, como supletorio, el inglés o el alemán, vosotros debéis conservar con plena simpatía el español que tenéis en la entraña por convivencia eterna. Las afirmaciones españolas, el sentimiento de la España una, han de venir a hacer que no pueda escamotearse el multisecular fenómeno de la compenetración de todas las culturas peninsulares, de la fusión de esas lenguas periféricas desde sus primeros balbuceos con la lengua central: los rasgos lingüísticos del catalán y los del aragonéscastellano se interpenetran, entrelazan y escalonan sobre el suelo de las provincias de Lérida y Huesca exactamente igual que las del gallego con el leonés en las provincias de Lugo y León; y así, no se puede marcar el límite del catalán con el español en una línea tajante como la que separa dos lenguas heterogéneas, el galés o el irlandés con el inglés, por ejemplo, sino en una ancha zona de bordes imprecisos, como la que separa el asturiano del leonés, es decir, que el catalán y el español tienen escrita sobre el suelo de España la historia de su infancia fraternal. Además, el catalán limita en Francia con el languedociano por una línea casi tajante, como entre dos lenguas heterogéneas, ¡y, sin embargo, muchos catalanes gustan dar por resuelto que su catalán es una lengua de «oc», no una lengua hispánica, sin reparar siquiera que su partícula afirmativa no es «oc» ni «oui», como en Francia, sino «sí», como en España! Invidencia para con el idioma de su nación,

Del bel paese là dove il si suona.

Que no se escamotee más el carácter apolítico de la penetración del idioma central en las regiones: los poetas catalanes empiezan a escribir en español bastante antes de la unión política con Castilla, por la cual suspiraban ya cuando ofrecían a Enrique IV el trono de Aragón. Que no pueda dejarse a un lado el hecho de que Galicia nunca fue sino una parte del reino de León; que Vizcaya nunca fue sino parte del reino de Asturias o de Castilla, salvo poco tiempo intermedio que fue Navarra: que Cataluña, ni bajo este nombre existía siquiera antes del siglo en que se unió a Aragón. ¡No ha vivido un momento sola en la Historia! Que no pueda hablarse más en serio en Irlanda y de Polonia, las regiones o subnaciones hispánicas no hallarán semejanza aproximada sino en las de Francia (aunque aquí más complejas: bretones, vascos, provenzales, catalanes, picardos...), y ya sabemos cómo en Francia han resuelto este problema.

El voto particular Xiráu-Alomar, después de borrada la «nación española», pide para las regiones la enseñanza y hasta la concesión de títulos en catalán valederos para toda España. ¿Qué espíritu reina bajo esta petición?

En mi última visita a Barcelona pude lamentar el hecho de que a los niños catalanes se diese toda la enseñanza en castellano, con daño para su formación y con ofensa para el espíritu regional, e hice en Madrid gestiones a fin de que la escuela fuese para esos niños catalana en párvulos y bilingüe en primaria, según había convenido con mi querido y admirado acompañante allá el Sr. Nicoláu d’Olwer. Se publicó después por el Gobierno de la República el decreto disponiendo que en las escuelas de Cataluña «la enseñanza se dará en la lengua materna catalana o castellana». Pero ahora recibo quejas de que en Barcelona, de donde hay tantísimos niños no catalanes, pensó la Comisión de la Cultura, con buen acuerdo, consultar a los padres de los niños mayores de seis años, en los centros donde ya se empieza a aplicar el nuevo decreto, si quieren enseñanza castellana; pero se cumple tan mal este propósito, que mi comunicante refiere que de cinco familias no catalanas que él conoce, sólo una fue consultada... ¡pero no atendida! Otro me dice que un grupo de niñas pidió en una escuela no se les enseñase en catalán, que no entendían, y tampoco se les hizo caso. Y en cuanto a los niños menores de seis años, esos «son considerados todos de la lengua catalana», aunque pertenezcan a familias aragonesas, murcianas, alicantinas, y no comprendan una palabra de catalán.

Así resulta que la injusticia para con los niños catalanes que lamenté, al visitar hace poco más de un año las escuelas de Barcelona, ahora, al recibir estas quejas, la he de lamentar por los niños castellanos, que experimentan daño más grave. Ya el niño catalán enseñado en castellano vivía libremente dentro de su medio catalán mientras al niño castellano se le aprisiona en un medio que no es el suyo. El asimilismo castellano, tan censurado antes por los catalanes y por los que no lo éramos se convierte rápidamente en asimilismo catalán antes que Cataluña tenga su autonomía. Averigüen estos hechos los que tienen el deber, averigüen con el más firme deseo de acierto, y no para cumplir formulariamente.

Digo esto sin la menor acritud, no más que repetir que la psicología vieja del desamor y de la incomprensión perdura y que el idioma se sigue empleando como un arma y no como un instrumento. Era para mí un deber dar al público las quejas recibidas; quizá hagan reflexionar a la Comisión de Cultura barcelonesa (en ella veo la garantía de amigos ilustres, llenos de doctrina y de rectitud), y a esa Comisión las someto en primer lugar. Publico además esas quejas como ocasión para apoyar la doctrina constitucional de que la enseñanza no puede ser triturada en regiones autónomas, dada nuestra inveterada torpeza de asociación.

El robustecer la conciencia hispana mediante la enseñanza es un deber del Estado absolutamente indeclinable entre nosotros, dada esa cortedad de visión para la anchura del horizonte nacional propia de las regiones. Misión intransferible; que no va menos en ello que la consolidación o el desmoronamiento de la «nación española», que se tambalea para convertirse en simple «Estado».

Mientras no se resuelva equitativamente el problema de la personalidad de las regiones no habrá paz espiritual en España. Pero es que tampoco habrá otra paz que la del sepulcro, la de la disgregación cadavérica, mientras que no se resuelva en justicia el mayor problema de la personalidad de España, esta magna realidad que debemos afirmar cada día.

La República tiene que tratar la enseñanza infinitamente mejor que lo hizo la Monarquía. Tiene que poner todos sus entusiasmos y esfuerzos en el Ministerio de Instrucción Pública, sustrayendo la parte técnica del mismo al genio inventivo de cada ministro y entregándola a un organismo eficiente, donde disfrutasen amplia intervención las regiones para garantía de sus aspiraciones culturales en aquella actividad que el Estado tiene el deber de realizar dentro de ellas. El lema de la República no debiera de ser sino «Cultura», ilustración de las grandes posibilidades vitales. Todos los demás grandes problemas que nos apremian se encarrilarían mejor una vez enfocado el de la reconstrucción de nuestra cultura integral, necesidad primaria de la España nueva.

Pues bien: yo admiro en la moderna España catalana su amor a la cultura, más vivo que en Castilla. Ese amor se ha hecho allá algo difuso y popular al calor de la lucha pasada; en Castilla, no; y ya sabemos que en España, hasta que una cosa no se hace popular no se realiza. Reconozco en cambio para esta España nuclear un mayor poder de atracción asimiladora de los talentos más privilegiados de las regiones, por apartadas que sean, lo cual la hacen indisputable sede del moderno movimiento intelectual y artístico, por el que nuestra nación quiere tomar puesto en el mundo. ¿No podrían sumarse estas dos fuerzas? ¿No podrían los catalanes dirigentes preocuparse de algo más que de su cultura íntima y aplicar el entusiasmo de que están rodeados a impulsar la de España toda? ¿No encerrarse en sus centros culturales y no echar por dentro el cerrojo idiomático para que allí no entre nadie? ¿No podrían sentirse fuertes para no ser egoístas? La tarea es espléndida. La masa tiene ya su magnífica levadura, y está esperando quien la hiña y caldee el horno para sacar el alimento de que todos los pueblos españoles están hambrientos.

Ramón Menéndez Pidal, El Sol, 27 de agosto de 1931

Sobre la nación española: respuesta a Rovira Vigili (Ramón Menéndez Pidal, El Sol, 6 de septiembre de 1931)

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Ramón Menéndez Pidal (1869-1968)

Sobre la nación española: respuesta a Rovira Vigili

Mi último artículo en EL SOL nos ha proporcionado dos encuentros con distinguidos catalanes.

Uno de ellos amistoso y muy satisfactorio: la visita de D. Joaquín Xiráu y de D. Manuel Ainaud, con quienes no sólo es fácil entenderse, sino muy grato y útil, dada su altura de miras, su deseo de equidad y acierto en lo presente y en lo por venir.

El otro, verdadero encuentro bélico, con el Sr. Rovira y Virgili, quien en La Publicitat hace extremosos ademanes bajo el título de Las confusiones del Sr. Menéndez Pidal. Todo su escrito rebosa el infantil descomedimiento (que desde luego perdono y no retribuirá) de quien no le cabe en la cabeza que las cosas catalanas puedan ser atendidas bien más que por los catalanes. Yo, como creo que para entenderlas no todo consiste en ser catalán, me voy a permitir responder. Estoy además obligado a ello (más por una sola vez), en consideración a los merecimientos del Sr. Rovira y Virgili.

Mis errores se dividen en tres clases. «Dejemos a un lado -dice el articulista- las confusiones relativas a la enseñanza de los niños en Barcelona, porque ya han sido rectificadas públicamente». El Sr. Rovira y Virgili obra con poca prudencia al expresarse así. Y no digo más porque quiero ser prudente.

Enseguida mi contradictor me achaca confusiones en el terreno filológico, y me censura que clasifique al catalán entre las lenguas que afirman con la partícula «sí» como el castellano, pues los catalanes usaron también «oc». Respondo: la geografía lingüística hace sus agrupaciones por el uso habitual de un vocablo, sin atender al uso arcaico o excepcional de otro vocablo concurrente. Si en vez de hacer la geografía de la partícula afirmativa hiciésemos la de la voz latina «canis», Castilla figuraría con la palabra «perro», por más que nuestra antigua literatura no emplee esa voz, sino «can». Por esto, en cualquier atlas lingüístico, Cataluña es país de afirmación «sí». Además, compadece mi censor lo poco afortunado que ando, al llamar al francés lengua de «oui», y me recuerda caritativamente que los franceses también usan en algún caso el «sí». ¡Pero si yo no ando aquí afortunado ni desafortunado! El culpable es Dante, quien al aceptar la denominación tradicional del francés como lengua de «oui», poseía el recto sentido de la geografía lingüística, no haciendo caso del «sí» francés que, como victorioso trofeo enarbola mi impugnador, al par del «oc» catalán. En un artículo periodístico no puede uno entrar en distingos científicos; pero al hablar del «sí» catalán, pensaba yo (sin tener opinión formada): este «sí» puede ser una afirmación primitivamente catalana, cohibida en la lengua escrita por el «oc» provenzal, como «perro» era voz cohibida en Castilla por el literario «can», o puede ser una antiquísima penetración del español central, muy anterior a la unión política con Castilla. Por eso pasé a escribir inmediatamente sobre el carácter apolítico de la penetración.

Tercer error: éste va expuesto con alguna cautela. Pregunta el articulista: «¿Es seguramente cierto que la frontera lingüística catalanocastellana es una ancha zona imprecisa? Filólogos catalanes creen que esa frontera es una simple línea tajante, etc.». Sobre esto he escrito científicamente, y no he de reproducir aquí mi estudio. No le quepa duda al Sr. Rovira y Virgili: la frontera es una ancha zona que suelda indisolublemente las provincias de Lérida y de Huesca, y en la cual la filología descubre la íntima coespiritualidad de los españoles del centro y los de la periferia al crear el producto cultural del idioma.

Continúa el Sr. Rovira y Virgili: Si en el terreno filológico de su especialidad incurre Menéndez Pidal en confusiones, ¿qué será fuera de él?, y copia este párrafo mío: «Que no se escamotee más el carácter apolítico de la penetración del idioma central en las regiones: los poetas catalanes empezaron a escribir en español bastante antes de la unión política con Castilla, por la cual suspiraban ya cuando ofrecían a Enrique IV el trono de Aragón». Mi duro contradictor rasga aquí sus vestiduras y exclama: «¡Qué amontonamiento de inexactitud y confusiones!»...

Cuarto error: «antes de la unión con Castilla -dice el Sr. Rovira y Virgili- sólo hay casos excepcionales de poetas catalanes que escriban en castellano». Esto es divagar fuera del terreno, pues yo no afirmo que los castellanizantes fuesen mayoría.

Quinta objeción: «lo que no hay que escamotear, añade mi censor, es que ya, antes de la unión, actuó sobre Cataluña la influencia política -y tan política- de la dinastía castellana, iniciada en 1412». Yo, ¿qué he de querer escamotear el hecho alegado? Lejos de eso quiero añadir que también antes del 1412 hubo influencias políticas a montones y culturales también. En lo que no estoy conforme es en la manera de razonar. El poetizar los catalanes en español, sin ninguna presión gubernativa, en actos oficiales, y sólo atraídos por el prestigio del idioma, es un hecho de carácter cultural, ocurra eso antes o después de una influencia política o de la unión con Castilla. Por lo cual, repito: no se trate de tergiversar más el carácter apolítico de tal fenómeno.

Sexta confusión: El ofrecimiento del trono a Enrique IV, dice el Sr. Rovira Virgili, no fue debido a suspirar los catalanes por la unión con Castilla, sino a que Enrique era gran enemigo del Rey Juan. Yo realmente no estaba obligado a probar a mi pertinaz contradictor que los catalanes diesen suspiros, sino sólo a afirmar que apetecían con la mayor insistencia el entregarse a Castilla. Pero da la casualidad que daban suspiros, Sr. Rovira y Virgili; pues Diego Enríquez del Castillo, que escuchó los discursos de los embajadores catalanes en Atienza, en Segovia y en Almazán, nos atestigua, que iban mezclados con lágrimas y humildes lamentos, para mover el ánimo del rey castellano.

Séptima objeción: Dice: «No ofrecían los catalanes a Enrique el trono de Aragón, pues los del Principado de Cataluña se había separado del resto del reino y obraban sólo por cuenta propia». Tampoco acierta esta vez mi docto impugnador. Zurita, aunque quiere afear y achicar todo lo posible la rebelión del Principado catalán, dice que el objetivo de los rebeldes era «deponer y privar el Rey Juan, que tiranizaba», y anular la elección de Caspe, no por odio a aquella grandiosa sentencia jurídica, sino para perfeccionarla, buscando en Enrique IV un mejor heredero de la extinguida dinastía catalana; y Enríquez del Castillo repita tres y más veces que los embajadores entregaban al castellano el Principado de Cataluña, a condición indispensable de que se titulase «Rey de Aragón», pues a la casa de Castilla, «según derecho divino y humano, pertenecía el reino de Aragón y señorío de Cataluña». Preciosa afirmación del aplauso catalán al compromiso de Caspe.

Octavo error: «Un defecto de redacción hace decir a Menéndez Pidal que los que ofrecieron el trono a Enrique IV fueron los poetas catalanes». Reconozco que en efecto hay errata de un interlineado mal hecho. Al fin, el Sr. Rovira y Virgili ha encontrado una verdadera inexactitud.

No entretendría yo al lector con estos dimes y diretes si los vivos ataques del Sr. Rovira y Virgili no fueran enseñanza y meditación. Tocan al nervio de nuestra nueva estructura nacional.

¿Qué he podido decir yo en mi anterior artículo molesto a un catalán para que así arremeta contra mí? Pues simplemente decía que Cataluña no vivió un momento sola, sino siempre unida a las regiones centrales, a Aragón, a Castilla, no sólo política, sino culturalmente. Esto es lo que molesta; con una pertinencia tan ciega como hemos visto, se trata de negar todo lazo espiritual; ésta es, en su fachosa desnudez, la verdad de las cosas. Y ahora, ¿no ven ustedes que estoy cargado de razón cuando digo que el desamor perdura y que si su signo prevalece no es posible estructurar una España sino peor que la pasada, en que ese desamor se engendró?

Si esa psicología rencorosa fuese general, si el ensimismado exclusivismo del genial Prat de la Riba fuera a seguir de moda mucho tiempo, no habría sido inclinarse y decir tristemente adiós cuanto antes a esos hermanos que reniegan la fraternidad. Pero todos tenemos experiencias en contra y podemos afirmar que esos sentimientos, aunque dominantes entre los luchadores del régimen antiguo, no son generales, ni parecen ser los de las generaciones nuevas.

Pero si por transigir de momento con el viejo desamor, por una componenda para salir del paso, tomasen las hojas de la nueva Constitución cualquier pliegue funesto, ¡qué grave deformidad vendría en el cuerpo de España! La que siempre fue una nación, se convertiría en una simple Estado; compartimentos estancos, nacioncillas aisladas, cultivadoras del hecho diferencial, empeñadas en negar obcecadamente, como vemos, los lazo ideales, para quedarse sólo con los lazos materiales que convengan. Peor que un Imperio austrohúngaro.

No nos hagamos ilusiones. Si bajo esta psicología del resentimiento el Estado Español no tiene respecto de la región una prenda de unión espiritual en la enseñanza, la generación del desamor acabará por raer, con pertinaz trabajo de zapa, todo sentimiento de unidad espiritual; la fuerza moral de la nación, la única fuerza de los pueblos, será arruinada y la disgregación del nuevo Imperio austrohúngaro será rápida.

Pero, dentro del terreno de la cultura, no toda la culpa es de los que en la periferia roen, como carcoma, la unidad espiritual, sino de los que en el centro debieran cuidar de afirmarla. ¡Qué pobre es la literatura en este campo! Nos hacía falta, por ejemplo, un penetrante estudio sobre el concepto nacional de España, partiendo de San Isidoro o, para pedir poco y lo más importante, limitándose a la época en que, con la invasión árabe, la Península dejó de ser un Estado, hasta que volvió a serlo en el siglo XV, bajo el imperio de grandiosas ideas nacionales.

En esa Edad Media bastaría estudiar el maravilloso siglo XIII sus literatos, sobre todo sus cronistas que, desarrollando viejísimas ideas, expresan a España como unidad operante, realizadora de una misión histórica, común a todos sus reinos.

En una región propugna esta idea el obispo de Tuy; en otra, aquel gran navarro, el arzobispo Jiménez de Rada, el hombre que más inspiradamente sintió a España y más doctamente enseñó a comprenderla como un conjunto nacional; después, Alfonso el Sabio, que, al planear la Crónica General fundiendo en su relato las hazañas de León y Castilla con las de Navarra y de Aragón, dice que escribe «del fecho de España», el «fecho» en singular, el hecho unitario de una nación que, por su mal, se fraccionó en Estados varios: «et del daño que vino a ella por partir los regnes».

En ese mismo siglo XIII, la crónica de D. Jaime el Conquistador. Abrimos el libro. El rey aragonés decide ir en ayuda del rey castellano contra una inquietante rebelión de los moros de Murcia; pero los nobles catalanes y aragoneses le niegan su concurso con desabridas respuestas, continuamente reiteradas; tenían rencor de agravios pasados y no pensaban más que en afirmar sus privativos fueros, su Estatuto. Pero al fin los catalanes renuncian a su fuero y se avienen a conceder la ayuda pedida para que D. Jaime, «pueda servir a Dios y auxiliar al Rey de Castilla». No en vano habían nacido en la región que D. Jaime tenía por «la plus honrada terra d’Espanya». Y las razones supremas que el Rey proponía (después de agotadas las de carácter práctico, ineficaces) para que los irreductibles dejasen a un lado el Estatuto en que obstinadamente se parapetaban eran tres razones de orden ideal primera, por servir a Dios; segunda por salvar a España; tercera, porque él y ellos ganasen el prez y el honor de salvarlas: «que Nos e vos haiam tan bon preu e tan gran honor que per Nos e vos sia salvada Espanya». Es decir, los propone el lema «Dios, España y Prez».

Al recordar esta nítida precisión con que el Rey Conquistador percibe, en lo material y en lo ideal, todos los motivos de solidaridad hacia una patria más ancha que su particular patria, y que su reino propio, al ver cómo inculca esos motivos a sus vasallos, no sabemos abandonar las elevadas naves del alcázar historial para salir a la calle. ¡Despierta, Rey Don Jaime; habla otra vez de España a los que no piensan sino en su propio Estatuto! ¡Yergue otra vez tu frente cubierta con ese yelmo de grandes alas avezadas a los vuelos aguileños!

A los muchos catalanes que, como D. Jaime, sienten su nación catalana intimada en la española, a las generaciones nuevas que pueden leer sin torvo desamor las épicas crónicas de su tierra, me dirijo con fervorosa esperanza. ¡Salud!

Ramón Menéndez Pidal, El Sol, 6 de septiembre de 1931.

"Las lenguas hispánicas y la oficialidad del castellano" ( Miguel de Unamuno, Diario de Sesiones, 18 de septiembre de 1931)

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Unamuno leyendo una obra de teatro

Sobre las lenguas hispánicas y a propósito de la oficialidad del castellano

El Sr. Unamuno: Señores diputados, el texto del proyecto de Constitución hecho por la Comisión dice: «El castellano es el idioma oficial de la República, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconocen a las diferentes provincias o regiones.»

Yo debo confesar que no me di cuenta de qué perjuicio podía haber en que fuera el castellano el idioma oficial de la República (acaso esto es traducción del alemán), e hice una primitiva enmienda, que no era exactamente la que después, al acomodarme al juicio de otros, he firmado. En mi primitiva enmienda decía: «El castellano es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tendrá el derecho y el deber de conocerlo, sin que se le pueda imponer ni prohibir el uso de ningún otro.» Pero por una porción de razones vinimos a convenir en la redacción que últimamente se dió a la enmienda, y que es ésta: «El español es el idioma oficial de la República. Todo ciudadano español tiene el deber de saberlo y el derecho de hablarlo. En cada región se podrá declarar cooficial la Lengua de la mayoría de sus habitantes. A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional.»

Entre estas dos cosas puede haber en la práctica alguna contradicción. Yo confieso que no veo muy claro lo de la cooficialidad, pero hay que transigir. Cooficialidad es tan complejo como cosoberanía; hay «cos» de éstos que son muy peligrosos. Pero al decir «A nadie se podrá imponer, sin embargo, el uso de ninguna Lengua regional», se modifica el texto oficial, porque eso quiere decir que ninguna región podrá imponer, no a los de otras regiones, sino a los mismos de ella, el uso de aquella misma Lengua. Mejor dicho, que si se encuentra un paisano mío, un gallego o un catalán que no quiera que se le imponga el uso de su propia Lengua, tiene derecho a que no se les imponga. (Un señor diputado: ¿Y a los notarios?) Dejémonos de eso. Tiene derecho a que no se le imponga. Claro que hay una cosa de convivencia -esto es natural- y de conveniencia; pero esto es distinto; una cosa de imposición. Pero como a ello hemos de ir, vamos a pasar adelante. Estamos indudablemente en el corazón de la unidad nacional y es lo que en el fondo más mueve los sentimientos: hasta aquellos a quienes se les acusa de no querer más que vender o mercar sus productos -yo digo que no es verdad-, en un momento estarían dispuestos hasta a arruinarse por defender su espíritu. No hay que achicar las cosas. No quiero decir en nombre de quién hablo; podría parecer una petulancia si dijera que hablo en nombre de España. Sé que se toca aquí en lo más sensible, a veces en la carne viva del espíritu; pero yo creo que hay que herir sentimientos y resentimientos para despenar sentido, porque toca en lo vivo. Se ha creído que hay regiones más vivas que otras y esto no suele ser verdad. Las que se dice que están dormidas, están tan despiertas como las otras; sueñan de otra manera y tienen su viveza en otro sitio. (Muy bien.)

Aquí se ha dicho otra cosa. Se está hablando siempre de nuestras diferencias interiores. Eso es cosa de gente que, o no viaja, o no se entera de lo que ve. En el aspecto lingüístico, cualquier nación de Europa, Francia, Italia, tienen muchas más diferencias que España; porque en Italia no sólo hay una multitud de dialectos de origen románico, sino que se habla alemán en el Alto Adigio, esloveno en el Friul, albanés en ciertos pueblos del Adriático, griego en algunas islas. Y en Francia pasa lo mismo. Además de los dialectos de las Lenguas latinas, tienen el bretón y el vasco. La Lengua, después de todo, es poesía, y así no os extrañe si alguna vez caigo aquí, en medio de ciertas anécdotas, en algo de lirismo. Pero si un código pueden hacerlo sólo juristas, que suelen ser, por lo común, doctores de la letra muerta, creo que para hacer una Constitución, que es algo más que un código, hace falta el concurso de los líricos, que somos los de la palabra viva. (Muy bien.)

Y ahora me vais a permitir, los que no los entienden, que alguna vez yo traiga aquí acentos de las Lenguas de la Península. Primero tengo que ir a mi tierra vasca, a la que constantemente acudo. Allí no hay este problema tan vivo, porque hoy el vascuence en el país vasconavarro no es la Lengua de la mayoría, seguramente que no llegan a una cuarta parte los que lo hablan y los que lo han aprendido de mayores, acaso una estadística demostrara que no es su Lengua verdadera, su Lengua materna; tan no es su verdadera Lengua materna, que aquel ingenuo, aquel hombre abnegado llegó a decir en un momento: «Si un maqueto está ahogándose y te pide ayuda, contéstale: «Eztakit erderaz.» «no sé castellano.»» Y él apenas sabía otra cosa, porque su Lengua materna, lo que aprendió de su madre, era el castellano.

Yo vuelvo constantemente a mi nativa tierra. Cuando era un joven aprendí aquello de «Egialde guztietan toki onak badira bañan biyotzak diyo: zoaz Euskalerrira.» «En todas partes hay buenos lugares, pero el corazón dice: vete al país vasco.» Y hace cosa de treinta años, allí, en mi nativa tierra, pronuncié un discurso que produjo una gran conmoción, un discurso en el que les dije a mis paisanos que el vascuence estaba agonizando, que no nos quedaba más que recogerlo y enterrarlo con piedad filial, embalsamado en ciencia. Provocó aquello una gran conmoción, una mala alegría fuera de mi tierra, porque no es lo mismo hablar en la mesa a los hermanos que hablar a los otros: creyeron que puse en aquello un sentido que no puse. Hoy continúa eso, sigue esa agonía; es cosa triste, pero el hecho es un hecho, y así como me parecería una verdadera impiedad el que se pretendiera despenar a alguien que está muriendo, a la madre moribunda, me parece tan impío inocularle drogas para alargarle una vida ficticia, porque drogas son los trabajos que hoy se realizan para hacer una Lengua culta y una Lengua que, en el sentido que se da ordinariamente a esta palabra, no puede llegar a serlo.

El vascuence, hay que decirlo, como unidad no existe, es un conglomerado de dialectos en que no se entienden a las veces los unos con los otros. Mis cuatro abuelos eran, como mis padres, vascos; dos de ellos no podían entenderse entre sí en vascuence, porque eran de distintas regiones: uno de Vizcaya y el otro de Guipúzcoa. ¿Y en qué viene a parar el vascuence? En una cosa, naturalmente, tocada por completo de castellano, en aquel canto que todos los vascos no hemos oído nunca sin emoción, en el Guernica Arbola, cuando dice que tiene que extender su fruto por el mundo, claro que no en vascuence. «Eman ta zabalzazu munduan frutua adoratzen raitugu, arbola santua» «Da y extiende tu fruto por el mundo mientras te adoramos, árbol santo.» Santo, sin duda; santo para todos los vascos y más santo para mí, que a su pie tomé a la madre de mis hijos. Pero así no puede ser, y recuerdo que cantando esta agonía un poeta vasco, en un último adiós a la madre Euskera, invocaba el mar, y decía: «Lurtu, ichasoa.» «Conviértete en tierra, mar»; pero el mar sigue siendo mar.

Y ¿qué ha ocurrido? Ha ocurrido que por querer hacer una Lengua artificial, como la que ahora están queriendo fabricar los irlandeses; por querer hacer una Lengua artificial, se ha hecho una especie de «volapuk» perfectamente incomprensible. Porque el vascuence no tiene palabras genéricas, ni abstractas, y todos los nombres espirituales son de origen latino, ya que los latinos fueron los que nos civilizaron y los que nos cristianaron también. (Un señor diputado de la minoría vasconavarra: Y «gogua» ¿es latino?) Ahí voy yo. Tan es latino, que cuando han querido introducir la palabra «espíritu», que se dice «izpiritué», han introducido ese gogo, una palabra que significa como en alemán «stimmung», o como en castellano «talante» es estado de ánimo, y al mismo tiempo igual que en catalán «talent», apetito. «Eztankat gogorik» es «no tengo ganas de comer, no tengo apetito». (Un señor diputado interrumpe, sin que se perciban sus palabras.- Varios señores diputados: ¡Callen, callen!)

Me alegro de eso, porque contaré más. Estaba yo en un pueblecito de mi tierra, donde un cura había sustituido -y esto es una cosa que no es cómica- el catecismo que todos habían aprendido, por uno de estos catecismos renovados, y resultaba que como toda aquella gente había aprendido a santiguarse diciendo: «Aitiaren eta semiaren eta izpirituaren izenian» (En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo), se les hacia decir: «Aitiaren eta semiaren eta Crogo dontsuaren izenian», que es: «En el nombre del Padre, del Hijo y del santo apetito.>(Risas.) No; la cosa no es cómica, la cosa es muy seria, porque la Iglesia, que se ha fundado para salvar las almas, tiene que explicar al pueblo en la Lengua que el pueblo habla, sea la que fuere, esté como esté; y así como hubiera sido un atropello pretender, como en un tiempo pretendió Romero Robledo, que se predicara en castellano en pueblos donde el castellano no se hablaba, es tan absurdo predicar en esas Lenguas.

Esto me recuerda algo que no olvido nunca y que pasó en América: que una Orden religiosa dió a los indios guaraníes un catecismo queriendo traducir al guaraní los conceptos más complicados de la Teología, y, naturalmente, fueron acusados por otra Orden de que les estaban enseñando herejías; y es que no se puede poner el catecismo en guaraní ni azteca sin que inmediatamente resulte una herejía. (Risas.)

Y después de todo, lo hondo, lo ínfimo de nuestro espíritu vasco, ¿en qué lo hemos vertido?

El hombre más grande que ha tenido nuestra raza ha sido Iñigo de Loyola y sus Ejercicios no se escribieron en vascuence. No hay un alto espíritu vasco, ni en España ni en Francia, que no se haya expresado o en castellano o en francés. El primero que empezó a escribir en vascuence fue un protestante, y luego los jesuitas. Es muy natural que nos halague mucho tener unos señores alemanes que andan por ahí buscando conejillos de Indias para sus estudios etnográficos y nos declaren el primer pueblo del mundo. Aquí se ha dicho eso de los vascos.

En una ocasión contaba Michelet que discutía un vasco con un montmorency, y que al decir el montmorency: «¿Nosotros los montmorency datamos del siglo.., tal», el vasco contestó: «Pues nosotros, los vascos, no datamos.» (Risas.) Y os digo que nosotros, en el orden espiritual, en el orden de la conciencia universal, datamos de cuando los pueblos latinos, de cuando Castilla, sobre todo, nos civilizó. Cuando yo pronunciaba aquel discurso recibí una carta de D. Joaquín Costa lamentándose de que el vascuence desapareciese siendo una cosa tan interesante para el estudio de las antigüedades ibéricas. Yo hube de contestarle: «Está muy bien; pero no por satisfacer a un patólogo voy a estar conservando la que creo que es una enfermedad.» (Risas.- El señor Leizaola pide la palabra.)

Y ahora hay una cosa. El aldeano, el verdadero aldeano, el que no está perturbado por nacionalismos de señorito resentido, no tiene interés en conservar el vascuence.

Se habla del anillo que en las escuelas iba pasando de un niño a otro hasta ir a parar a manos de uno que hablaba castellano, a quien se le castigaba; pero ¿es que acaso no puede llegar otro anillo? ¿Es que no he oído decir yo: «No enviéis a los niños a la escuela, que allí aprenden el castellano, y el castellano es el vehículo del liberalismo»? Eso lo he oído yo, como he oído decir: «¡Gora Euzkadi ascatuta!» («Euzkadi» es una palabra bárbara; cuando yo era joven no existía; además conocí al que la inventó). «¡Gora Euzkadi ascatuta!» Es decir: ¡Viva Vasconia libre! Acaso si un día viene otro anillo habrá de gritar más bien: «¡Gora Ezpaña ascatuta!» ¡Viva España libre! Y sabéis que España en vascuence significa labio; que viva el labio libre, pero que no nos impongan anillos de ninguna clase. (Un señor Diputado: Muchas gracias, en nombre del pueblo vasco.)

Pasemos a Galicia; tampoco hay aquí, en rigor, problema. Podrán decirme que no conozco Galicia y, acaso, ni Portugal, donde he pasado tantas temporadas; pero ya hemos oído que Castilla no conoce la periferia, y yo os digo que la periferia conoce mucho peor a Castilla; que hay pocos espíritus más comprensivos que el castellano (Muy bien.) Pasemos, como digo, a Galicia. Tampoco allí hay problema. No creo que en una verdadera investigación resultara semejante mayoría. No me convencen de no. Pero aquí se hablaba de la lengua universal, y el que hablaba sin duda recuerda lo que en la introducción a los Aíres da miña terra decía Curros Enríquez de la lengua universal:

«Cuando todas lenguas o fin topen

que marca a todo o providente dedo,

e cos vellos idiomas estinguidos

un solo idioma universal formemos;

esa lengua pulida, idioma úneco,

mais quhoxe enriquecido e mais perfeuto,

resume das palabras mais sonoras

quaquela nos deixaran como enherdo.

Ese idioma, compendio dos idiomas,

com onha serenata pracenteiro,

com onha noite de luar docísimo

será -¿que outro sinon?- será o gallego


Fala de minha nai, fala armoñosa,

en que o rogo dos tristes subo ceo

y en que decende a prácida esperanza,

os afogados e doloridos peitos.

Falta de meus abós, fala en que os párias,

de trevos e polvo e de sudor cubertos,

piden a terra o grau da cor a sangue

que ha de cebar a besta do laudemio...

Lengua enxebre, en que as anemas dos mortos

nas negras noites de silencio e medo

encomendan os vivos as obrigas,

que, ¡mal pecados!, sin cuprir morreron.

Idioma en que garula nos paxaros,

en que falan os anxeles, os nenos,

en quas fontes solouzan e marmullan

Entros follosos albores os ventos»

Todo eso está bien; pero que me permita Curros y permitidme vosotros; me da pena verle siempre con ese tono de quejumbrosidad. Parias, azotada, escarnecida..., amarrada contra una roca..., clavado un puñal en el seno...

¿De dónde es así eso? ¿Es que se pueden tomar en serio burlas, a las veces cariñosas, de las gentes? No. Es como lo de la emigración. El mismo Curros, cuando habla de la emigración -lo sabe bien mi buen amigo Castelao-, dice, refiriéndose al gaitero:

«Tocaba..., e cando tocaba,

o vento que do roncón

pol-o canuto fungaba,

dixeran que se queixaba

da gallega emigración.

Dixeran que esmorecida

de door a Patria nosa,

azoutada, escarnecida,

chamaba, outra Nai chorosa,

os filliños da su vida...

Y era verdá. ¡Mal pocada!

Contron peneda amarrada,

crabadun puñas no seo,

naquella gaite lembrada

Galicia era un Prometeo.»

No; hay que levantar el ánimo de esas quejumbres, quejumbres además, que no son de aldeanos. Rosalía decía aquello de:

«Castellanos de Castilla,

tratade ben os gallegos;

cando van, van como rosas;

cando veñen, como negros.»

¿Es que les trataban mal? No. Eran ellos los que se trataban mal, para ahorrar los cuartos y luego gastarlos alegre y rumbosamente en su tierra, porque no hay nada más rumboso, ni menos avaro, ni más alegre, que un aldeano gallego. Todas esas morriñas de la gaita son cosas de los poetas. (Risas.)

Vuestra misma Rosalía de Castro, después de todo, cuando quiso encontrar la mujer universal, que era una alta mujer, toda una mujer, no la encontró en aquellas coplas gallegas; la encontró en sus poesías castellanas de Las orillas del Sar. (Denegaciones en algunos señores diputados de la minoría gallega.) ¿Y quiénes han enriquecido últimamente a la Lengua castellana, tendiendo a que sea española? Porque hay que tener en cuenta que el castellano es una Lengua hecha, y el español es una Lengua que estamos haciendo. ¿Y quiénes han contribuido más que algunos escritores galleros -y no quiero nombrarlos nominativamente, estrictamente-, que han traído a la Lengua española un acento y una nota nuevos?

Y ahora vengamos a Cataluña. Me parece que el problema es más vivo y habrá que estudiarlo en esta hora de compresión, de cordialidad y de veracidad. Yo conocí, traté, en vuestra tierra, a uno de los hombres que me ha dejado más profunda huella, a un cerebro cordial, a un corazón cerebral, aquel gran hombre que fue Juan Maragall. Oíd:

«Escolta, Espanya le veu d'un fill

que't parla en llengua no castellana,

parlo en la llengua que m'ha donat

la terra apra,

en questa llengua pocs t'han parlat;

en l'altra..., massa.

En esta Lengua pocos te han hablado, en la otra... demasiados.

Hon ets Espanya? Not veig enlloc,

no sents la meva ven atronadora?

No entensa aquesta llengua quet parla entre perills?

Has desaprés d'entendre an els teus fils?

Adeu, Espanya!»

Es cierto. Pero él, Maragall, el hombre qué decía esto, como si no fuera bastante lo demasiado que se le había hablado en la otra Lengua, en castellano, a España, él habló siempre, en su trabajo, en su labor periodística; habló siempre, digo, en un español, por cieno lleno de enjundia, de vigor, de fuerza, en un castellano digno, creo que superior al castellano, al español, de Jaime Balmes o de Francisco Pi y Margall. No. Hay una especie de coquetería. Yo oía aquí, el otro día, al señor Torres empezar excusándose de no tener costumbre de hablar en castellano, y luego, me sorprendió que en español no es que vestía, es que desnudaba perfectamente su espíritu, y es mucho más difícil desnudarlo que vestirlo en una Lengua. (Risas.) He llegado -permitidme- a creer que no habláis el catalán mejor que el castellano. (Nuevas risas.) Aquí se nos habla siempre de uno de los mitos que ahora están más en vigor, y es el «hecho». Hay el hecho diferencial, el hecho tal, el hecho consumado. (Risas.) El catalán, que tuvo una espléndida florescencia literaria hasta el siglo XV, enmudeció entonces como Lengua de cultura, y mudo permaneció los siglos del Renacimiento, de la Reforma y la Revolución. Volvió a renacer hará cosa de un siglo -ya diré lo que son estos aparentes renacimientos-; iba a quedar reducido a lo que se llamó el «parlá munisipal». Les había dolido una comparanza -que yo hice, primero en mi tierra, y, después, en Cataluña- entre el máuser y la espingarda, diciendo: yo la espingarda, con la cual se defendieran mis antepasados, la pondré en un sitio de honor, pero para defenderme lo haré con un máuser, que es como se defienden todos, incluso los moros. (Risas.) Porque los moros no tenían espingardas, sino, quizá, mejor armamento que nosotros mismos.

Hoy, afortunadamente, está encargado de esta obra de renovación del catalán un hombre de una gran competencia y, sobre todo, de una exquisita probidad intelectual y de una honradez científica como las de Pompeyo Fabra. Pero aquí viene el punto grave, aquel a que se alude en la enmienda al decir: «no se podrá imponer a nadie».

Como no quiero amezquinar y achicar esto, que hoy no se debate, dejo, para cuando otros artículos se toquen, el hablar y el denunciar algunas cosas que pasan. Algunas las denunció Menéndez Pidal. No se puede negar que fueran ciertas.

Lo demás me parece bien. Hasta es necesario; el catalán tiene que defenderse y conviene que se defienda; conviene hasta al castellano. Por ejemplo, no hace mucho, la Generalidad, que en este caso actuaba, no de generalidad sino de particularidad (Risas.) dirigió un escrito oficial en catalán al cónsul de España en una ciudad francesa, y el cónsul, vasco por cierto, lo devolvió. Además, está recibiendo constantemente obreros catalanes que se presentan diciendo: «No sabemos castellano», y él responde: «Pues yo no sé catalán; busquen un intérprete.» No es lo malo esto, es que lo saben, es que la mayoría de ellos miente, y éste no es nunca un medio de defenderse. (Rumores en la minoría de Izquierda catalana.- Un señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.) Eso es exacto. (Un señor diputado: Eso es inexacto.- El señor Santaló: Sobre todo su señoría no tiene autoridad para investigar si miente o no un señor que se dirige a un cónsul.- Otro señor diputado pronuncia palabras que no se perciben claramente.- Rumores.) ¿Es usted un obrero? (Rumores.- Varios señores diputados pronuncian algunas palabras que no se perciben con claridad.- Continúan los rumores, que impiden oír al orador.)... que hablen en cristiano. Es verdad. Toda persecución a una Lengua es un acto impío e impatriota. (Un señor diputado: Y sobre todo cuando procede de un intelectual.) Ved esto si es incomprensión. Yo sé lo que en una libre lucha puede suceder. En artículos de la Constitución, al establecer la forma en que se ha de dar la enseñanza, trataremos de cómo el Estado español tendrá que tener allí quien obligue a saber castellano, y sé que si mañana hay una Universidad castellana, mejor española, con superioridad, siempre prevalecerá sobre la otra; es más, ellos mismos la buscarán. Os digo aún más, y es que cuando no se persiga su Lengua, ellos empezarán a hablar y a querer conocer la otra. (Varios señores diputados de la minoría de la Izquierda catalana pronuncian algunas palabras que no se entienden claramente.- Un señor diputado: Lo queremos ya.- Rumores.) Como sobre esto se ha de volver y veo que, en efecto, estoy hiriendo resentimientos... (Rumores.- Un señor diputado: Sentimientos; no resentimientos.) Lo que yo no quiero es que llegue un momento en que una obcecación pueda llevaros al suicidio cultural. No lo creo, porque una vez en que aquí en un debate el ministro de la Gobernación hablaba del suicidio de una región yo interrumpí diciendo: «No hay derecho al suicidio.» En efecto, cuando un semejante, cuando un hermano mío quiere suicidarse, yo tengo la obligación de impedírselo, incluso por la fuerza si es preciso, no tanto como poniendo en peligro su vida cuando voy a salvarle, pero sí incluso poniendo en peligro mi propia vida. (Muy bien, muy bien.)

Y tal vez haya quien sueñe también con la conquista lingüística de Valencia. Estaba yo en Valencia cuando se anunció que iba a llegar el señor Cambó y afirmé yo, y todos me dieron la razón, que allí, en aquella ciudad, le hubieran entendido mejor en castellano que si hablara en catalán. porque hay que ver lo que es hoy el valenciano en Valencia, que fue la patria del más grande poeta catalán, Ausias March, donde Ramón Muntaner escribió su maravillosa crónica, de donde salió Tirant lo Blanc.

El más grande poeta valenciano el siglo pasado, uno de los más grandes de España, fue Vicente Wenceslao Querol. Querol quiso escribir en lemosín, que era una cosa artificial y artificiosa y no era su lengua natal; el hombre en aquel lenguaje de juegos florales se dirigía a Valencia y le decía:

«Fill so de la joyosa vida qu4al sol s'escampa

tot temps de fresques roses bronat son mantell d’or,

fill so de la que gusitan com dos geganta cativa

d'un cap Peñagolosa, de l'altre cap Mongó,

de la que en l'aigua juga, de la que fon por bella

dues voltes desposada, ab lo Cid de Castella

y ab Jaume d'Aragó.»

Pero él, Querol, cuando tenía que sacar el alma de su Valencia no la sacaba en la Lengua de Jaime de Aragón, sino en la Lengua castellana, en la del Cid de Castilla. Para convencerse no hay más que leer sin que se le empañen los ojos de lágrimas.

El valenciano corriente es el de los donosos sainetes de Eduardo Escalante, y algunas veces el de aquella regocijantes salacidades de Valldoví de Sueca, al pie de cuyo monumento no hace mucho me he recreado yo. Y también el de Teodoro Llorente cuando decía que la patria lemosina renace por todas partes, añadiendo aquello de...

«... y en membransa dels avis, en penyora

de la gloria passada y venidora,

en fe de germandat,

com penó, com estrella que nos guía

entre llaus de victoria y alegría,

alsem lo Rat-Penat.»

«Lo rat penat»; alcemos «lo rat penat», es decir, el ratón alado que, según la leyenda, se posó en el casco de Jaime el Conquistador y que corona los escudos de Valencia, de Cataluña y de Aragón; ratón alado que en Castilla se le llama muerciélago o ratón ciego; en mi tierra vasca, «saguzarra», ratón viejo, y en Francia, ratón calvo; y esta cabecita calva, ciega y vieja, aunque de ratón alado, no es más que cabeza de ratón. Me diréis que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león. No; cola de león, no; cabeza de león, sí, como la que dominó el Cid.

Cuando yo fui a mi pueblo, fui a predicarles el imperialismo; que se pusieran al frente de España; y es lo que vengo a predicar a cada una de las regiones: que nos conquisten; que nos conquistemos los unos a los otros; yo sé lo que de esta conquista mutua puede salir; puede y debe salir la España para todos.

Y ahora, permitidme un pequeño recuerdo. Al principio del Libro de los Hechos de los Apóstoles se cuenta la jornada de aquello que pudiéramos llamar las primeras Cortes Constituyentes de la primitiva Iglesia cristiana, el Pentecostés; cuando sopló como un eco el Espíritu vivo, vinieron lenguas de fuego sobre los apóstoles, se fundió todo el pueblo, hablaron en cristiano y cada uno oyó en su Lengua y en su dialecto: sulamitas, persas, medos, frigios, árabes y egipcios. Y esto es lo que he querido hacer al traer aquí un eco de todas estas lenguas; porque yo, que subí a las montañas costeras de mi tierra a secar mis huesos, los del cuerpo y los del alma, y en tierra castellana fui a enseñar castellano a los hijos de Castilla, he dedicado largas vigilias durante largos años al estudio de las Lenguas todas de la Patria, y no sólo las he estudiado, las he enseñado, fuera, naturalmente, del vascuence, porque todos mis discípulos han salido iniciados en el conocimiento del castellano, del galaico-portugués y del catalán. Y es que yo, a mi vez, paladeaba y me regodeaba en esas Lenguas, y era para hacerme la mía propia, para rehacer el castellano haciéndolo español, para rehacerlo y recrearlo en el español recreándome en él. Y esto es lo que importa. El español, lo mismo me da que se le llame castellano, yo le llamo el español de España, como recordaba el señor Ovejero, el español de América y no sólo el español de América, sino español del extremo de Asia, que allí dejo marcadas sus huellas y con sangre de mártir el imperio de la Lengua española, con sangre de Rizal, aquel hombre que en los tiempos de la Regencia de doña María Cristina de Habsburgo Lorena fue entregado a la milicia pretoriana y a la frailería mercenaria para que pagara la culpa de ser el padre de su Patria y de ser un español libre. (Aplausos.) Aquel hombre noble a quien aquella España trató de tal modo, con aquellos verdugos, al despedirse, se despidió en Lengua española de sus hijos pidiendo ir allí donde la fe no mata, donde el que reina es Dios, en tanto mascullaban unos sus rezos y barbotaban otros sus órdenes, blasfemando todos ellos el nombre de Dios. Pues bien; aquí mi buen amigo Alomar se atiene a lo de castellano. El castellano es una obra de integración: ha venido elementos leoneses y han venido elementos aragoneses, y estamos haciendo el español, lo estamos haciendo todos los que hacemos Lengua o los que hacemos poesía, lo está haciendo el señor Alomar, y el señor Alomar, que vive de la palabra, por la palabra y para la palabra, como yo, se preocupaba de esto, como se preocupaba de la palabra nación. Yo también, amigo Alomar, yo también en estos días de renacimiento he estado pensando en eso, y me ha venido la palabra precisa: España no es nación, es renación; renación de renacimiento y renación de renacer, allí donde se funden todas las diferencias, donde desaparece esa triste y pobre personalidad diferencial. Nadie con más tesón ha defendido la salvaje autonomía -toda autonomía, y no es reproche, es salvaje- de su propia personalidad diferencial que lo he hecho yo; yo, que he estado señero defendiendo, no queriendo rendirme, actuando tantas veces de jabalí, y cuántos de vosotros acaso habréis recibido alguna vez alguna colmillada mía. Pero así, no. Ni individuo, ni pueblo, ni Lengua renacen sino muriendo; es la única manera de renacer: fundiéndose en otro. Y esto lo sé yo muy bien ahora que me viene este renacimiento, ahora que, traspuesto el puerto serrano que separa la solana de la umbría, me siento bajar poco a poco, al peso, no de años, de siglos de recuerdos de Historia, al final y merecido descanso al regazo de la tierra maternal de nuestra común España, de la renación española, a esperar, a esperar allí que en la hierba crezca sobre mi tañan ecos de una sola Lengua española que haya recogido, integrado, federado si queréis, todas las esencias íntimas, todos los jugos, todas las virtudes de esas Lenguas que hoy tan tristemente, tan pobremente nos diferencian. Y aquello sí que será gloria. (Grandes aplausos.)

"España ha dejado de ser católica" (Manuel Azaña, El Sol, 14 de octubre de 1931)

El Ministro de la Guerra, Azaña, afirma en la Cámara: «España ha dejado de ser católica. El problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica del pueblo español»

El Sr. Ministro de la Guerra (Azaña): Pido la palabra.

El Sr. Presidente: La tiene S.S.

El Sr. Ministro de la Guerra: Señores, Diputados: Se me permitirá que diga unas cuantas palabras acerca de esta cuestión que hoy nos apasiona, con el propósito, dentro de la brevedad de que o sea capaz, de buscar para las conclusiones del debate lo más eficaz y lo más útil. De todas maneras, creo que yo no habría podido excusarme de tomar parte en esta discusión, aunque no hubiese sido más que para desvanecer un equívoco lamentable que se desenvuelve en torno de la enmienda formulada por el Sr. Ramos, y que algunos grupos políticos de las Cortes acogieran. Esta enmienda, merced a la perdigonada que le disparó el Sr. Ministro de Justicia en su discurso de la otra tarde, lleva, desde antes de ser puesta a discusión, un plomo en el ala, y ahora, habiendo modificado la Comisión su dictamen, la enmienda del Sr. Ramos ha perdido cierta congruencia con el texto que está sometido a deliberación. No me referiré, pues, al fondo de ella por no faltar a las reglas de la oportunidad,; pero, de todos modos, para llegar a esta indicación, a esta salvedad y a esta eliminación del equívoco, me interesa profundamente examinar los dos textos que se contraponen ante la deliberación de las Cortes: el de la Comisión y el voto particular, buscando más allá del texto legislativo y de su hechura jurídica la profundidad del problema político que dentro de ellos se encierra.

A mí me parece, Sres. Diputados, que nunca nos entenderíamos en esta cuestión si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en tratarla rigurosamente por su hechura jurídica, si nos empeñásemos en construir un molde legal sin conocer bien a fondo lo que vamos a meter dentro y si perdiésemos el tiempo en discutir las perfecciones o las imperfecciones de molde legal sin estar antes bien seguros de que dentro de él caben todas las realidades políticas españolas que pretendemos someter a su norma.

Realidades vitales de España

Realidades vitales de España; esto es lo que debemos llevar siempre ante los ojos; realidades vitales, que son antes que la ciencia, que la legislación y que el gobierno, y que la ciencia, la legislación y gobierno acometen y tratan para fines diversos y por métodos enteramente distintos. La vida inventa y crea; la ciencia procede por abstracciones, que tienen una aspiración, la del valor universal; pero la legislación es, por lo menos, nacional y temporal, y el gobierno -quiero decir el arte de gobernar- es cotidiano. Nosotros debemos proceder como legisladores y como gobernantes, y hallar la norma legislativa y el método de gobierno que nos permitan resolver las antinomias existentes en la realidad española de hoy; después vendrá la ciencia y nos dirá cómo se llama lo que hemos hecho.

Con la realidad española, que es materia de legislación, ocurre algo semejante a lo que pasa con el lenguaje; el idioma es antes que la gramática y la filología, y los españoles nunca nos hemos quedado mudos a lo largo de nuestra historia, esperando a que vengan a decirnos cuál sea el modo correcto de hablar o cuál es nuestro genio idiomático. Tal sucede con la legislación, en la cual se va plasmando, incorporando, una rica pulpa vital que de continuo se renueva. Pero la legislación, señores diputados, no se hace sólo a impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea; las leyes se hacen teniendo también en presencia y con respeto de principios generales admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica, que en sus más altas concepciones se remonta a lo filosófico y lo metafísico.

Ahora bien: puede suceder, de hecho sucede, ahora mismo está sucediendo, y eso es lo que nos apasiona, que principios tenidos por invulnerables, inspiraciones vigentes durante siglos, a lo mejor se esquilman, se marchitan, se quedan vacíos, se angostan, hasta el punto de que la realidad viviente los hace estallar y los destruye. Entonces hay que tener el valor de reconocerlo así, y sin aguardar a que la ciencia o la tradición se recobren del sobresalto y el estupor y fabriquen principios nuevos, hay que acudir urgentemente al remedio, a la necesidad y poner a prueba nuestra capacidad de inventar, sin preocuparnos demasiado, porque al inventar un poco, les demos una ligera torsión a los principios admitidos como inconcusos. De no ser así, Sres. Diputados, sucedería que el espíritu jurídico, el respeto al derecho y otras entidades y especies inestimables, lejos de servirnos para articular breve y claramente la nueva ley, serían el mayor obstáculo para su reforma y progreso, y en vez de ser garantía de estabilidad en la continuación serían el baluarte irreductible de la obstrucción y del retroceso. Por esta causa, Sres. Diputados, en los pueblos donde se corta el paso a las reformas regulares de la legislación, donde se cierra el camino a la reforma gradual de la ley, donde se desoyen hasta las voces desinteresadas de la gente que cultiva la ciencia social y la ciencia del Derecho, se produce fatalmente, si el pueblo no está muerto, una revolución, que no es ilegal, sino por esencia antilegal, porque viene cabalmente a destruir las leyes que no se ajustan al nuevo estado de la conciencia jurídica. Esta revolución, si es somera, si no pasa de la categoría motinesca, chocará únicamente con las leyes de policía o tal o cual ley orgánica del Estado; pero si la elaboración ha sido profunda, tenaz, duradera y penetrante, entonces se necesita una transformación radical del Estado, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, Sres. Diputados, que la revolución española cuyas leyes estamos haciendo es de este último orden. La revolución política, es decir, la expulsión de la dinastía y la restauración de las libertades públicas, ha resuelto un problema específico de importancia capital, ¡quien lo duda!, pero no ha hecho más que plantear y enunciar aquellos otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad españoles hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y aguda, que es la reforma de la propiedad, y este que llaman problema religioso, y que es en rigor la implantación del laicismo del Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias. Ninguno de estos problemas los ha inventado la República. La República ha rasgado los telones de la antigua España oficial monárquica, que fingía una vida inexistente y ocultaba la verdadera; detrás de aquellos telones se ha fraguado la transformación de la sociedad española, que hoy, gracias a las libertades republicanas, se manifiesta, para sorpresa de algunos y disgustos de no pocos, en la contextura de estas Cortes, en el mandato que creen traer y en los temas que a todos nos apasionan.

España ha dejado de ser católica

Cada una de estas cuestiones, Sres. Diputados, tiene una premisa inexcusable, imborrable en la conciencia pública, y al venir aquí, al tomar hechura y contextura parlamentaria, es cuando surge el problema político. Yo no me refiero a las dos primeras, me refiero a esto que llaman problema religioso. La premisa de este problema, hoy político, la formulo yo de esta manera: España ha dejado de ser católica; el problema político consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español.

Yo no puedo admitir, Sres. Diputados, que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo, que tomaba sobre sí la curatela de las conciencias y daba medios de impulsar a las almas, incluso contra su voluntad, por el camino de su salvación, excluye toda preocupación ultraterrena y todo cuidado de la fidelidad, y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer.

Para afirmar que España ha dejado de ser católica tenemos las mismas razones, quiero decir de la misma índole, que para afirmar que España era católica en los siglos XVI y XVII. Sería una disputa vana ponernos a examinar ahora qué debe España al catolicismo, que suele ser el tema favorito de los historiadores apologistas; yo creo más bien que es el catolicismo quien debe a España, porque una religión no vive en los textos escritos de los Concilios o en los infolios de sus teólogos, sino en el espíritu y en las obras de los pueblos que la abrazan, y el genio español se derramó por los ámbitos morales del catolicismo, como su genio político su derramó por el mundo en las empresas que todos conocemos. (Muy bien.)

España, creadora de un catolicismo español

España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza, en el cual, sobre todo, resplandecen los rasgos de su carácter, bien distinto, por cierto, del catolicismo de otros países, del de otras grandes potencias católicas; bien distinto, por ejemplo, del catolicismo francés; y entonces hubo un catolicismo español, por las mismas razones de índole psicológica que crearon una novela y una pintura y un teatro y una moral españoles, en los cuales también se palpa la impregnación de la fe religiosa. Y de tal manera es esto cierto, que ahí está todavía casualmente la Compañía de Jesús creación española, obra de un gran ejemplar de la raza, y que demuestra hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma. Pero ahora, Sres. Diputados, la situación es exactamente la inversa. Durante muchos siglos, la actividad especulativa del pensamiento europeo se hizo dentro del Cristianismo, el cual tomó para sí el pensamiento del mundo antiguo y lo adaptó con más o menos fidelidad y congruencia a la fe cristiana; pero también desde hace siglos el pensamiento y la actividad especulativa de Europa han dejado, por lo menos, de ser católicos; todo el movimiento superior de la civilización se hace en contra suya y, en España, a pesar de nuestra menguada actividad mental, desde el siglo pasado el catolicismo ha dejado de ser la expresión y el guía del pensamiento español. Que haya en España millones de creyentes, yo no os lo discuto; pero lo que da el ser religioso de un país, de un pueblo y de una sociedad no es la suma numérica de creencias o de creyentes, sino el esfuerzo creador de su mente, el rumbo que sigue su cultura. (Muy bien.)

Por consiguiente, tengo los mismos motivos para decir que España ha dejado de ser católica que para decir lo contrario de la España antigua. España era católica en el siglo XVI, a pesar de que aquí había muchos y muy importantes disidentes, algunos de los cuales son gloria y esplendor de la literatura castellana, y España ha dejado de ser católica, a pesar de que existan ahora muchos millones de españoles católicos, creyentes. ¿Y podía, el Estado español, podía algún Estado del mundo estar en su organización y en el pensamiento desunido, divorciado, de espaldas, enemigo del sentido general de la civilización, de la situación de su pueblo en el momento actual? No, Sres. Diputados. En este orden de ideas, el Estado se conquista por las alturas, sobre todo si admitimos, como indicaba hace pocos días mi excelente amigo el Sr. Zulueta en su interesante discurso, si admitimos -digo- que lo característico del Estado es la cultura. Los cristianos se apoderaron del Estado imperial romano cuando, desfallecido el espíritu original del mundo antiguo, el Estado romano no tenía otro alimento espiritual que el de la fe cristiana y las disputas de sus filósofos y de sus teólogos. Y eso se hizo sin esperar a que los millones de paganos, que tardaron siglos en convertirse, abrazaran la nueva fe. Cristiano era el Imperio romano, y el modesto labrador hispanorromano de mi tierra todavía sacrificaba a los dioses latinos en los mismos lugares en que ahora se alzan las ermitas de las Vírgenes y de los Cristos. Esto quiere decir que los sedimentos se sobreponen por el aluvión de la Historia, y que un sedimento tarda en desaparecer y soterrarse cuando ya en las alturas se ha evaporado el espíritu religioso que lo lanzó.

La transformación del Estado español

Estas son, Sres. Diputados, las razones que tenemos, por lo menos, modestamente, las que tengo yo, para exigir como un derecho y para colaborar a la exigencia histórica de transformar el Estado español, de acuerdo con esta modalidad mueva del espíritu nacional. Y esto lo haremos con franqueza, con lealtad, sin declaración de guerra; antes al contrario, como una oferta, como una proposición de reajuste de la paz. De lo que yo me guardaré muy bien es de considerar si esto le conviene más a la Iglesia que el régimen anterior. ¿Le conviene? ¿No le conviene? Yo lo ignoro; además, no me interesa; a mí lo que me interesa es el Estado soberano y legislador. También me guardaré de dar consejos a nadie sobre su conducta futura, y , sobre todo, personalmente, me guardaré del ridículo de decir que esta actitud nuestra está más conforme con el verdadero espíritu del Evangelio. El uso más desatinado que se puede hacer del Evangelio es aducirlo como texto de argumentos políticos, y la deformación más monstruosa de la figura de Jesús es presentarlo como un propagandista demócrata o como lector de Michelet o de Castelar, o quién sabe si como un precursor de la ley Agraria. No. La experiencia cristiana, Sres. Diputados, es una cosa terrible, y sólo se puede tratar en serio; el que no la conozca que deje el Evangelio en su alacena que no lo lea; pero Renán lo ha dicho: «Los que salen del santuario son más certeros en sus golpes que los que nunca han entrado en él.»

Y yo pregunto, Sres. Diputados, sobre todo a los grupos republicano y socialista, más en comunión de ideas con nosotros: esto que yo digo, estas palabras mías, ¿os suenan a falso? Esta posición mía, la de mi partido, ¿es peligrosa para la República? ¿Creéis vosotros que una política inspirada en lo que acabo de decir, en este concepto del Estado español y de la Historia española, conduciría a la República a alguna angostura donde pudiese ser degollada impunemente por sus enemigos? No lo creéis. Pues yo, con esa garantía, paso ahora a confrontar los textos en discusión.

La enmienda del Sr. Ramos

Nosotros dijimos: separación de Iglesia y del Estado. Es una verdad inconcusa; la inmensa mayoría de las Cortes no la ponen siquiera en discusión. Ahora bien, ¿qué separación? ¿Es que nosotros vamos a dar un tajo en las relaciones del Estado con la iglesia, vamos a quedarnos del lado de acá del tajo y vamos a ignorar l que pasa en el lado de allá? ¿es que nosotros vamos a desconocer que en España existe la Iglesia católica con sus fieles, con sus jerarcas y con la potestad suprema en el extranjero? En España hay una Iglesia protestante, o varias, no sé, con sus obispos y sus fieles, y el Estado ignora absolutamente la iglesia protestante española. ¿Vosotros concebís que para el Estado la situación de la Iglesia católica española pueda ser mañana lo que es hoy la de la Iglesia protestante? A remediar este vacía vino, con toda su buena voluntad y toda la agudeza de su saber, la enmienda del Sr. Ramos, que momentáneamente fue aceptada por unos cuantos grupos del Parlamento. El propósito de esta enmienda era justamente, como acaba de indicar el Sr. Presidente de la Comisión, sujetar la Iglesia al Estado. Pero esta enmienda ha, por lo visto, perecido, Mi eminente amigo Sr. De los Ríos no debe ignorar que en una Cámara como ésta, tan numerosa, en una cuestión tan de estricto derecho como es esta materia de la Corporación d Derecho público, la mayoría de las opiniones -y no hay ofensa, porque me incluyo entre ellas-, la mayoría de las opiniones tiene que decidirse por el argumento de autoridad, y habiéndose pronunciado en contra una tan grande como la del Ministro de Justicia, esta pobre idea de la Corporación de Derecho público ha caído en el ostracismo. Yo lamento que la Cámara, tan numerosa oyendo al Sr. Ministro, no oyese la contestación, bien aguda, del Sr. Ramos; pero esto ya es inevitable.

Objeciones al discurso de D. Fernando de los Ríos

¿Qué nos queda, pues? En el discurso del Sr. Ministro de Justicia, al llegar a esta cuestión, yo eché de menos algo que me sustituyese a esa garantía jurídica de la situación de la Iglesia en España. Yo no sé si lo recuerdo bien; pero en esta parte del discurso del Sr. De los Ríos notaba yo una vaguedad, una indecisión, casi un vacío sobre el porvenir; y esa vaguedad, ese vacío, esa indecisión me llenaba a mí de temor y de recelo, porque ese vacío lo veo llenarse inmediatamente con el Concordato. No es que su señoría quiera el Concordato; no lo queremos ninguno; pero ese vacío, ese tajo dado a una situación, cuando más allá no queda nada, pone a un Gobierno republicano, a éste, a cualquiera, al que nos suceda, en la necesidad absoluta de tratar con la iglesia de Roma, y ¿en qué condiciones? En condiciones de inferioridad: la inferioridad que produce la necesidad política y pública. (Muy bien.) Y contra esto, señores, nosotros no podemos menos de oponernos, y buscamos una solución que, sobre el principio de la separación, deje al Estado republicano, al Estado laico, al Estado legislador, unilateral, los medios de no desconocer ni la acción, ni los propósitos, ni el gobierno, ni la política de la Iglesia de roma; eso para mí es fundamental.

Presupuestos y bienes

Otros aspectos de la cuestión son menos importantes. El presupuesto del clero se suprime, evidente; y las modalidades de la supresión, francamente os digo que no me interesan, ni al propio Sr. Ministro de Justicia le puede parecer mejor ni peor una fórmula u otra. Creo habérselo oído, creo que lo ha dicho públicamente: que sea sucesivamente, que sea en cuatro años amortizando el 25 por 100 del presupuesto en cada uno, esto no tiene ningún valor sustancial; no vale la pena de insistir.

La cuestión de los bienes es más importante; yo en esto tengo una opinión, que me voy a permitir no adjetivar, porque quizá el adjetivo fuese poco parlamentario, adjetivo que recaería sobre mí propio. Se discute aquí el valor de orden moral y jurídico que pueden representar las sumas que el Estado abona a la Iglesia, trayendo la cuestión de la época desamortizadora; si los bienes valen más o menos (un Sr. Diputado recordaba que la Universidad de Alcalá se vendió en 14.000 pesetas, y no fueron sumas recibidas a lo largo del siglo equivalen o no al montante total de los valores desamortizados y se hacen cuentas como si se liquidara una Sociedad en suspensión de pagos o en quiebra. Yo no estoy conforme con eso, lo dijese o no Mendizábal y sus colaboradores. Lo que la desamortización representa es una revolución social, y la burguesía ascendente al Poder con el régimen parlamentario, dueña del instrumento legislativo, creó una clase social adicta al régimen, que fue ella misma y sus adlátares, pero como eso no es un contrato jurídico ni un despojo, nada de eso, sino toda la obra inmensa, fuera de las normas legales, incapaz de compensación, de una revolución de orden social, la burguesía parlamentaria, harto débil, creó entonces los instrumentos y los apoyos necesarios para al Estado liberal naciente una cosa que tienen que hacer todos los Estados cuando se reforman con esa profundidad, no hay que olvidarlo.

Ahora se nos dice: Es que la Iglesia tiene derecho a reivindicar esos bienes. Yo creo que no, pero la verdad es, Sres. Diputados, que la iglesia los ha reivindicado ya. Durante treinta y tantos años en España no hubo Ordenes religiosas, cosa importante, porque, a mi entender, aquellos años de inexistencia de enseñanza congregacionista prepararon la posibilidad de la revolución del 8 y de la del 73. Pero han vuelto los frailes, han vuelto los Ordenes religiosas, se han encontrado con sus antiguos bienes en manos de otros poseedores, y la táctica ha sido bien clara: en vez de precipitarse sobre los bienes se han precipitado sobre las conciencias de los dueños, y haciéndose dueños de las conciencias tienen los bienes y a sus poseedores. (Muy bien.)

Este es el secreto, aun dicho en esta forma pintoresca, de la evolución de la clase media española en el siglo pasado; que habiendo comenzado una revolución liberal y parlamentaria, con sus pujos de radicalismo y de anticlericalismo, la misma clase social, quizá los nietos de aquellos colaboradores de Mendizábal y de los desamortizadores del año 36, esos mismos, después de esa operación que acabo de describir, son los que han traído a España la tiranía, la dictadura y el despotismo, y en toda esta evolución está comprendida la historia política de nuestro país en el siglo pasado.

El problema de las Ordenes religiosas

En realidad, la cuestión apasionante, por el dramatismo interior que encierra, es la de las Ordenes religiosas; dramatismo natural porque se habla de la Iglesia, se habla del presupuesto del clero, se habla de roma; son entidades muy lejanas que no tomas para nosotros forma ni visibilidad humana; pero los frailes, las Ordenes religiosas, sí.

En este asunto. Sres. Diputados, hay un drama muy grande, apasionante, insoluble. Nosotros tenemos, de una parte, la obligación de respetar la libertad de conciencia, naturalmente, sin exceptuar la libertad de la conciencia cristiana; pero tenemos también, de otra parte, el deber de poner a salvo la República y el Estado. Estos dos principios chocan, y de ahí el drama que, como todos los verdaderos y grandes dramas, no tiene solución. ¿Qué haremos, pues? ¿Vamos a seguir (claro que no, es un supuesto absurdo), vamos a seguir el sistema antiguo, que consistía en suprimir uno de los términos del problema, el de la seguridad e independencia del Estado, y dejar la calle abierta a la muchedumbre de Ordenes religiosas para que invada la sociedad española? No. Pero yo pregunto: reacción explicable y natural, el otro término del problema y borrar todas las obligaciones que tenemos con esta libertad de conciencia? Respondo resueltamente que no. (Muy bien, muy bien.) Lo que hay que hacer -y es una cosa difícil, pero las cosas difíciles son las que nos deben estimular-; lo que hay que hacer es tomar un término superior a los dos principios en contienda, que para nosotros, laicos, servidores del Estado y políticos gobernantes del Estado republicano, no puede ser más que el principio de la salud del Estado. (Muy bien.)

La salud del Estado, a mi modo de ver, es una cosa hipotética, un supuesto, como el de la salud personal; la salud del Estado, como la de las personas, consiste en disponer de la robustez suficiente para poder conllevar los achaques, las miserias inherentes a nuestra naturaleza. En tal Estado existen corrupciones, desmanes, desvíos de la buena administración y de la buena justicia: torpezas de gobierno que, por ser el Estado poderoso, denso y arraigado, no se notan, y que trasladadas a otro Estado más nuevo, más débil, menos arraigado, acabarían con él instantáneamente. Por consiguiente, se trata de adaptar el régimen de salud del Estado a lo que es el Estado español actualmente.

Criterio para resolver esta cuestión. A mi modesto juicio es el siguiente: tratar desigualmente a los desiguales; frente a las Ordenes religiosas no podemos oponer un principio eterno de justicia, sino un principio de utilidad social y de defensa de la República, Esto no tiene un rigor matemático ni puede tenerlo; pero todas las cuestiones de gobierno afortunadamente, no están encajadas en este rigor, sino que depende de la presteza del entendimiento y de la ligereza de la mano para administrar la realidad actual. (Muy bien, muy bien.) Tratar desigualmente a los desiguales, porque no teniendo nosotros un principio eterno de justicia irrevocable que oponer a las Ordenes religiosas, tenemos que detenernos en la campaña de reforma de la organización religiosa española allí donde nuestra intervención quirúrgica fuese dañosa o peligrosa. Pensad, señores Diputados, que vamos a realizar una operación quirúrgica sobre un enfermo que no está anestesiado y que en los debates propios de su dolor puede complicar la operación y hacerla mortal, no sé para quien, pero mortal para alguien. (Muy bien, muy bien.)

Y como no tenemos frente a las ordenes religiosas ese principio eterno de justicia, detrás del cual debiéramos ir como hipnotizados, sin rectificar nunca nuestra línea de conducta, y como todo queda encomendado a la prudencia, a la habilidad del gobernante, yo digo: las Ordenes religiosas tenemos que proscribirlas en razón de su temerosidad para la República ¿El rigor de la ley debe ser proporcionado a la temerosidad (digámoslo así, yo no sé siquiera si éste es un vocablo castellano) de cada una de estas Ordenes, una por una? No; no es menester. Por eso me parece bien la redacción de este dictamen; aquí se empieza por hablar de una Orden que no se nombra. «Disolución de aquellas Ordenes en las que, además de los tres votos canónicos, se preste otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado.» Estos son los jesuitas. (Risas.)

Disolución de las Ordenes

Pero yo añado a esto una observación, que, lo confieso, no se me ha ocurrido a mí; me la acaba de sugerir un eminente compañero. Aquí se dice: «Las Ordenes religiosas se sujetarán a una ley especial ajustada a las siguientes bases.» Es decir, que la disolución definitiva, irrevocable, contenida en este primer párrafo, queda pendiente de lo que haga una ley especial mañana; y a mí esto no me parece bien; creo que esta disolución debe quedar decretada en la Constitución (Muy bien.), no sólo porque es leal, franco y noble decirlo, puesto que pensamos hacerlo, sino porque, si no lo hacemos, es posible que no lo podamos hacer mañana; porque si nosotros dejamos en la Constitución el encargo al legislador de mañana, que incluso podréis ser vosotros mismos, de hacer una ley con arreglo a estas normas, fijaos bien lo que significa dejar pendiente esta espada sobre una institución tan poderosa, que trabajará todo lo posible para que estas Cortes no puedan legislar más. Por consiguiente, yo estimo que en la redacción actual del dictamen debiera introducirse una modificación, según la cual este primer párrafo no fuese suspensivo, pensando en una ley futura, sino desde ahora terminante y ejecutivo.

Respecto a las otras Ordenes, yo encuentro en esta redacción del dictamen una amplitud que pensándolo bien, no puede ser mayor; porque dice: «Disolución de las que en su actividad constituyan un peligro para la seguridad del Estado.» ¿Y quiénes son éstas? Todas o ninguna; según quieran las Cortes. De manera que este párrafo deja a la soberanía de las Cortes la existencia o la destrucción de todas las Ordenes religiosas que ellas estimen peligrosas para el Estado.

Ahora bien; en razón de ese principio de prudencia gubernamental, de estilo de gobernar, yo me digo: ¿es que para mí son lo mismo las monjas que están en Cebreros, o las bernardas de Talavera, o las clarisas de Sevilla, entretenidas en bordar acericos y en hacer dulces para los amigos, que los jesuitas? ¿Es que yo voy a caer en el ridículo de enviar los agentes de la República a que clausuren los conventos de estas pobres mujeres, para que en torno de ellas se forme una leyenda de falso martirio, y que la República gaste su prestigio en una empresa repugnante, que estaría mejor empleado en una operación de mayor fuste? Yo no puedo aconsejar eso a nadie.

Donde un Gobierno con autoridad y una Cámara con autoridad me diga que una Orden religiosa es peligrosa para la República, yo lo acepto y lo firmo sin vacilar; pero guardémonos de extremar la situación aparentando una persecución que no está en nuestro ánimo ni en nuestras leyes para acreditar una leyenda que no puede por menos de perjudicarnos.

Dos salvedades

Tengo que hacer aquí dos salvedades muy importantes: una suspensiva y otra irrevocable y terminante. Sé que voy a disgustar a los liberales. La primera se refiere a la acción benéfica de las Ordenes religiosas. El señor Ministro de Justicia -y él me perdonará si tantas veces insisto en aludirle; pero la importancia de su discurso es tal, que no hay más remedio que referirse a él-, el señor Ministro de Justicia trazó aquí en el aire una figura aérea de la hermana de la Caridad, a la que él prestó, indudablemente, las fuentes de su propio corazón. Yo no quiero hacer aquí el antropófogo y, por lo tanto, me abstengo de refutar a fondo esta opinión del Sr. De los ríos; pero apele S.S. a los que tienen experiencia de estas cosas, a los médicos que dirigen hospitales, a las gentes que visitan las Casas de Beneficencia, y aun a los propios pobres enfermos y asilados en estos hospitales y establecimientos, y sabrá que debajo de la aspiración caritativa, que doctrinalmente es irreprochable y admirable, hay, sobre todo, un vehículo de proselitismo que nosotros no podemos tolerar. (Muy bien.)Pues qué, ¿no sabemos todos que al pobre enfermo hospitalizado se le hace objeto de trato preferente según cumple o no los preceptos de la religión católica? ¿Y esto quién lo hace, sino esta figura ideal, propia para una tarjeta postal, pero que en la realidad se da pocas veces?

La otra salvedad terminante, que va a disgustar a los liberales, es ésta: en ningún momento, bajo ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi partido ni yo en su nombre, suscribiremos una cláusula legislativa en virtud de la cual siga entregado a las Ordenes religiosas el servicio de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero ésta es la verdadera defensa de la República. La agitación más o menos clandestina de la Compañía de Jesús o de ésta o de la de más allá, podrá ser cierta, podrá ser grave, podrá ser en ocasiones risible, pero esta acción continua de las Ordenes religiosas sobre las conciencias juveniles es cabalmente el secreto de la situación política por que España transcurre y que está en nuestra obligación de republicanos, y no de republicanos, de españoles, impedir a todo trance. (Muy bien.) A mí que no me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública. ¿Permitiríais vosotros, los que, a nombre de liberales, os oponéis a esta doctrina, permitiríais vosotros que un catedrático en la Universidad explicase la Astronomía de Aristóteles y que dijese que el cielo se compone de varias esferas a las cuales están atornilladas las estrellas? ¿Permitiríais que se propagase en la cátedra de la Universidad española la Medicina del siglo XVI? No lo permitiríais; a pesar del derecho de enseñanza del catedrático y de su libertad de conciencia, no se permitiría. Pues yo digo que en el orden de las ciencias morales y políticas, la obligación de las Ordenes religiosas católicas, en virtud de su dogma, es enseñar todo lo que es contrario a los principios en que se funda el Estado moderno. Quien no tenga la experiencia de estas cosas no puede hablar, y yo, que he comprobado en tantos y tantos compañeros de mi juventud que se encontraban en la robustez de su vida ante la tragedia de que se le derrumbaban los principios básicos de su cultura intelectual y moral, os he de decir que ése es un drama que yo con mi voto no consentiré que se reproduzca jamás. (Grandes aplausos.)

Si resulta, señores Diputados, que de esta redacción del dictamen las Cortes pueden acordar la disolución de todas las Ordenes religiosas que estime perjudiciales para el Estado, es sobre la conciencia y la responsabilidad de las propias Cortes sobre quien recae la mayor o menor extensión de esto que llamamos el peligro monástico. Sois vosotros los jueces, no el Gobierno ni éste ni otro. Y yo estimo que si unas instituciones, si queda alguna, si las Cortes acuerdan que queda alguna a quienes se les prohibe adquirir y conservar bienes inmuebles, si no es aquel en que habitan, a quienes se les prohibe ejercer la industria y el comercio, a quienes se les ha de prohibir la enseñanza, a quienes se les ha de limitar la acción benéfica, hasta que puedan ser sustituidas por otros organismos del Estado, y a quienes se los obliga a dar anualmente cuenta al Estado de la inversión de sus bienes, si son todavía peligrosos para la República, será preciso reconocer que ni la República no nosotros valemos gran cosa. (Risas:)

Planteamiento del problema político

Y ahora, señores Diputados, llegamos a la última parte de la cuestión. Ya he expuesto la posición histórica y política tal como yo la veo; he penetrado en el problema político tal como yo me lo describo y llegamos a la situación parlamentaria. Si yo perteneciese a un partido que tuviera en esta Cámara la mitad más uno de los diputados, la mitad más uno de los votos, en ningún momento, ni ahora ni desde que se discute la Constitución, habría vacilado en echar sobre la votación el peso de mi partido para sacar una Constitución hecha a su imagen y semejanza, porque a esto me autorizaría el sufragio y el rigor del sistema de mayorías. Pero con una condición: que al día siguiente de aprobarse la Constitución, con los votos de este partido hipotético, este mismo partido ocuparía el Poder. (Muy bien.- Aplausos.) Ese partido ocuparía el Poder para tomar sobre sí la responsabilidad y la gloria de aplicar, desde el Gobierno, lo que había tenido el lucimiento de votar en las Cortes.

Por desgracia, no existe este partido hipotético con que yo sueño, ni ningún otro que esté en condiciones de ejercer aquí la ley rigurosa de las mayorías. Por tanto, señores Diputados, debiendo ser la Constitución, no obra de mi capricho personal, ni del de sus señorías, ni de un grupo, tampoco de una transacción en que se abandonen los principios de cada cual, sino de un texto legislativo que permita gobernar a todos los partidos que sostienen la República..., yo sostengo, señores Diputados, que el peso de cada cual en el voto de la Constitución debe ser correlativo a la responsabilidad en el Gobierno de mañana. Yo planteo la cuestión con toda claridad: aquí está el voto particular que sostienen nuestros amigos los socialistas; y yo digo francamente: si el partido socialista va a a sumir mañana el Poder y me dice que necesita ese texto para gobernar, yo se lo voto (Muy bien, muy bien. Aplausos.) Porque, señores Diputados, no es mi partido el que haya de negar ni ahora ni nunca al partido socialista las condiciones que crea necesarias para gobernar la República. Pero si esto no es así (yo no entiendo de estas cosas; estoy discutiendo en hipótesis), veamos la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. (Muy bien.)

Este es mi punto de vista, señores Diputados: mejor dicho, este es el punto de vista de Acción Republicana, que no tiene por qué disimular ni su laicismo ni su radicalismo constructor ni el concepto moderno que tiene de la vida española, en la cual de nada reniega, pero que está resuelta a contribuir a su renovación desde la raíz hasta la fronda, y que además supone para todos los republicanos de izquierda una base de inteligencia y colaboración, no para hoy, porque hoy se acaba pronto, sino para mañana, para el mañana de la República, que todos queremos que sea tranquilo, fecundo y glorioso para los que la administren y defiendan. (Grandes y prolongados aplausos.)

El Sol, 14 de octubre de 1931

"España ha muerto" (Agustí Calvet, Gaziel, 20 de octubre de 1931)

España ha muerto

Si a menudo no estuviésemos profundamente dormidos, cuando más despiertos pensamos estar y aún conviene que estemos, a los españoles inteligentes, o que nos preciamos de servir ante todo a la inteligencia, ya nos habría ocurrido lo que al obscuro piloto que en tiempos de Tiberio oyó a deshora, en alta mar, una gran voz gritando lamentablemente: "¡Pan ha muerto!". En las frecuentes noches de vela que estamos pasando, los pilotos de la sensibilidad española, los intelectuales todos, sean del bando que fueren, deberíamos haber oído resonar otro augusto y parecido lamento: "¡España ha muerto!".

Yo, por lo menos, lo oigo tan claro y con tanta frecuencia, que me parece mentira el gran número de los que no lo perciben. Mas, ¿qué significa este misterioso aviso? ¿Querrá decir que todo está perdido, que se acaba el mundo? No; lo dice bien claramente: se ha acabado España, nada más que España. ¿Toda España, hasta la posible o futura? No: la pretérita, la que ha sido hasta ahora y ha dejado de ser. En una palabra: la España tradicional, la España exclusivamente castellanizada; la uniformada, regida y representada por el glorioso espíritu de Castilla.

¡Ah! Ya lo creo que es duro y amargo para los intelectuales castellanos. Puesto yo en su caso, experimentaría la misma profunda contrariedad que ellos sienten. Haber dedicado la vida entera a estudiar el alma de su tierra. Haber gustado hasta la embriaguez el legítimo orgullo de identificar a ?España con Castilla. Participar de uno de los más vastos imperios espirituales que en el mundo han sido. ¡Y ello para tener que resignarse luego a que todo eso no sea, no pueda ya ser más, en adelante, que uno de los cachos de España, de otra España todavía confusa y diversa, en que la inmensa Castilla histórica es tan sólo una parte integrante de una más vasta realidad!

El sentimiento trágico de la vida, las sabrosas e interminables meditaciones en tomo al "Quijote", la tierra de Campos, la inmensa llanura parda, los místicos, Ávila, Toledo, El Escorial, El Greco, el teatro clásico, la novela picaresca, los conquistadores, los tercios de Flandes, Covadonga, y el Cid: todos esos tópicos sublimes, esos inconmensurables valores que ante el mundo representaron hasta ahora exclusivamente a España, como si fuese sólo ellos y no tuviese nada más fuera de ellos, quedan ahora reducidos a un ingrediente importantísimo, incluso capital, si se quiere, pero uno, al fin - entre los otros ingredientes hispánicos...

¿Y para esto hemos hecho y traído la república?, se dirán con asombro, casi con involuntaria indignación, muchos intelectuales castellanos. Sí, amigos, hermanos; república, en España, es esto, no puede ser más que esto. La uniformidad, la dominación, el imperialismo castellano los forjaron aquellas dinastías absolutas cuyo último vástago acabáis de arrojar de España. Si no queríais que la preponderancia exclusiva de Castilla se desvaneciese, debíais conservar a su creadora y sostenedora, que era la monarquía. Al querer la república habéis abierto la puerta a la diversidad. Y esa puerta ya no hay quien la cierre.

Aquel único sepulcro que ha quedado vacío en El Escorial es para la España que ha muerto. Nunca más volverá a ser lo que ha sido. En la república se han cifrado grandes y nobles esperanzas. Tal vez se cumplan, tal vez no. Eso dependerá de todos los españoles. Pero lo que ya desde ahora el advenimiento de la república representa irremisiblemente, lo que cada día irá apareciendo más claro, es que el nuevo régimen ha significado el fin de la España tradicional, precisamente de la España una, y el alzamiento definitivo de las Españas todas.

La misma bandera republicana es un símbolo. Sus tres colores corresponden a las tres almas que palpitan más intensamente en la Península. El rojo de amapola es Castilla. El amarillo de retama es Cataluña. El azul marino es Portugal. Tres almas, y tres idiomas, y tres mares, y tres orientaciones. Todo lo que no sea encaminar y preparar las cosas - muy despacito, muy despacio, tan lentamente como se quiera - para que un día, dentro de cincuenta, de cien, de doscientos años, esas almas fraternales queden unidas políticamente, distintas pero armonizadas, en zonas de perfecta igualdad, como sus colores lo están ya desde ahora en la bandera republicana, será pura ilusión regresiva.

Quien no confíe en el tiempo, pierde el tiempo. Es una incierta, larguísima y ardua tarea la que el destino ha arrojado sobre nuestros hombros, sobre nuestros hijos y nietos. Me hace sonreír a veces, en medio de mi angustia, la excusable candidez con que se está elaborando en estos días una Constitución que apenas servirá de nada. A lo sumo habrá de representar un leve, primerizo y torpe paso hacia el porvenir. Lo de Cataluña ya no lo detiene nadie. Y el gran problema, por muchísimos años, será el de ver si la España que ha muerto se descompone como un cadáver, o si las Españas vivas logran constituir un organismo capaz de futuro.España ha muerto: ¡vivan las Españas!

Agustí CALVET, Gaziel.
20 de Octubre de 1931.

Manifiesto político de las J.O.N.S. (Madrid, diciembre de 1931)

Manifiesto político de la J.0.N.S.
(Madrid, diciembre de 1931)

Por qué nacen las juntas

El hecho de advertir cómo día tras día cae nuestra Patria en un nuevo peligro, aceptando la ruta desleal que le ofrecen partidos políticos antinacionales, nos obliga hoy a hacer un llamamiento a los españoles vigorosos, a todos los que deseen colaborar de un modo eficaz en la tarea concretísima de organizar un frente de lucha contra los traidores.

Invocamos esa reserva fiel de que todos los grandes pueblos disponen cuando se advierten roídos en su entraña misma por una acción disolvente y anárquica. Acontecen hoy en nuestro país cosas de tal índole, que solo podría justificarse su vigencia después de un combate violento con minorías heroicas de patriotas. El hecho de que estas minorías no hayan surgido, nos hace sospechar que entre los núcleos sanos de nuestro pueblo nadie se ha ocupado hasta hoy de propagar con pulso y coraje la orden general de ¡Servicio a la Patria!

Las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista nacen precisamente en virtud de esa sospecha nuestra de que que no existe en el panorama político fuerza alguna que garantice la defensa de los ideales hispánicos. No nos resignamos a que perezcan sin lucha los alientos de España, ni a que se adueñen de los mandos nacionales hombres y grupos educados en el derrotismo y en la negación.

La Patria amenazada

Se impone, pues, organizar un bloque nacionalista que reconozca la urgencia de estos dos fines supremos: Combatir el virus masónico, antiespañol, que ahoga la vitalidad de nuestro pueblo, hoy indefenso e inerme frente a la barbarie marxista. Imponer por la violencia la más rigurosa fidelidad al espíritu de la Patria.

Para que estos propósitos no sean meras palabras, sino que alcancen eficacia ejecutiva, las Juntas consideran como su primer deber, la formación de un ejército civil, las milicias nacional-sindicalistas, que de un modo técnico y regular, con entusiasmo y sacrificio, garanticen la victoria de los ideales nacionales.

Nuestro partido aspira a constituir una barrera infranqueable contra los asaltos extranjerizantes del socialismo y contra la bobería mendaz del liberalismo demócrata. El empuje de las juntas se nutrirá de afán nacionalista, con odio implacable contra las ideas y los gruppos que han hecho de nuestro gran pueblo un pueblo infeliz, sin alientos ni coraje para nada.

¡Abajo el marxismo!

Las J.O.N.S. consideran como sus enemigos naturales e inmediatos a todos los grupos y organizaciones que se inspiran en el materialismo marxista. Esta lepra descastada, antinacional, que envenena al pueblo con ilusiones groseras, que destruye en el pueblo los germenes de fidelidad a la Patria, merece el exterminio radical y las Milicias nacional-sindicalistas efectuarán ese castigo como una ejemplaridad contra los traidores.

La teoría de la lucha de clases es uno de los mayores crímenes de la inteligencia judía. Su simplicidad ha hecho que la adopten con entusiasmo todos los cerebros limitados del mundo. Hay, pues, que restaurar entre nosotros el culto de los valores supremos, entre los cuales está el culto de la Patria. negado Y atropellado por la peste marxista.

La unidad intangible de España

Somos intransigentes en la afirmación de la España una. Todo cuanto contríbuya a despertar nacionalidades artificiosas e imposibles, será considerado por nosotros como un delito de alta traición. Nos batiremos contra las tentativas de los separatismos y juramos que antes de conseguir estos desmenuzar la unidad de España habrá sangre de sacrificio, la nuestra, porque interceptaremos su camino con nuestro pecho de españoles.

Nuestro emblema, un manojo de flechas cruzado por un yugo, recoge del escudo de los Reyes Católicos la emoción sagrada de unidad que presidió el genio histórico de estos monarcas.

La acción de las juntas tendrá, por lo menos, la eficacia de impedir en España est dos victorias infamantes: el predominio socialista y el triunfo ramplón de los separatismos.

Las milicias nacional-sindicalistas

Ya aludimos antes al propósito de las J.O.N.S., de organizar un ejército civil de juventudes, las Milicias nacional-sindicalistas. Es una de nuestras consignas permanentes la de cultivar el espíritu de una moral de violencia, de choque militar; aquí, donde todas las decrepitudes y todas las rutinas han despojado al español de su proverbial capacidad para el heroísmo. Aquí, donde se canta a las revoluciones sin san e y se apaciguan los conatos de pelea con el grito bobo de " ¡ni vencedores ni vencidos!"

Las Juntas cuidarán de cultivar los valores militares, fortaleciendo el vigor y el entusiasmo guerrero de los afiliados y simpatizantes. Las filas rojas se adiestran en el asalto y hay que prever jornadas violentas contra el enemigo socialista. Además, la acción del partido necesita estar vigorizada por la existencia de una organización disciplinada y vigorosa, que se encargue cada día de demostrar al país la eficacia y la rotundidad de las Juntas.

Nuestro desprecio Dor las actuaciones de tipo parlamentario equivale a preferir la táctica heroica que puedan desarrollar los grupos nacionales. Del seno de las Juntas debe movilizarse con facilidad un número suficiente de hombres militarizados, a quienes corresponda defender en todo momento el noble torso de la Patria contra las blasfemias miserables de los traidores.

Varios camaradas nuestros, especializados en técnica militar organizan a toda prisa las Milicias Nacional-Sindicalistas en las que encuadraremos a todos los españoles que secunden nuestra acción

Quiénes deben formar parte de las J.O.N.S.

Naturalmente, las juntas que estamos organizando no son incompatibles con la República. En nada impide esta forma de gobierno la articulación de un Estado eficaz y poderoso que garantice la máxima fidelidad de todos a los designios nacionales

Toda la juventud española que haya logrado evadirse del señoritismo demoliberal, con sus pequeños permisos y salidas al putrefacto jardín marxista y sienta vibrar con pasión la necesidad de reintegrarse al culto de la Patria.

Todos los que adviertan el crujir de las estructuras sociales hoy vigentes y deseen colaborar a un régimen económico antiliberal, sindicalista o corporativo, en que la producción y, en general, la regulación toda de la riqueza, emprenda las rutas de eficacia nacional que el Estado y solo él, indique como favorables a los intereses del pueblo.

Todos los que posean sensibilidad histórica suficiente para percibir la continuidad sagrada de los grandiosos valores hispánicos y se apresten a defender su vigencia hasta la muerte.

Todos los que sufran el asco y la repugnancia de ver cerca de sí la ola triunfal del marxismo, inundando groseramente los recintos de nuestra cultura.

Todos los que logren situarse en nuestro siglo, liberados del liberalismo fracasado de nuestros abuelos.

Todos los que sientan en sus venas sangre insurreccional, rebelde contra los traidores, generosa para una acción decisiva contra los que obstaculicen nuestra marcha.

¡¡Todos, en fin, los que amen el vigor, la fuerza y la felicidad del pueblo!!

Qué pretende el nacional-sindicalismo

El nombre de Juntas, que damos a los organismos encargados de la acción de nuestro partido, alude tan solo a la estructura de este. La palabra Ofensiva indica el carácter de iniciativa que ha de predominar en su actuación.

Ahora bien ¿y el nacional-sindIcalimo? El carácter hispano, nacionalista de nuestro partido, es algo que advierte el más obtuso en cualquier párrafo de nuestro manifiesto. El motor de nuestro batallar político es, efectivamente, un ansia sobrehumana de revalorizar e hispanizar hasta el rincón más oculto de la Patria.

Asistimos hoy a la ruina demo?liberal, al fracaso de las instituciones parlamentarias, a la catástrofe de un sistema económico que tiene sus raíces en el liberalismo político. Estas verdades notorias, que solo un cerebro imbécil no percibe, influyen naturalmente en la concepción política y económica que nos ha servido para edificar el programa de nuestro nacional?sindicalismo.

La supuesta crisis del capitalismo es para nosotros más bien crisis de gerencia capitalista. De ahí nuestro empeño en robustecer las corporaciones, los sindicatos, como respuesta al fracaso de la economía liberal. Solo polarizando la producción en torno a grandes entidades protegidas, esto es, solo en un Estado sindicalista, que afirme como fines suyos las rutas económicas de las corporaciones, puede conseguirse una política fecunda. Esto no tiene nada que ver con el marxismo, doctrina que no afecta a la producción, a la eficacia creadora, sino tan solo a vagas posibilidades de distribución.

El nacional-sindicalismo postula el exterminio de los errores marxistas, suprimiendo esta mística proletaria que los informa, afirmando, en cambio, la sindicación oficial de los productores y acogiendo a los portadores de trabajo bajo la especial protección del Estado.

Ya tendremos ocasión de explicar en nuestras propagandas, con claridad y detenimiento, la eficacia social y económica del nacional-sindicalismo, única concepción de atajar la crisis capitalista que se advierte.

Programa de las J.O.N.S.

He aquí, en resumen, los 16 puntos capitales para cuyo triunfo, requerimos la colaboración de los españoles:

1.º Afirmación rotunda de la unidad española. Lucha implacable contra los elementos regionales sospechosos de separatismo.

2.º Vigorización nacional, imponiendo a las personas y a los grupos sociales el deber de subordinarse a los fines de la Patria.

3.º Máximo respeto a la tradición católica de nuestra raza. La espiritualidad y la cultura de España van enlazadas al prestigio de los valores religiosos.

4.0 Expansión imperial de España. Reivindicación inmediata de Gibraltar. Reclamación de Tánger y aspiraciones al dominio en todo Marruecos y Argelia. Política nacional de prestigio en el extranjero.

5.º Suplantación del actual régimen parlamentario, limitando las funciones del Parlamento a las que le señale e indique un Poder más alto. Este Poder se basará en las Milicias nacional-sindicalistas y en el apoyo moral y material del pueblo.

6.º Ordenación española de la Administración pública, como remedio contra el burocratismo extranjerizante y enchufista.

7.º Exterminio, disolución de los partidos marxistas, antinacionales. Las Milicias suplantarán a este respecto la inacción de los poderes que hoy rigen, quebrantando por su iniciativa la fuerza de aquellas organizaciones.

8.º Oponer la violencia nacionalista a la violencia roja. Acción directa al servici o de la Patria.

9.º Sindicación obligatoria de productores. Declaración de ilegalidad de la lucha de clases. Los sindicatos obreros vendrán obligados a colaborar en la economía nacional, para cuyo objeto el Estado nacional-sindicalista se reserva el control de su funcionamiento.

10. Sometimiento de la riqueza a la disciplina que impongan las conveniencias nacionales, esto es, la pujanza económica de España y la prosperidad del pueblo.

11. Las corporaciones económicas, los sindicatos, serán organismos públicos, bajo la especial protección del Estado.

12. Impulso de la economía agrícola. Lucha contra la propaganda anarquizante en el campo, destructora de las más sanas reservas de nuestro pueblo. Incremento de la explotación comunal y familiar de la tierra.

13. Propagación de la cultura hispánica entre las masas, facilitando la entrada en las Universidades a los hijos del pueblo.

14. Examen implacable de las influencias extranjeras en nuestro país y su extirpación radical.

15. Penas severísimas para todos aquellos que especulen con la miseria y la ignorancia del pueblo. Castigo riguroso para los políticos que hoy favorecen traidoramente la desmembración nacional.

16. El Estado nacional-sindicalista confiará los mandos políticos de más alta responsabilidad a la juventud de la Patria, es decir, a los españoles menores de cuarenta años.

Manifiesto de Alfonso Carlos I (1932)

Manifiesto de Alfonso Carlos I
(1932)

Españoles:

Hasta este mi destierro llegan las noticias cada día más infaustas de mi querida España. Otra vez más, la revolución enemiga, implacable de su destino, pone en peligro la seguridad nacional, la paz de las conciencias y el honor de su glorioso nombre. Reverente a la memoria de mi querido sobrino don Jaime (que en paz descanse) he guardado silencio hasta que las Cortes promulgaron la Constitución de la República, elaborada por el odio, dictada por el sectarismo, impuesta por el escándalo, atea por sus principios y anticristiana por sus dictadores; esa Constitución puede ser el ideal de una República atea nacida inesperadamente de la violencia y de un motín afortunado, pero no puede ser la ley fundamental de España.

Como español (que aunque proscrito ostento con el mayor honor el de mi progenie española, descendiente de vuestros reyes y representante legítimo de la Monarquía Tradicional) yo no puedo diferir ni por una hora más mi protesta solemne contra esa Constitución ¡legítima en sus orígenes y más ¡legítima en sus preceptos, seguro de reflejar la indignación que en todos los buenos españoles ha despertado la magnitud del agravio, el más grande que inferir se pudiera a la conciencia nacional.

Frente a frente de esta Constitución revolucionaria levanto yo la bandera de nuestras tradiciones nacionales, tal como la heredé de mis antepasados, honrada por el homenaje de tantos sacrificios, símbolo de la verdadera libertad, guía de todo fecundo progreso, profundamente cristiana y castizamente española, arraigada en el alma del pueblo como expresión del espíritu nacional, recuerdo de su existencia gloriosa. Bandera roja y gualda que la revolución repudia, porque se considera importante para mantener el peso de tantas glorias entre sus manos profanadoras. Pero yo la pongo sobre mi cabeza porque en ella llevo el símbolo de la Patria, sudario de héroes innumerables, recuerdo de inmensos sacrificios, inmortal enseña que recorrió todos los continentes, guardando entre sus pliegues el honor nacional de España. Y en reparación del desacato revolucionario, yo, en nombre de España, le rindo la más profunda reverencia. Católico sin distingos, como lo fueron siempre todos los de mi familia, yo proclamo ante esa bandera con la fe de un viejo cruzado, dispuesto siempre al sacrificio de su propia vida, todos los derechos de la Iglesia católica, tales como corresponden a su soberanía espiritual perfectamente indiscutible en el seno de un pueblo como el nuestro, el más católico de todos los pueblos de la tierra, y por lo mismo rechazo con todas las fuerzas de mi alma, el principio de la libertad de cultos consignada en la Constitución, porque, aparte de su error fundamental, implica la más hipócrita de las tiranías contra la conciencia de un pueblo creyente, que no practica otros cultos que el del altar de su fe católica, centro espiritual de toda su historia.

Por el buen nombre de España y ante el mundo civilizado, protesto contra el incendio de templos y conventos, asilos de la ciencia, y de la virtud, refugio de la orfandad y amparo de las miserias; pero principalmente protesto contra el poder insensato que desautorizó con su tolerancia y premió con la impunidad de uno de los crímenes más vergonzosos de la Historia. Y protesto también contra todos los agravios que, comenzando por la inicua acusación a mi muy amado sobrino Alfonso y secuestro de sus bienes particulares y los de las personas de su familia, y siguiendo por el destierro del prelado ejemplar que por sus eminentes virtudes honraba la suprema jerarquía de la Iglesia española, niegan en otro más inmenso latrocinio a la misma Iglesia el presupuesto que sólo significaban una restitución mezquina, y culminan en la persecución de las Ordenes religiosas, singularmente de aquella que por el origen de su institución y por el nombre de su fundador recordará siempre ante la Historia una de las más legítimas glorias de nuestra grandeza patria.

Ninguna otra bandera más respetuosa para la libertad que esta bandera de la tradición, que fue madre de todas ellas. En ella caben todas las libertades ciudadanas, que, fundadas en el sentimiento cristiano de la dignidad personal, fueron rescatadas por la Iglesia del poder de los déspotas, haciéndolas, la tradición, inviolables, sin otras restricciones que las que Dios impuso a la libertad para que fuese fecunda aliada de la justicia y guardadora del orden, sin el cual no hay sociedad posible.

Yo quiero que el padre sea el rey de su hogar y que la autoridad se detenga a sus puertas en reverencia a todos aquellos derechos que la Naturaleza otorgó a la familia, y que ningún poder puede quebrantar sin herir el fundamento más fuerte de las sociedades humanas; y por eso proclamo el derecho del padre a la educación de sus hijos, y solemnemente protesto contra ese atentado constitucional, que, al proclamar la obligatoriedad de la escuela única y la enseñanza laica, lesiona el más legítimo derecho paterno, imponiendo el ateísmo docente a costa de la contribución de los católicos, convertidos en cooperadores forzados a la descristianización de sus hijos; escandaloso agravio contra la familia cristiana, que se consuma con la implantación del divorcio profanando los respetos debidos al vinculo sacramental, y proclamando la licitud de las más inconfesables conscupicencias con mengua del derecho de los pobres hijos, víctimas sacrificadas a la inmoralidad de sus progenitores.

Quien me suponga defensor de un poder absoluto, me calumnia.

Aborrezco todo absolutismo, que nunca fue español ni cristiano. Pero es menester que el rey lo sea de veras, el primero de los ciudadanos y en modo alguno el único español privado del ejercicio de toda ciudadanía; yo quiero una Monarquía templada por la intervención de todos aquellos organismos que, nacidos de la entraña de nuestra tradición, implican limitaciones harto más eficaces que las que puedan constituir otras exóticas instituciones que no han podido a pesar del tiempo arraigar en la conciencia nacional. Lo que España quiere son Cortes de verdad, encarnación viva de todos los anhelos nacionales, donde no hay necesidad sin su representación ni derecho sin su amparo ni organismo social sin su mandato. Cortes verdaderamente españoles, ligadas en los casos trascendentales por el mandato imperativo de sus electores, dignas sucesoras de aquellas gloriosas Cortes de los antiguos reinos, aunque acomodadas también, en lo que fuere preciso, a las exigencias harto complejas de los modernos tiempos, y no parlamentos estériles, donde triunfa la garrullería y el escándalo; ni diputados que apenas conozcan sus distritos como no sea para someterlos al yugo de sus caciquismos electorales. La Monarquía que yo proclamo debe ser Monarquía de verdaderas repúblicas, es decir, de municipios libres verdaderamente, tales como España las concibió durante dilatados siglos de su Historia; baluarte inexpugnable de las libertades públicas y honrado ejemplo de escrupulosa admiración.

Menester es, igualmente, devolver a las regiones su personalidad y los derechos que un malhadado centralismo les arrebató, con daño inmenso de la paz nacional. Es preciso, que la región vuelva a ser lo que siempre fue, valladar enérgico contra todo absolutismo centralista, legisladora de su peculiar derecho, guarda escrupulosa de sus tradiciones, custodia de su lengua propia, inculcadora de su cultura, administradora de sus intereses, propulsor de su singular economía y hermanadas todas ellas en una suprema unidad, intangible y sagrada, como debe serlo la Madre a la que todos veneran y ninguno discute sin mengua de su propio honor. Y porque la subsistencia de unos derechos en nada obstan a esa intangible unidad de la Patria común, y proclamo solemnemente todas las libertades, fueros y franquicias de los antiguos reinos, principados y señoríos, deseo jurarlos si la ocasión me fuera propicia como los juraron mis antepasados en toda su integridad, sin perjuicio de aquellas modificaciones que las propias regiones, para su mayor virtualidad creyesen necesario introducir en la relación con las exigencias de la vida moderna. Afirmamos nosotros los tradicionalistas, el derecho de la propiedad sin perjuicio de corregir sus detentaciones injustas, porque el derecho de la propiedad, sobre ser uno de los más preciados derechos de la humana naturaleza, es el motor insustituible de todo progreso y clave de toda economía bien entendida; pero afirmamos también el derecho de los trabajadores al máximo amparo de la ley, que nunca ha de ser tan generosa como con los humildes. Yo quisiera que todo trabajador español disfrutara de las mayores ventajas que sabias legislaciones pueden conferirle. Así, proclamo su derecho a un salario justo y suficiente para cubrir las necesidades familiares, los riesgos de su trabajo, las vicisitudes de la vida y el desamparo de la vejez; pero siempre lejos de la lucha de clases, que, dañando a todos, dificulta la producción, destruyendo la paz social, originando las más grandes perturbaciones que las revoluciones han ocasionado en nombre de la falsa libertad económica.

Quiero, en suma, una España con honor, que sepa llevar con decoro la gloria de su apellido y la grandeza de su Historia; un pueblo libre, donde resplandezca la justicia, y Gobiernos celosos del bien común, emancipados del Gobierno clandestino de las logias. Poder dócil ante las insinuaciones justas de la aspiración nacional; pero fuerte ante las imposiciones de la rebeldía. Un Ejército de mar y tierra respetados por todos y ampliamente dotado para la defensa de la Patria, siendo de justicia que felicite al actual, por su gloriosísima campaña en Marruecos, que seguí atentamente y admiré con entusiasmo.

Un Estado que sea verdadera realización del derecho y no la organización artificiosa de innumerables caciquismos superpuestos, y un Rey alejado de todos los partidos políticos a quien pueda llamársele como quiero: el más sabio de todos ellos, el padre de su pueblo. Lo que necesita es paz, tras el ciclo de sus inacabables discordias; una paz fecunda, que le permita restañar la sangre que mana de todas sus heridas abiertas; una legislación protectora de su agricultura, que le permita aprovechar la fecundidad de sus riquezas naturales, mejorar sus cultivos, dar al campo yermo el agua que necesita; a los torrentes, sus cauces, y a las aguas ocultas, su alumbramiento. Una legislación previsora que asegure la paz del campo, de los talleres y el estímulo de todas las actividades industriales. Presupuestos escrupulosos, austeros para todo gasto infecundo, pero suficientes para todas aquellas obras públicas que en su propia naturaleza encuentren su compensación, vigilantes en los ingresos y equitativos en los impuestos.

Un plan de mejoras inaplazables que impida la vergüenza de que haya un solo pueblo sin camino abierto a todas las modernas comunicaciones, ni barrios sin escuelas, ni escuela sin dotación suficiente, ni ciudadano que, por pobre que sea, no encuentre expedito el paso a todas las fuentes del saber y el acceso a la Universidad y su capacitación para las más altas magistraturas.

Españoles, cesad en vuestras discusiones estériles, cerrando el oído a quienes con sus adulaciones os alientan y con su apasionamiento están originando el desastre de España. Sobre el mundo corre en estos instantes un vendaval de peligros que son el fruto lógico de todas las revoluciones anteriores. Es la terrible amenaza del comunismo, que también a vosotros os acecha y acaso con preferencia, porque ven en la República la condición más propicia para sus planes destructores. España, por las reservas de su inagotable espiritualidad, puede ser todavía a la Historia un ejemplo de lo que son capaces los pueblos que supieron conservar la fe y el sentimiento de sus tradiciones cristianas. Representantes de ellas, por mi derecho y por mi historia, yo os ofrezco mi colaboración como siempre a los mayores sacrificios. Mi aspiración es la de dotar a España, con el concurso de sus legítimas Cortes y Consejos, de una ley fundamental cristiana y española, que, nacida en la entraña nacional, e inspirada en nuestras tradiciones, satisfaga todos los anhelos y todas las necesidades nacionales. Mi misión es obra de paz y de concordia. A todos llamo, muy especialmente, y en primer término a mi muy amado sobrino Alfonso, en quien a mi muerte y por rigurosa aplicación de la ley, habrán de consolidarse mis derechos, aceptando aquellos principios fundamentales que en nuestro régimen tradicional se han exigido a todos los reyes con anteposición de derechos personales; y a todos sin distinción de clases ni condiciones, porque todos los españoles de buena voluntad caben bajo la bandera de la verdadera España. El que la ama está conmigo y yo con él para labrar juntos por la grandeza de la Patria.

Españoles, católicos, tradicionalistas, uníos en la fe y en la acción de estos ideales salvadores, no consintiendo que la

demagogia o el comunismo puedan consumar la obra de destrucción que amenaza los oscuros destinos de nuestra querida Patria.

¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! Es el grito de vuestro Caudillo. Festividad de los Santos Reyes, 1932.

Fuente.. Archivo Borbón Parma. Castillo de Puccheim (Austria).

Discurso de Manuel Azaña tras la aprobación del Estatuto de Cataluña (Barcelona, 26 de septiembre de 1932)

Discurso de Manuel Azaña tras la aprobación del Estatuto de Cataluña.
Barcelona, 26 de septiembre de 1932

Esto es, catalanes, la revolución triunfante. Ya no hay en España reyes que puedan declarar la guerra a Cataluña. Vuestro himno histórico se queda sin enemigo a quien motejar. ¡Ya no hay reyes que te declaren la guerra, Cataluña! Hay una República que instaura la paz, que restablece el derecho, que funda la nueva España en la justicia, la igualdad y la libertad. Por eso, catalanes, el hecho que nosotros celebramos hoy aquí no es sólo un hecho catalán, sino un hecho español; y más diré: un hecho de la historia universal, porque estando planteadas en el seno de otros Estados europeos cuestiones que guardan íntima semejanza con lo que representa Cataluña en relación con el resto de España, es probable que sean España y la República española, con las soluciones autonomistas para este género de problemas, las que se adelantan y dan la muestra de los caminos que hayan de seguir otros pueblos europeos, colocados en situación más o menos semejante a la nuestra. [ ... ]

Y de aquí saco yo, como gobernante español, este apotegma: La República, sin una Cataluña republicana, sería una República claudicante y débil; pero Cataluña, sin una República liberal como la nuestra, sería mucho menos libre de lo que puede ser; de suerte que están vuestra libertad y la República y la República y las libertades catalanas indisolublemente unidas. Ni una podría existir sin la otra, ni nadie atentaría a la una sin atentar inmediatamente a la otra. [ ... ]

En el cumplimiento de ese deber, las Cortes han estado a la altura de su gran misión histórica. La implantación de la autonomía de Cataluña no hubiera tenido su verdadero valor, si alguien hubiera pretendido hacerla pasar como una transacción, como una medida generosa, como la aceptación de un mal menor o como una medida política oportunista. No es nada de eso. La autonomía de Cataluña es consecuencia natural de uno de los grandes principios políticos en que se inspira la República, trasladado a la Constitución, o sea el reconocimiento de la personalidad de los pueblos peninsulares. El reconocimiento de las libertades peculiares de esos pueblos se funda en un derecho y en un hecho históricos que felizmente coinciden y se funden en sola acción política, que nosotros hemos podido llevar a cabo, pero en la cual no intervienen para nada las consideraciones subalternas de transacción, de aquietamiento de pasiones, sino el cumplimiento de un deber y el encauzamiento de Cataluña y de toda España por una nueva ruta histórica.

Fuente: M. Azaña, Obras Completas, Oasis, México, 1966, tomo II: 425-427.

Programa fundacional de la C.E.D.A. (Madrid, febrero-marzo de 1933)

Programa fundacional de la C.E.D.A. Madrid, febrero-marzo de 1933

III. REGIONALISMO

I.a La C.E.D.A. expone su criterio regionalista, opuesto a todo nacionalismo y favorable al desenvolvimiento de un espíritu propio de la región en la esfera de realidades patentes; pero proclama, al mismo tiempo, que el Estado ha de favorecer el desenvolvimiento de los intereses comunes, acentuándolos mediante una política que vele, en un ambiente de cordialidad nacional y de respeto a las manifestaciones sentimentales de las regiones, por el prevalecirmento del idioma castellano como instrumento de cultura general. Para ello, deberá utilizarse la instrucción pública y cuantos medios estimulantes procure una política que, en posesión de un ideal, sepa conciliar los fueros que deben gozar las lenguas regionales con el imperio de la que es común a la nación.

2.a Implantado ya un Estatuto regional, y siendo, acaso, inevitable la implantación de otros que responden a criterios que no son los defendidos por la C.E.D.A., se impone una política de observación, más atenta a principios -que tienen un valor de inspiración permanente- que a doctrinas -que no son sino consecuencia de esos principios y que tienen en política un valor circunstancial-. En la propaganda convendrá sostener el concepto de que la región vive por su espíritu siendo cosa distinta de los partidos que se disputan el mando y de las instituciones políticas creadas a imagen y semejanza del Estado centralizado. Convendrá, asimismo, insistir en que la región posee una constitución interna mal expresada en el artefacto de Estatutos que no contienen la vida, sino fórmulas inertes y que pueden ser instrumento de opresión de las mismas características regionales.

3.a Canalizado en el Estatuto lo que divide la Región, no lo que une, resulta mucho más vital para la región, porque la considera en su unidad, el sistema de atribución de servicios, de reconocimiento de inmunidades y de participación en el producto de impuestos o de concierto de cupos contributivos.

4.a Facultad indeclinable de la soberanía es el mantenimiento del orden público en todo caso, debiendo desaparecer la distinción constitucional entre los conflictos de carácter suprarregional o extrarregional y los que se produzcan con carácter exclusivamente regional.

Fuente: Confederación Española de Derechas Autónomas, Programa aprobado en el Congreso de Acción Popular y entidades adheridas y afines convocado para constituir la CEDA., Madrid, 1933.

"Movimiento español JONS" (El Fascio, 16 de marzo de 1933)

 

ledezma
Ramiro Ledesma Ramos (1905-1936)

 

Movimiento español JONS

 

(Juntas de Ofensiva Nacional-sindicalista)

 

Qué son las JONS

 

Los orígenes. Fe política militante. La maravilla y el orgullo de ser españoles. Lo primero, la acción. Buscamos haces, juntas. Al servicio de una mística de juventud y de violencia. Imperio y pan. La glorificación de las masas. ¡Viva España!

 

(EL FASCIO se encuentra al nacer con el hecho gratísimo de que existe en España una organización de juventudes, las JONS, disciplinada en torno a ideales muy afines a los nuestros. Pondremos a disposición de estos grupos, verdaderos fascios de jóvenes combatientes, una página de nuestra revista, desde la que lanzarán sus consignas, sus razones y sus gritos. Hoy, uno de los fundadores más destacados, Ramiro Ledesma Ramos, señala los orígenes, las rutas y las metas de las JONS)

 

Ramiro Ledesma Ramos

 

Del Triunvirato Ejecutivo Central de las JONS

 

Sentido nacional

 

He aquí nuestra conversación con Ledesma Ramos:

 

—¿...?

 

—Localice usted el nacimiento y creación de las Juntas de Ofensiva Nacionalsindicalista en la hora misma en que suspendió su publicación «La Conquista del Estado», víctima del rigor policiaco de Galarza, y tanto como eso, de la atmósfera de entontecimiento demoliberal que se respiraba en España –derecha, izquierda y centro– hasta hace unos meses. «La Conquista del Estado» desapareció hace ya un año y medio; pero sus veinticinco números denunciaron antes que nadie toda la mentira, toda la ineficacia, toda la candidez y todo el peligro de desviación y hasta de traición nacional que representaban aquellos pobres principios decimonónicos de las jornadas abrileñas. Y no era eso oposición a la República, como tal. No. Pues ante nuestra vista estaba bien cercano el pobrísimo impulso y el fracaso terminante de la Monarquía. Era otra cosa: teníamos sentido nacional español, ansia de servicios eficaces a la cultura y a la tierra que constituían nuestro ser de españoles; sabíamos quién era el enemigo –las organizaciones marxistas, poderosas y violentas–, y nos creíamos, por último, en posesión de las técnicas más precisas para debilitarlo.

 

—¿...?

 

—Y entonces, abrazados a una interpretación militante de nuestra fe política, dimos paso a las JONS, donde, repito, los grupos de jóvenes lectores que se habían adherido a la consigna de resurgimiento nacional propagada en nuestro periódico, colaboraron durante un año en una tarea silenciosa y resignada, con perfecta cohesión y disciplina. Nos sostenía un espíritu vigilante, seguros de que muy pronto el pueblo español sentiría la necesidad de defender a la desesperada su derecho a una Patria y a una cultura que él mismo había creado. Pues la presencia angustiosa de tres realidades, de tres amenazas, como son: los separatismos roedores de la Unidad, la ola marxista antinacional y bárbara operando en nuestro suelo; la ruina económica y el paro constituyen peligro suficiente para que la gran mayoría de los españoles, o por lo menos la minoría más heroica, tenaz y responsable, aceptasen el compromiso de una acción política encaminada a recuperar la fortaleza de la Patria y la prosperidad económica del pueblo.

 

La eficacia política

 

—¿...?

 

—No hay política, eficacia política, sin acción. No interesa tanto a las JONS atraer millones de españoles a sus banderas como organizar cientos de miles en un haz de voluntades, con una disciplina y una meta inexorable que atrapar. El nombre mismo de nuestros grupos, las Juntas señala la primera preocupación del partido, la de promover a categoría activa, militante, el mero existir pasivo y frío que caracteriza hoy la intervención política del pueblo.

 

—¿...?

 

—Sí. Delimitamos, por ahora, el sector de nuestras propagandas. Sabemos que el espíritu y la táctica de las JONS, es decir, sus ideas y su estilo de acción, sólo puede ser aceptado por la juventud española universitaria y obrera. Esto es, hijos de burgueses y proletariado joven, unidos en dos logros supremos: el resurgimiento de la grandeza y dignidad de España y la elaboración de una economía nacional, de sentido sindicalista, corporativo, sin lucha de clases ni marxismo. Sólo la juventud sabe que las instituciones y procedimientos que sirven de base al Estado liberal-burgués son una ruina en nuestro siglo, capaces tan sólo de despertar la adhesión y el entusiasmo de las gentes viejas. Y sólo ella sabe también que no hay licitud política alguna a extramuros de una idea nacional indiscutible, irrevisable, y que para mantener en su más firme pureza esa fe nacional, ese sentimiento de la Patria, es hoy necesario formar en unas filas uniformadas y violentas que contrarresten y detengan las calidades temibles del enemigo rojo.

 

El pueblo español

 

—¿...?

 

—En efecto: imperio y pan. No hay grandeza nacional y dignidad nacional sin estas dos cosas: un papel que realizar en el mundo, en la pugna de culturas, razas y regiones que caracteriza el vivir humano del planeta; un pueblo satisfecho, de coma y alcance, un nivel de vida superior, o, por lo menos, igual que el de otras naciones y países. Pero hay más. Si la economía nacional ha de ser próspera, es decir, lo necesariamente rica para asegurar el esplendor vital del pueblo, el primer factor es el de tener como base una pujanza y una fortaleza nacionales, una capacidad productora y un optimismo creador, imperial, que sólo consiguen y atrapan los pueblos que aparecen en la historia formados apretadamente en torno a la bandera de su Patria. Por ejemplo, la España del siglo XVI. Y hoy, el fascismo italiano.

 

—¿...?

 

—Nada es hoy posible sin un orden, una disciplina y una colaboración activísima de las masas. Quien rechace o prescinda de las masas como de algo molesto y negativo está fuera del espíritu español de nuestro siglo, de la realidad que ahora vivimos. Las JONS aceptan, acogen y comprenden en su verdadera significación esa especie de glorificación de las masas a que asistimos hoy. Y por ello creemos que la única garantía de que pueda lograrse en España un orden permanente, una fecunda disciplina española, es aceptar, o más aún, reclamar la presencia palpitante del pueblo, de las masas españolas. Demostraremos al marxismo que no nos asustan las masas, porque son nuestras. Es, pues, tarea del partido, primera justificación del partido, el encontrar los moldes, los perfiles recios, durables y auténticos sobre que volcar la colaboración, efusividad y fuerza creadora del pueblo español. El marxismo encrespa las masas e inutiliza su carácter de españolas, movilizándolas bajo consignas negativas y rabiosas. Las hace bárbaras, insolidarias y hasta criminales. Al contrario de eso, las JONS intentarán ofrecer, aclarar y señalar a las masas hispánicas cuál es la ruta del pan; es decir, de la prosperidad y del honor; esto es, de su salvación como hombres libres y como españoles libres. Sabemos bien que sólo será libre el pueblo español cuando recobre su ser, su coraje y su fuerza –que viene negando o desconociendo desde hace dos siglos– y proyecte todo eso sobre el cerco enemigo que le ataca.

 

Moviles de índole nacional

 

—¿...?

 

—Nuestra negación radical es el marxismo. Nuestra afirmación primera, la grandeza y dignidad de España. Claro que estos dos afanes pueden compartirlos asimismo –en la letra, no en el espíritu– los sectores burgueses de izquierda; pero las JONS saben bien que sólo coronando esos propósitos con una política de sacrificio y de violencia, de realidad nacional y no de farsa parlamentaria, de heroísmo en la calle popular frente a los rojos, pueden ser obtenidos rotundamente. Esperamos, pues, la adhesión inmediata de esas juventudes burguesas de izquierda, ilusionadas hasta ahora por los mitos del siglo XIX, ingenuos, candorosos, y lo que es peor, ineficaces y blandos ante el enemigo.

 

—¿...?

 

—Las JONS constituyen, puede decirse, un partido contra los partidos. No admitimos como lícitos en política otros móviles que los de índole nacional. España va a la deriva, gobernada por el egoísmo de los partidos, que hacen jirones la unanimidad histórica de España, su capacidad de independencia y sus defensas esenciales. Queremos el partido único, formado por españoles sin calificativo alguno derrotista, que interprete por sí los intereses morales, históricos y económicos de nuestra Patria. Queremos la dictadura transitoria de ese partido nacional, forjado, claro es, en la lucha y asistido activamente por las masas representativas de España. ¡¡Dictadura nacional frente a la dictadura del proletariado que propugnan los rojos y frente a los desmanes de la plutocracia capitalista!! Hasta conseguir las nuevas instituciones, el nuevo orden español, el nuevo Estado nacional de España. Nada nos liga a la España liberal y blanducha anterior al 14 de abril. Nada nos impide, pues, comenzar nuestro camino desde esta situación republicana que hoy existe. Pero, repito, la historia de España es gloriosa, formidable. Algunos de sus Reyes, magníficos jerarcas, geniales creadores de alma nacional, y de ellos estamos orgullosos ante el mundo. Ahora bien: hoy España, el pueblo español, vive una forma republicana de gobierno, y las JONS declaran que se librarán mucho de aconsejar al pueblo su abandono. En todo caso, ni Monarquía ni República: el régimen nacional de las JONS, el nuevo Estado, la tercera solución que nosotros queremos y pedimos.

 

Revolucionarias y católicas

 

—¿...?

 

—Las JONS se consideran revolucionarias. Por su doble índole de partido que utiliza y propugna la acción directa y lucha por conseguir un nuevo orden, un nuevo Estado, subvirtiendo el orden y el Estado actuales. Somos, en lo económico, sindicalistas nacionales. Tenemos en nuestro programa la sindicación forzosa de productores, y desde los Sindicatos de industria a la alta Corporación de productores –capital y trabajo–, una jerarquía de organismos nacionales garantizará a todos los legítimos intereses económicos sus rotundos derechos. Otra cosa es en nuestra época caos, convulsión, ruina de los capitales y hambre del pueblo. Sólo nosotros, nuestro sindicalismo nacional, puede hacer frente a todo eso, aniquilando la lucha de clases y la anarquía económica.

 

—¿...?

 

—¿Cómo no vamos a ser católicos? Pues ¿no nos decimos titulares del alma nacional española, que ha dado precisamente al catolicismo lo más entrañable de ella: su salvación histórica y su imperio? La historia de la fe católica en Occidente, su esplendor y sus fatigas, se ha realizado con alma misma de España; es la historia de España. Pero quede bien claro que las JONS aceptan muy poco, se sienten muy poco solidarias de la actuación política de los partidos católicos que hoy existen en España. Viven éstos apartados de la realidad mundial, y al indicar como metas aceptables las conquistas y los equilibrios belgas, denuncian un empequeñecimiento intolerable de sus afanes propiamente nacionales, españoles.

 

—¿...?

 

—Sí. ¡Viva España! Vamos a airear este grito, haciendo que las masas lo hagan resonar con orgullo. Una de las más tristes cosas, de tantas cosas tristes como se ofrecían a los españoles desde hace sesenta años, era esta realidad de que el grito de ¡Viva España! fuese considerado como un grito reaccionario, al que había que proscribir en nombre de Europa y del progreso. ¡Oh, malditos!

 

Domicilio de las JONS, en Madrid:

 

Calle del Acuerdo, 16

"El Sentido social del fascismo" (El Fascio, 16 de marzo de 1933)

 

gimenezcaballero

Ernesto Giménez Caballero (1899-1988)

 

El sentido social del fascismo

 

Hasta ahora que ha llegado la República a España, para seguir despertando a España –tras el clarinazo de la Dictadura– de una modorra casi secular, ha sido difícil y peligroso hablar en serio del Fascismo entre nosotros.

 

Los interesados en mantener el equívoco –y son muchos en España– habían hecho creer a las buenas gentes que el Fascismo significaba algo negativo, reaccionario, capitalista, monárquico, clerical y tiránico del pueblo. Habían hecho creer a nuestras buenas gentes –y son muchas en España– que el Fascismo era algo así como un pronunciamiento a lo siglo XIX.

 

* * *

 

Pero las cosas se han precipitado de tal modo que en el ambiente español –y en el ambiente europeo– que la palabra «Fascismo» va teniendo un nuevo sentido, un nuevo sentido salvador, positivo, social y universal.

 

Hoy Europa –y el mundo– están divididos en tres campos de lucha: el «campo comunista», que desea arrasar con su avalancha, oriental y bárbara, toda una civilización secular, hecha entre lágrimas, heroísmos y sangre; el «campo liberal socialdemócrata», que con sus anticuados órganos de Gobierno (Parlamento, sufragio universal) quiere por un lado contener inútilmente el cataclismo, y por otro, instaurar un iluso equilibrio de fuerzas sociales, a base del mito de «la libertad individual». Y por último, el «campo fascista», que aceptando las masas sociales y los procedimientos de acción directa propios del comunismo, salva con ellos cierta autonomía individual, salva esencias imponderables de la civilización europea, y organiza de nuevo el mundo en una paz equilibrada, en una armonía de Capital y de Trabajo, en un sentido corporativo del Estado.

 

* * *

 

Frente al «Comunismo», que todo lo quiere para la «Masa» («todo el poder para el Soviet»), y frente al «Liberalismo», que todo lo quiere para el «individuo», llega el «Fascismo», para integrar estos dos factores en un único cuerpo o «Corporación». La derecha y la izquierda sirven en el Fascismo a un solo cuerpo: «el Estado.» Lo mismo que en el hombre, la derecha y la izquierda le sirven para la lucha del cuerpo y del alma.

 

Roma, otra vez en la historia, ha resuelto la gran ecuación social. Como en tiempos de César, de San Pablo, de Constantino, de San Agustín, de Santo Tomás, de Campanella, de San Ignacio.

 

Mussolini tiene ese sentido profundo en la nueva historia del mundo. Siendo socialista, marxista, aportó en su movimiento el «genio de Oriente», comunista, y admitió las masas al Poder. Pero siendo también europeo, aceptó la función de la «iniciativa privada», del capital, y la libertad, para que las masas pudieran moverse.

 

Es hora ya de decir que el Fascismo, consecuencia de la Revolución rusa, es el triunfo de lo social: nacionalizado, universalizado, racionalizado.

 

Ni Oriente ni Occidente, sino lo universal, lo ecuménico. Ni Moscú ni Ginebra: Roma.

 

Por eso los que visitan Italia, tras diez años de este régimen tan nuevo y tan antiguo, tan moderno y tan tradicional, observan que el secreto y el sentido del Fascismo es «fundamentalmente social».

 

El Capital no ha sido aplastado por la Masa. Sino controlado por el Estado, para que sirva a la Masa, a los humildes. El trabajador en el régimen fascista, lo es todo. Es el auténtico régimen de los «trabajadores». Los trabajadores en el Fascismo han ascendido a primera clase social. Todo está en el Fascismo, en vista de la producción nacional.

 

Y el trabajador, ascendido a primate histórico, ha dejado de ser proletario. Y es patriota, y es espiritual, y siente ansias nobles de expansión y de dominio, de gloria.

 

* * *

 

La Historia se repite porque es siempre la misma. Antiguamente se decía: «Todos los caminos llevan a Roma.» Hoy lo podemos repetir. Sobre todo, los pueblos que nacimos del genio romano. Y es porque Roma, con el Fascismo, ha encontrado de nuevo la «solución de la Historia», la salvación de Europa, el «sentido de lo social».

 

E. Giménez Caballero

 

El Fascio, Madrid, 16 de marzo de 1933, número 1, página 10

"Hacia un nuevo Estado" (José Antonio Primo de Rivera, El Fascio, 16 de marzo de 1933)

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El Léon y la Hormiga (1933)

Hacia un nuevo Estado

Los fundamentos del Estado liberal

El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en su destino propio, ni siquiera en sí mismo. El Estado liberal permite que todo se ponga en duda, incluso la conveniencia de que él mismo exista.

Para el gobernante liberal, tan lícita es la doctrina de que el Estado debe subsistir, como la de que el Estado debe ser destruído. Es decir, que puesto a la cabeza de un Estado «hecho», no cree ni siquiera en la bondad, en la justicia, en la conveniencia del Estado ese. Tal un capitán de navío que no estuviera seguro de si es mejor la arribada o el naufragio. La actitud liberal es una manera de «tomar a broma» el propio destino; con ella es lícito encaramarse a los puestos de mando sin creer siquiera en que debe haber puestos de mando, ni sentir que obliguen a nada, ni aun a defenderlos.

Sólo hay una limitación: la ley. Eso sí: puede intentarse la destrucción de todo lo existente, pero sin salirse de las formas legales. Ahora que, ¿qué es la ley? Tampoco ninguna unidad permanente; tampoco ningún concepto referido a principios constantes. La ley es la expresión de la voluntad soberana del pueblo; prácticamente, de la mayoría electoral.

De ahí dos notas:

Primera. La Ley –el Derecho– no se justifica para el liberalismo por su «fin», sino por su «origen». Las escuelas que persiguen como meta permanente el bien público consideran buena ley la que se pone al servicio de tal fin. Y mala ley, la promulgue quien la promulgue, la que se aparta de tal fin. La escuela democrática –y la democracia es la forma en que se siente mejor expresado el pensamiento liberal– estima que una ley es buena y legítima si ha logrado la aquiescencia de la mayoría de los sufragios, así contenga en sus preceptos las atrocidades mayores.

Segunda. Lo justo para el liberalismo no es una categoría de razón, sino un producto de voluntad. No hay nada justo por sí mismo. Falta una norma de valoración a que referir, para aquilatar su justicia, cada precepto que se promulgue. Basta con recontar los votos que lo abonen.

Todo ello se expresa en una sola frase: «El pueblo es soberano». Soberano; es decir, investido de la virtud de autojustificar sus decisiones. Las decisiones del pueblo son buenas por el hecho solo de ser suyas. Los teóricos del absolutismo real habían dicho: «Quod principi placuit legem habet vigorem.» Había de llegar un momento en que los teóricos de la Democracia dijeran: «Hace falta que haya en las sociedades cierta autoridad que no necesite tener razón para validar sus actos; esta autoridad no está más que en el pueblo.» Son palabras de Jurien, uno de los precursores de Rousseau.

Libertad, Igualdad, Fraternidad

El Estado Liberal –el Estado sin fe, encogido de hombros– escribe en el frontispicio de su templo tres bellas palabras: «Libertad, Igualdad, Fraternidad.» Pero bajo su signo no florece ninguna de las tres.

La Libertad no puede vivir sino al amparo de un principio fuerte, permanente. Cuando los principios cambian con los vaivenes de la opinión, sólo hay libertad para los acordes con la mayoría. Las minorías están llamadas a sufrir y callar. Todavía bajo los tiranos medievales quedaba a las víctimas el consuelo de saberse tiranizadas. El tirano podría oprimir, pero los materialmente oprimidos no dejaban por eso de tener razón contra el tirano. Sobre las cabezas de tiranos y súbditos estaban escritas palabras eternas, que daban a cada cual su razón. Bajo el Estado democrático, no: la ley –no el Estado, sino la ley, voluntad presunta de los más– «tiene siempre razón». Así, el oprimido, sobre serlo, puede ser tachado de díscolo peligroso si moteja de injusta a la ley. Ni esa libertad le queda.

Por eso ha tachado Duguit de «error nefasto» la creencia en que un pueblo ha conquistado su libertad el día mismo en que proclama el dogma de la soberanía nacional y acepta la universalidad del sufragio. ¡Cuidado –dice– con substituir el absolutismo monárquico por el absolutismo democrático! Hay que tomar contra el despotismo de las asambleas populares precauciones más enérgicas quizá que las establecidas contra el despotismo de los Reyes. «Una cosa injusta sigue siéndolo, aunque sea ordenada por el pueblo y sus representantes, igual que si hubiera sido ordenada por un Príncipe. Con el dogma de la soberanía popular hay demasiada inclinación a olvidarlo.»

Así concluye la libertad bajo el imperio de las mayorías. Y la Igualdad. Por de pronto, no hay igualdad entre el partido dominante, que legisla a su gusto, y el resto de los ciudadanos, que lo soporta. Más todavía, produce el Estado liberal una desigualdad más profunda: la económica. Puestos, teóricamente, el obrero y el capitalista en la misma situación de libertad para contratar el trabajo, el obrero acaba por ser esclavizado al capitalista. Claro que éste no obliga a aquél a aceptar por la fuerza unas condiciones de trabajo; pero le sitia por hambre: le brinda unas ofertas que, en teoría, el obrero es libre de rechazar; pero si las rechaza, no come, y al cabo tiene que aceptarla. Así trajo el liberalismo la acumulación de capitales y la proletarización de masas enormes. Para defensa de los oprimidos por la tiranía económica de los poderosos hubo de ponerse en movimiento algo tan antiliberal como es el socialismo.

Y por último, se rompe en pedazos la Fraternidad. Como el sistema democrático funciona sobre el régimen de mayorías, es preciso, si se quiere triunfar dentro de él, ganar la mayoría a toda costa. Cualesquiera armas son lícitas para el propósito; si con ello se logra arrancar unos votos al adversario, bien está difamarle, calumniarle y deformar de mala fe sus palabras. Para que haya minoría y mayoría tiene que haber por necesidad «división». Para disgregar al partido contrario tiene que haber por necesidad «odio». División y odio son incompatibles con la fraternidad. Y así los miembros de un mismo pueblo dejan de sentirse integrantes de un todo superior, de una alta unidad histórica que a todos los abraza. El patrio solar se convierte en mero campo de lucha, donde procuran despedazarse dos –o muchos– bandos contendientes, cada uno de los cuales recibe la consigna de una voz sectaria, mientras la voz entrañable de la tierra común, que debiera hermanarlos a todos, parece haber enmudecido.

Las aspiraciones del nuevo Estado

Todas las aspiraciones del nuevo Estado podrían resumirse en una palabra: «unidad». La Patria es una totalidad histórica, donde todos nos fundimos, superior a cada uno de nosotros y a cada uno de nuestros grupos. En homenaje a esa unidad han de plegarse clases e individuos. Y la construcción del Estado deberá apoyarse en estos dos principios:

Primero. En cuanto a su «fin», el Estado habrá de ser instrumento puesto al servicio de aquella unidad, en la que tiene que creer. Nada que se oponga a tal entrañable, trascendente unidad, debe ser recibido como bueno, sean muchos o pocos quienes lo proclamen.

Segundo. En cuanto a su «forma», el Estado no puede asentarse sobre un régimen de lucha interior, sino sobre un régimen de honda solidaridad nacional, de cooperación animosa y fraterna. La lucha de clases, la pugna enconada de partidos, son incompatibles con la misión del Estado.

La edificación de una nueva política, en que ambos principios se compaginen, es la tarea que ha asignado la Historia a la generación de nuestro tiempo.

El Fascio, Madrid, 16 de marzo de 1933, número 1, página 2

"El fascio no es un régimen esporádico" (José Antonio Primo de Rivera, El Fascio, 16 de marzo de 1933)

 

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Rafael Sánchez Maza, Haz y Yugo (1933)

 

El fascio no es un régimen esporádico

 

Los que, refiriéndose a Italia, creen que el fascismo está ligado a la vida de Mussolini, no saben lo que es fascismo ni se han molestado en averiguar lo que supone la organización corporativa. El Estado fascista, que debe tanto a la firme voluntad del Duce, sobrevivirá a su inspirador, porque constituye una organización inconmovible y robusta.

 

Lo que pasó en la Dictadura española es que ella misma limitó constantemente su vida y apareció siempre, por propia voluntad, como un Gobierno de temporal cauterio. No hay, pues, que creer, no hay siquiera que pensar, que nosotros perseguimos la implantación de un nuevo ensayo dictatorial, pese a las excelencias del que conocimos. Lo que buscamos nosotros es la conquista plena y definitiva del Estado, no para unos años, sino para siempre.

 

Los últimos partidarios de la democracia, fracasada y en crisis, procuran, con la mala intención que es de suponer y en defensa de los reductos agrietados, llevar el confusionismo al pensamiento de las gentes. Estamos aquí nosotros para impedir el engaño de todos los que no quieran dejarse engañar. Nosotros no propugnamos una dictadura que logre el calafateo del barco que se hunde, que remedie el mal una temporada y que suponga sólo una solución de continuidad en los sistemas y en las prácticas del ruinoso liberalismo. Vamos, por el contrario, a una organización nacional permanente, a un Estado fuerte, reciamente español, con un Poder ejecutivo que gobierne y una Cámara corporativa que encarne las verdaderas realidades nacionales. Que no abogamos por la transitoriedad de una dictadura, sino por el establecimiento y la permanencia de un sistema.

 

El distingo es muy importante, y no hay que olvidarlo.

 

José Antonio Primo de Rivera, El Fascio, Madrid, 16 de marzo de 1933, número 1, página 4

"La Camisa negra" (Juan Aparicio, El Fascio, 16 de marzo de 1933)

 

1933gracia

Gracia y Justicia (Madrid, 22 de julio de 1933)

 

1915-1931 
La Camisa Negra

 

En las horas maduras de 1915 algún joven español perplejo hubo de preguntarse su futuro. Entonces iba Italia a seguir a D'Annunzio; al tuberculoso Corridoni; a Mussolini, el socialista. Una sangre popular y noble empapaba el hálito de la nación. La antigua sangre garibaldina de Bruno Garibaldi, el voluntario muerto en el frente francés, era un ansia de guerra, un alarido de venganza.

 

La multitud legendaria y exasperada ondeó por el foro romano la camisa del héroe. La roja camisa de la unidad y luego del martirio. Cada mártir traía un testimonio de virtudes y una pasión de ejemplos para la Europa endomingada de la neutralidad. Esa Europa cobarde de los mercachifles y el marxismo, cuyo pecado fue ofrecer a la pugna sacra y varonil del mundo, o su pedantería derrotista, o se negocio infame.

 

El español sin zoco ni materialismo histórico, el español ingenuo y genuino de una tradición de contiendas civiles y universales, ese español leía en el primer número y en la primera página, en el atrio remoto ya de una revista de 1915, un artículo preliminar de Ortega y Gasset: «La camisa roja».

 

Era la camisa de Bruno Garibaldi, la roja camisa interventora, desplegada también aquí –dentro de ESPAÑA– por el capitán de una generación sincrónica de la italiana. (Los cincuenta años redondos de Mussolini. El medio siglo espectador del profesor Ortega.) Ortega proclamaba: «Y hoy, cuando llega la hora, ya inminente, de entrar Italia en la guerra absoluta, en la guerra definitiva, vamos a sentir con evidencia aterradora que somos una nación descamisada.» Y más adelante: «Desde el momento en que Italia apareció desintegrada de la Triple Alianza, debemos fijar en ella los ojos. Toda una nueva política comenzó entonces a ser posible. Acaso la única posible.»

 

Detrás del trapo rojo del legionario itálico, su patria desemboca en Vittorio Veneto. Después en la negra camisa del fascismo: «la nueva política posible, la única posible.»

 

La ambición belicosa de la revista ESPAÑA fracasaba pacíficamente. Se nos escamoteó la coyuntura del peligro, el trance del combate y de la gloria, cuando la metralla hubiera sido el mejor cirujano de hierro de Costa. La agitación de ESPAÑA se desleía en algo frígido y aséptico, como los muebles de pino inglés de la Institución Libre o el «humanismo» socialista de nuestro partido obrero. (Ante la divinidad o lo demónico, lo humano –nunca el hombre– es una cosa helada.) Quisieron el triunfo sin ganarlo, y su poca gana no pudo siquiera imponer la intervención a Dato –a Dato le asesinaron los sindicalistas–. La embestida de España frente a la tela carmesí permanecía inédita. El viejo toro ibérico era todo cuernos y resignación, cornucopia florida de Museo.

 

Pero en abril de 1931, la gente pusilánime –ni vencedora ni vencida– del año 15 recolecta por sorpresa el Poder. Ministros son sus redactores y colaboradores: Azaña, De los Ríos, Albornoz, Domingo, Zulueta. Embajadores son Canedo, Pérez de Ayala, Araquistáin... El mismo Casares Quiroga fue el oscuro corresponsal provinciano en «A Cruña» de la revista ESPAÑA.

 

El centenar de diputados socialistas es casi análogo en su sentido y cifra a los 156 diputados rojos de la Italia de 1920. La España neutral produce como un hongo insólito las setas venenosas de la postguerra. La historia convulsiva y explicable de quien acaba de disparar su arma –utopías marxistas, 1917-1918: Hungría, Alemania, Rusia– es la parodia hoy, entre cándida y cínica, de este país inerme, zarrapastroso, maniatado, descamisado todavía.

 

Nosotros le ofrecemos la armadura compacta y juvenil de una camisa negra. El luto de una pena antiquísima, el porvenir de una ilusión enorme. Tendrá que pelear esta batalla la mocedad valerosa de España. Tendrá que decidirse de una vez para siempre por una guerra auténtica. Con sus cruces sobre los caídos. Y sus himnos de júbilo adelante del éxito. La trinchera fascista nos espera ansiosa. Vayamos antes que presenciemos la mascarada o la felonía de aprovecharse del fascismo, sin haberlo logrado palmo a palmo, muerto a muerto, victoria a victoria. Hasta imponer a la anarquía y a la vesania nacionales una hercúlea camisa de fuerza. Nuestra camisa negra.

 

Juan Aparicio, El Fascio, Madrid, 16 de marzo de 1933, número 1, 
página 8

"La mujer en el fascismo" (El Fascio, 16 de marzo de 1933)

 

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El Fascio (16 de marzo de 1933)

 

La mujer en el fascismo

 

Son innumerables las mujeres que muestran su predilección por la corriente fascista.

 

En Inglaterra ha sido una mujer la iniciadora del fascismo.

 

En España, aparte de muchas entidades femeninas que han acogido con júbilo la formación del fascismo se contarán, seguramente, por cientos de miles las que se inscribirán en el fascio.

 

No lo olviden los organizadores del movimiento, porque, aparte la gran misión que el fascismo ha de asegurar a la mujer, como educadora de los hombres sanos del mañana, como inteligente colaboradora en las grandes empresas, como alentadora de todo lo noble y lo bueno, puede ser ahora la gran propagandista de las excelencias de un nuevo orden de cosas que hará buena la vida, santificándola en el trabajo, en el común esfuerzo, no sólo para salvar la patria, sino para engrandecerla, que es nuestro deber y nuestro derecho.

 

¡Mujeres españolas! Volved la vista unos años atrás; contemplad también el momento presente y comprenderéis que ni con la política de entonces ni con la de ahora tendrán paz vuestros hogares, ni felicidad vuestros hijos, ni vigor la raza, ni calor de humanidad la convivencia entre los hombres.

 

Levantad también vuestros brazos al cielo, como en una férvida oración patriótica, exclamando: «¡Queremos otra España, nuestra España!»

 

Y contribuid a forjarla educando héroes, mártires, sabios, santos... ¡patriotas!

 

El Fascio, Madrid, 16 de marzo de 1933, número 1, página 11

José Antonio Primo de Rivera habla del fascismo (José Antonio Primo de Rivera, ABC, 22 de marzo de 1933)

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José Antonio Primo de Rivera (San Sebastián)
© AGACE

José Antonio Primo de Rivera habla del fascismo

A Juan Ignacio Luca de Tena:

Sabes bien, frente a los rumores circulados estos días, que no aspiro a una plaza en la jefatura del fascio, que asoma. Mi vocación de estudiante es de las que peor se compaginan con las de caudillo. Pero como a estudiante que ha dedicado algunas horas a meditar el fenómeno, me duele que ABC tu admirable diario despache su preocupación por el fascismo con sólo unas frases desabridas, en las que parece entenderlo de manera superficial. Pido un asilo en las columnas del propio ABC para intentar algunas precisiones. Porque, justamente, lo que menos importa en el movimiento que ahora anuncia en Europa su pleamar, es la táctica de fuerza (meramente adjetiva, circunstancial acaso, en algunos países innecesaria), mientras que merece más penetrante estudio el profundo pensamiento que lo informa.

El fascismo no es una táctica la violencia. Es una idea la unidad. Frente al marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al liberalismo, que exige como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay algo sobre los partidos y sobre las clases, algo de naturaleza permanente, trascendente, suprema: la unidad histórica llamada Patria. La Patria, que no es meramente el territorio donde se despedazan aunque sólo sea con las armas de la injuria varios partidos rivales ganosos todos del Poder. Ni el campo indiferente en que se desarrolla la eterna pugna entre la burguesía, que trata de explotar a un proletariado, y un proletariado, que trata de tiranizar a una burguesía. Sino la unidad entrañable de todos al servicio de una misión histórica, de un supremo destino común, que asigna a cada cual su tarea, sus derechos y sus sacrificios.

En un Estado fascista no triunfa la clase más fuerte ni el partido más numeroso que no por ser más numeroso ha de tener siempre razón, aunque otra cosa diga un sufragismo estúpido, que triunfa el principio ordenado común a todos, el pensamiento nacional constante, del que el Estado es órgano.

El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí propio. Asiste con los brazos cruzados a todo género de experimentos, incluso a los encaminados a la destrucción del Estado mismo. Le basta con que todo se desarrolle según ciertos trámites reglamentarios. Por ejemplo: para un criterio liberal, puede predicarse la inmoralidad, el antipatriotismo, la rebelión... En esto el Estado no se mete, porque ha de admitir que a lo mejor pueden estar en lo cierto los predicadores. Ahora, eso sí: lo que el Estado liberal no consiente es que se celebre un mitin sin anunciarlo con tantas horas de anticipación, o que se deje de enviar tres ejemplares de un reglamento a sellar en tal oficina. ¿Puede imaginarse nada tan tonto? Un Estado para el que nada es verdad sólo erige en absoluta, indiscutible verdad, esa posición de duda. Hace dogma del antidogma. De ahí que los liberales estén dispuestos a dejarse matar por sostener que ninguna idea vale la pena de que los hombres se maten.

Han pasado las horas de esa actitud estéril. Hay que creer en algo. ¿Cuándo se ha llegado a nada en actitud liberal? Yo, francamente, sólo conozco ejemplos fecundos de política creyente, en un sentido o en otro.

Cuando un Estado se deja ganar por la convicción de que nada es bueno ni malo, y de que sólo le incumbe una misión de policía, ese Estado perece al primer soplo encendido de fe en unas elecciones municipales.

Para encender una fe, no de derecha (que en el fondo aspira a conservarlo todo, hasta lo injusto), ni de izquierda (que en el fondo aspira a destruirlo todo, hasta lo bueno), sino una fe colectiva, integradora, nacional, ha nacido el fascismo. En su fe reside su fecundidad, contra la que no podrán nada las persecuciones. Bien lo saben quienes medran con la discordia. Por eso, no se atreven sino con calumnias. Tratan de presentarlo a los obreros como un movimiento de señoritos, cuando no hay nada más lejano del señorito ocioso, convidado a una vida en la que no cumple ninguna función, que el ciudadano del Estado fascista, a quien no se reconoce ningún derecho sino en razón del servicio que presta desde su sitio. Si algo merece llamarse de veras un Estado de trabajadores, es el Estado fascista. Por eso, en el Estado fascista y ya lo llegarán a saber los obreros, pese a quien pese los sindicatos de trabajadores se elevan a la directa dignidad de órganos del Estado.

En fin, cierro esta carta no con un saludo romano, sino con un abrazo español. Vaya con él mi voto por que tu espíritu, tan propicio al noble apasionamiento, y tan opuesto, por naturaleza, al clima soso y frío del liberalismo, que en nada cree, se encienda en la llama de esta nueva fe civil, capaz de depararnos, fuerte, laboriosa y unida una grande España.

José Antonio Primo de Rivera, ABC, 22 de marzo de 1933

Carta de José Antonio a Julián Pemartín. (Madrid, 2 de abril de 1933)

 

Carta de José Antonio a Julián Pemartín.
(Madrid, 2 de abril de 1933)

 

Querido Julián:

Hubiera querido escribirte antes, pero no me ha sido posible. Lo hago hoy, domingo, procurando ceñirme a las objeciones contra el "fascio" de que me das noticia en tu carta.
1. "Que no tiene otro medio que la violencia para conseguir el Poder". Primero, que eso es históricamente falso. Ahí está el ejemplo de Alemania, donde el Nacionalsocialismo ha triunfado en unas elecciones. Pero si no hubiera otro medio que la violencia, ¿qué importaría? Todo sistema se ha implantado violentamente, incluso el blando liberalismo (la guillotina del 93 tiene a su cargo muchas más muertes que Mussolini y Hitler juntos).
La violencia no es censurable sistemáticamente. Lo es cuando se emplea contra la justició. Pero hasta Santo Tomás, en casos extremos, admitía la rebelión contra el tirano. Así, pues, el usar la violencia contra una secta triunfante, sembradora de la discordia, negadora de la continuidad nacional y obediente a consignas extrañas (Internacional de Amsterdam, masonería, etc.), ¿por qué va a descalificar el sistema que esa violencia implante?
2. "Que tiene que surgir con idea y caudillo del pueblo." La primera parte es errónea. La idea ya no puede surgir del pueblo. Está "hecha", y los que la conocen no suelen ser hombres del pueblo. Ahora que el dar eficacia a esa idea sí que es cosa que probablemente está reservada a un hombre de extracción popular. El ser caudillo tiene algo de profeta; necesita una dosis de fe, de salud, de entusiasmo y de cólera que no es compatible con el refinamiento. Yo, por mi parte, serviría para todo menos para caudillo fascista. La actitud de dudó y el sentido irónico, que nunca nos dejan a los que hemos tenido, más o menos, una curiosidad intelectual, nos inhabilitan para lanzar las robustas afirmaciones sin titubeos que se exigen a los conductores de masas…
3. "Que en los países en que parece triunfar tuvo una razón próxima de existencia." Y en España, ¿no? Faltará la razón de tipo bélico. Por eso yo afirmo en mi carta a Luca de Tena que aquí, probablemente, el fascismo no tendrá carácter violento.
Pero la pérdida de la unidad (territorial, espiritual, histórica), ¿es menos patente aquí que en otras partes? En todo caso, podrá decirse que hay que esperar a que las cosas se pongan peor, Pero, si es posible hacerlo antes, ¿qué ventaja tiene el aguardar a los momentos desesperados? Sobre todo cuando está en gestación una dictadura socialista, organizada desde el Poder, que colocaría a España, de no malograrse, en situación de muy difícil vuelta.

 


J. A. PRIMO DE RIVERA: Obras Completas, Madrid, Dirección General de Información, 1952, pp. 49-51.

"Discurso" (José Antonio Primo de Rivera, Teatro de la Comedia de Madrid, 29 de octubre de 1933)

 

joseantonio

José Antonio Primo de Rivera (1903-1936)

 

Discurso de José Antonio Primo de Rivera

 

»Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.

 

»Cuando, en marzo de 1762, un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas más profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.

 

»Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos en un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese yo superior está dotado de una voluntad infalible, capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior, venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.

 

»Como el Estado liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después, a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, sino que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los, guardianes del Estado mismo a defenderlo.

 

»De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el ochenta, el noventa o el noventa y cinco por ciento de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que, precisamente por la función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada, o de algunos minutos robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas de Gobierno.

 

»Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos, porque como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que aspiraba a ganar el sistema ,tenía que procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos robándolos, si era preciso, a los otros partidos, y para ello no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos las peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en no desperdiciar un solo resorte de mentira y de envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del Estado liberal.

 

»Y, por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: "Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas u otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal". Y así veríais cómo en los países donde se ha llegado a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más finas, no teníais más que separamos unos cientos de metros de los barrios lujosos para encontramos con tugurios infectos donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un límite de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores de los campos que de sol a sol se doblaban sobre la tierra, abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año, gracias al libre juego de la economía liberal, setenta u ochenta jornales de tres pesetas.

 

»Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad), el socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema, que sólo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.

 

»Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación materialista de la vida y de la Historia; segundo, en un sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases.

 

»El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas, en quienes creen los pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como eran Alfonso García Valdecasas; el socialismo así entendido, no ve en la Historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así es que los obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad.

 

»No aspira el socialismo a restablecer una justicia social rota por el mal funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la represalia; aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más acá llegaran en la injusticia los sistemas liberales.

 

»Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo de hermandad y de solidaridad entre los hombres.

 

»Así resulta que cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias; y por lo que nos toca de cerca, nos encontramos en una España en ruina moral, una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esa España maravillosa, esos pueblos en donde todavía, bajo la capa más humilde, se descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no tienen un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que viven sobre una tierra seca en apariencia, con sequedad exterior, pero que nos asombra con la fecundidad que estalla en el triunfo de los pámpanos y los trigos. Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que pensar de todo ese pueblo lo que él mismo cantaba del Cid al verle errar por campos de Castilla, desterrado de Burgos:

 

»¡Dios, qué buen vasallo si ovierá buen señor!

 

»Eso vinimos a encontrar nosotros en el movimiento que empieza en ese día: ese legítimo soñar de España; pero un señor como el de San Francisco de Borja, un señor que no se nos muera. Y para que no se nos muera, ha de ser un señor que no sea, al propio tiempo, esclavo de un interés de grupo ni de un interés de clase.

 

»El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertiría se arrastren muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y otros con una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los que nos escuchan de buena fe que estas consideraciones espirituales caben todas en nuestro movimiento; pero que nuestro movimiento por nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida bajo la división superficial de derechas e izquierdas.

 

»La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día, y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.

 

»Y con eso ya tenemos todo el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente, porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo programa de abrazos y de riñas.

 

»He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y del Estado que ha de servirla.

 

»Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.

 

»Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en cambio, nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si ésas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unimos en grupos artificiales, empiezan por desunimos en nuestras realidades auténticas?

 

»Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz de condenarse y de salvarse. Sólo cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su libertad, y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.

 

»Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos, con el trabajo manual; otros, con el trabajo del espíritu; algunos, con un magisterio de costumbres y refinamientos. Pero que en una comunidad tal como la que nosotros apetecernos, sépase desde ahora, no debe haber convidados ni debe haber zánganos.

 

»Queremos que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se dé a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serio, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.

 

»Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.

 

»Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia.

 

»Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho al hablar de "todo menos la violencia" que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.

 

»Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que hemos de afanamos en edificar.

 

»Pero nuestro movimiento no estaría del todo entendido si se creyera que es una manera de pensar tan sólo; no es una manera de pensar: es una manera de ser. No debemos proponemos sólo la construcción, la arquitectura política. Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine nadie que aquí nos reunimos para defender privilegios. Yo quisiera que este micrófono que tengo delante llevara mi voz hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para decirles: sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no nos interesa como señoritos; venimos a luchar porque a muchos de nuestras clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los humildes. Y así somos, porque así lo fueron siempre en la Historia los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras, por aquello que precisamente, como a tales señoritos, no les importaba nada.

 

»Yo creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones más tibias; creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!

 

»En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos; nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo, triunfo que ¿para qué os lo voy a decir? no vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí vuestra España, ni está ahí nuestro marco. Esa es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas, Que sigan los demás con sus festines. Nosotros fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas.»

 

José Antonio Primo de Rivera, Teatro de la Comedia de Madrid, 29 de octubre de 1933

Las J.O.N.S. a todos los trabajadores de España (Madrid, diciembre de 1933)

 

Las J.O.N.S. a todos los trabajadores de España

 

(Madrid, diciembre de 1933)

 

Camaradas obreros:

 

Los errores de los dirigentes marxistas han llevado a la clase trabajadora española a una situación peligrosa y difícil. Nosotros sentimos por eso la necesidad de contribuir a la defensa moral y material de las masas obreras, siguiendo procedimientos nuevos y señalando a los trabajadores las causas a que obedece el que hoy se hallen al borde de ser aplastados sus derechos y sus intereses por una poderosa reacción capitalista.

 

Crítica de organizaciones. Nueva táctica

 

Las organizaciones sindicales hoy existentes en España—la. Unión General de Trabajadores y la C. N. T.—sirven, más que los intereses de los trabajadores, los intereses de los grupos que las utilizan, bien para obtener ventajas políticas, como los socialistas, o bien para realizar sueños vanos y cabriolas revolucionarias como los faístas. Esa política de los dirigentes de la Unión General de Trabajadores, y esa actuación, ingenuamente catastrófica y seudorrevolucionaria de los faístas dirigentes de la Confederación, no se emplea en beneficio de los trabajadores, ni siquiera en contra de la gran plutocracia, sino que hiere y perturba los intereses morales, materiales e históricos de nuestra Patria española. Por culpa de las tendencias marxistas permanece hoy la clase obrera de nuestro país desatendida de la defensa de España, abandonando este deber a las clases burguesas, que acaparan el patriotismo, utilizándolo para sus negocios e intereses, para ametrallar a las masas, considerándolas enemigas del Estado, de la Sociedad y de la Patria y para reducir la fuerza y el prestigio de España a la lamentable situación en que hoy la hallamos.

 

Las J.O.N.S. creen que es el pueblo, que han de ser los trabajadores quienes se encarguen de vigorizar y sostener la vida española, pues la mayor garantía del pan, la prosperidad, y la vida digna de las masas, radica en la fuerza económica, moral y material de la Patria. Y son los trabajadores los que deben hacer suya, principalmente, la tarea de crear una España grande y rica, y no los banqueros y los capitalistas, a quienes les basta con su oro, sin que les preocupe lo más mínimo que España sea fuerte o débil, esté unida o fraccionada, cuente o no en el mundo.

 

Las J.0.N.S. ofrecen a los trabajadores españoles una bandera de eficacia. Acogiéndose a ella se liberarán de sus actuales dirigentes y conquistarán de un modo seguro y digno, en colaboración con otros sectores nacionales, igualmente en riesgo, como los pequeños industriales y funcionarios, el derecho a la emancipación y a la seguridad de su vida económica.

 

Si ello no lo han conseguido todavía los trabajadores, aun disponiendo de organizaciones y sindicatos poderosos, se debe a los errores y traiciones de que les hacen objeto los grupos que los dirigen. Hay que impedir que las cotizaciones de los obreros de la U. G. T. sirvan para encaramar políticamente a dos centenares de socialistas, que no persiguen otro fin que el triunfo personal de ellos, dejando de ser asalariados y sin que los auténticos obreros perciban la más mínima mejora en su nivel de vida. Y hay que impedir que la C. N. T. sea el cobijo de los grupos anarquistas que conducen esta Central obrera a la inercia y a la infecundidad revolucionaria.

 

No creemos nosotros, sin embargo, que convenga a los trabajadores, ni a nuestro ideal Nacional-Sindicalista, la creación de una Central sindical, competidora de la U. G. T. y de la C. N. T. No debemos debilitar ni desmenuzar el frente obrero. Ahora bien, dentro de todos los Sindicatos, de la U. G. T. y de la C. N. T. fomentaremos la existencia de Grupos de Oposición Nacional-Sindicalista que democráticamente influyan en la marcha de los Sindicatos y favorezcan el triunfo del movimiento jonsista, que será también la victoria de todos los trabajadores.

 

Os invitamos, pues, camaradas obreros, a fortalecer nuestro frente de lucha, bien perteneciendo a las J.O.N.S. en vanguardia liberadora y nacionalsindicalista, de carácter revolucionario y patriótico, bien formando en los Grupos de Oposición Nacional-Sindicalista, dentro de los sindicatos hoy existentes, para una lucha de carácter profesional y diario.

 

Antiburgueses y antimarxistas

 

Nos calumnian quienes dicen que las J.O.N.S. vienen a salvar a la burguesía. Mentira. Somos tan antiburgueses como antimarxistas. Lo que sí proclamamos es la necesidad de una España grande y poderosa, como el mejor baluarte y la mejor garantía de los intereses del pueblo trabajador. El sentimiento nacional corresponde al pueblo. ¡No os dejéis arrancar, obreros, vuestro carácter nacional de españoles, porque es lo que ha de salvaros! Los internacionalistas son unos farsantes y hacen el juego a la burguesía voraz, entregándole íntegras las riquezas de la Patria. "Solo los ricos pueden permitirse el lujo de no tener Patria."

 

Las J.O.N.S. denuncian ante todos los trabajadores que la lucha de clases, como táctica permanente de combate social, favorece la rapacidad del capitalismo internacional y financiero, que negocia empréstitos onerosos con los países de economía debilitada, compra a bajo precio sus ferrocarriles, sus minas, sus tierras. Es el camino de la esclavitud nacional. Y a ello colaboran los socialistas negando la existencia de la Nación española y convirtiendo a sus obreros en rebaños al servicio de los intereses de los grandes capitalistas. En ese contubernio inmoral y secreto de los jefes marxistas mundiales con la alta finanza, radican las mayores traiciones de que han hecho víctimas a la Nación española y al pueblo.

 

¡En guardia, pues, trabajadores! Las J.O.N.S. os presentan una línea clara de combate. Hay que atrincherarse en el terreno más firme. Hay que luchar como españoles, desde España donde hemos nacido y donde está la posible salvación de nuestras vidas.

 

He aquí las consignas de las J.O.N.S. para todos los trabajadores:

 

Hay que ser revolucionarios

 

Pues solo revolucionariamente es posible desmontar el aparato económico burgués-liberal que hoy oprime a los españoles.

 

Hace falta un orden nacional

 

El orden que necesitan los trabajadores no es, desde luego, el orden burgués, tiránico y despreciable. Es el orden nacional, la disciplina nacional, sostenidos por el esfuerzo de los mismos trabajadores, en beneficio de España y de su economía. Y repetimos que son los obreros, las masas pobres y laboriosas, quienes deben luchar por la existencia de una disciplina rígida y justa, que someta y aplaste la arbitrariedad de los poderosos.

 

Hay que localizar al enemigo

 

Sostenemos que debe administrarse bien la energía que los trabajadores desarrollen en su lucha. La revolución Nacional-Sindicalista de las J.O.N.S. quiere descubrir a los enemigos reales y no desperdiciar energías útiles contra enemigos imaginarios. El enemigo del obrero no es siempre el patrono. Es el sistema que permite que las riquezas producida! por patronos y obreros caigan inicuamente en poder de esos otros beneficiarios inmorales, que son los verdaderos enemigos de los obreros, de la Nación española y del bienestar de todo el pueblo. Los altos beneficiarios de la actual economía liberal-burguesa no son corrientemente los patronos, y menos, claro es, los obreros, sino esa legión de especuladores de Bolsa, acaparadores de productos y del comercio exterior, los grandes prestamistas, la alta burocracia cómplice que radica en los Sindicatos marxistas y en los Ministerios. Estos voraces opresores tienen poco que ver, por lo general, con los modestos y honrados capitales que los agricultores e industriales movilizan en la explotación de sus negocios.

 

Las J.0.N.S. distinguen perfectamente entre ellos, y sostienen la necesidad de que la conciencia honrada de los trabajadores nacional-sindicalistas advierta y apruebe esa distinción justa.

 

Necesidad de batir al marxismo

 

Señalado el enemigo capitalista, las J.O.N.S. destacan ante los trabajadores la gran culpa que corresponde a las tendencias marxistas en el crecimiento y extensión de la tiranía y el malestar económico de las masas. El marxismo impide que los trabajadores luchen revolucionariamente, de acuerdo con otros grupos sociales de amplitud nacional, y polariza la revolución hacia afanes exclusivamente destructores y caóticos. Anula asimismo en el hombre sus fines más nobles, como, por ejemplo, el servicio y culto a la Patria que formaron con ilusión y sangre sus antepasados, el desinterés y generosidad de espíritu que se requieren para colaborar alegremente con los demás compatriotas en la gigantesca obra común de forjar una economía racional y justa.

 

El marxismo conduce a los trabajadores a situaciones trágicas, sin salida ni decoro. Los convierte en enemigos inconscientes de su país, al servicio, como antes dijimos, de la finanza internacional y de los imperialismos extranjeros. Eso lo consigue debilitando en los trabajadores la idea de Patria, presentándola como cosa burguesa, cuando la realidad es más bien la opuesta. Nosotros, sin embargo, sostenemos que la salvación de España depende del concurso de los trabajadores y que la tarea de reconstrucción nacional con que sueñan hoy las masas de españoles jóvenes, sanos y entusiastas, solo será posible si los nuevos revolucionarios, obreros y clase media, arrebatan a las derechas, a los sectores tradicionalmente patrióticos, la bandera y la consigna de forjar una España fuerte, grande y libre.

 

Los propósitos revolucionarios

 

El triunfo de la revolución jonsista resolverá de plano las dificultades de los trabajadores. Pero hasta que eso acontezca se requiere amparar, apoyar y encauzar eficazmente sus luchas diarias. Las J.O.N.S. piden y quieren la nacionalización de los transportes, como servicio público notorio; el control de las especulaciones financieras de la alta banca, garantía democrática de la economía popular; la regulación del interés o renta que produce el dinero empleado en explotaciones de utilidad nacional; la democratización del crédito, en beneficio de los Sindicatos, Agrupaciones comunales y de los industriales modestos; abolición del paro forzoso, haciendo del trabajo un derecho de todos los españoles como garantía contra el hambre y la miseria; igualdad ante el Estado de todos los elementos que intervienen en la producción (capital, trabajo y técnicos), y justicia rigurosa en los organismos encargados de disciplinar la economía nacional; abolición de los privilegios abusivos e instauración de una jerarquía del Estado que alcance y se nutra de todas las clases españolas

 

Pero, sobre todo, vamos a la realización de la revolución nacional-sindicalista. las J.O.N.S. presentan una meta revolucionaria como garantía ante los trabajadores de que su lucha no será estéril y de que sus dirigentes están libres de toda corruptela política y parlamentaria.

 

Los trabajadores que además de revolucionarios se sientan españoles y patriotas deben ingresar en nuestros cuadros de lucha, por la consecución rápida y la victoria arrolladora del nacional-sindicalismo revolucionario.

 

¡Salud y revolución nacional!

Puntos iniciales de Falange Española (José Antonio Primo de Rivera, Madrid, 7 de diciembre de 1933)

 

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García Valdecasas, Ruiz de Alda y José Antonio Primo de Rivera en el acto fundacional de la Falange (29 de octubre de 1933)

 

Puntos iniciales de Falange Española

 

I. España

 

Falange Española cree resueltamente en España. España NO ES un territorio.

 

Ni un agregado de hombres y mujeres.

 

España es, ante todo, una unidad de destino.

 

Una realidad histórica.

 

Una entidad, verdadera en sí misma, que supo cumplir —y aún tendrá que cumplir— misiones universales.

 

Por lo tanto, España existe:

 

1. Como algo distinto a cada uno de los individuos y de las clases y de los grupos que la integran.

 

2. Como algo superior a cada uno de esos individuos, clases y grupos, y aun al conjunto de todos ellos.

 

Luego España, que existe como realidad "distinta y superior" ha de tener "sus fines propios".

 

Son esos fines:

 

1. La permanencia en su unidad.

 

2. El resurgimiento de su vitalidad interna.

 

3. La participación, con voz preeminente, en las empresas espirituales del mundo.

 

II. Disgregaciones de España

 

Para cumplir esos fines España tropieza con un gran obstáculo. Está dividida:

 

1. Por los separatismos locales.

 

2. Por las pugnas entre los partidos políticos.

 

3. Por la lucha de clases.

 

El separatismo ignora u olvida la realidad de España. Desconoce que España es, sobre todo, una gran unidad de destino.

 

Los separatistas se fijan en si hablan lengua propia, en si tienen características raciales propias, en si su comarca presenta clima propio o especial fisonomía topográfica.

 

Pero —habrá que repetirlo siempre— una nación no es una lengua, ni una raza, ni un territorio. Es una unidad de destino en lo universal. Esa unidad de destino se llamó y se llama España.

 

Bajo el signo de España cumplieron su destino —unidos en lo universal— los pueblos que la integran.

 

Nada puede justificar que esa magnífica unidad, creadora de un mundo, se rompa.

 

Los partidos políticos ignoran la unidad de España, porque la miran desde el punto de vista de un interés parcial.

 

Unos están a la derecha.

 

Otros están a la izquierda.

 

Situarse así ante España es ya desfigurar su verdad.

 

Es como mirarla con solo el ojo izquierdo o con solo el ojo derecho: de reojo.

 

Las cosas bellas y claras no se miran así, sino con los dos ojos, sinceramente de frente.

 

No desde el punto de vista "parcial" de "partido" que ya, por serlo, deforma lo que se mira.

 

Sino, desde un punto de vista total, de Patria, que al abarcarla en su conjunto corrige nuestros defectos de visión.

 

La lucha de clases ignora la unidad de la Patria, porque rompe la idea de la "producción nacional" como conjunto.

 

Los patronos se proponen, en estado de lucha, ganar más.

 

Los obreros, también.

 

Y, alternativamente, se tiranizan.

 

En las épocas de crisis de trabajo, los patronos abusan de los obreros.

 

En las épocas de sobra de trabajo, o cuando las organizaciones obreras son muy fuertes, los obreros abusan de los patronos.

 

Ni los obreros ni los patronos se dan cuenta de esta verdad: Unos y otros son cooperadores en la obra conjunta de la producción nacional. No pensando en la producción nacional, sino en el interés o en la ambición de cada clase, acaban por destruirse y arruinarse patronos y obreros.

 

III. Camino del remedio

 

Si las luchas y la decadencia nos vienen de que se ha perdido la idea permanente de España, el remedio estará en restaurar esa idea. Hay que volver a concebir a España como realidad existente por sí misma.

 

Superior a las diferencias entre los pueblos.

 

Y a las pugnas entre los partidos.

 

Y a la lucha de clases.

 

Quien no pierda de vista esa afirmación de la realidad superior de España, verá claros todos los problemas políticos.

 

IV. El Estado

 

Algunos conciben al Estado como un simple mantenedor del orden, como un espectador de la vida nacional, que solo toma parte en ella cuando el orden se perturba, pero que no cree resueltamente en ninguna idea determinada.

 

Otros aspiran a adueñarse del Estado para usarlo, incluso tiránicamente, como instrumento de los intereses de su grupo o de su clase.

 

Falange Española no quiere ninguna de las dos cosas: ni el Estado indiferente, mero policía, ni el Estado de clase o grupo.

 

Quiere un Estado creyente en la realidad y en la misión superior de España.

 

Un Estado que, al servicio de esta idea, asigne a cada hombre, a cada clase y a cada grupo sus tareas, sus derechos y sus sacrificios.

 

Un Estado de todos, es decir: que no se mueva sino por la consideración de esa idea permanente de España; nunca por la sumisión al interés de una clase o de un partido.

 

V. Supresión de los partidos políticos

 

Para que el Estado no pueda nunca ser de un partido hay que acabar con los partidos políticos.

 

Los partidos políticos se producen como resultado de una organización política falsa; el régimen parlamentario.

 

En el Parlamento, unos cuantos señores dicen representar a quienes los eligen. Pero la mayor parte de los electores no tienen nada común con los elegidos: ni son de las mismas familias, ni de los mismos Municipios, ni del mismo gremio.

 

Unos pedacitos de papel depositados cada dos o tres años en unas urnas son la única razón entre el pueblo y los que dicen representarle.

 

Para que funcione esa máquina electoral, cada dos o tres años hay que agitar la vida de los pueblos de un modo febril.

 

Los candidatos vociferan, se injurian, prometen cosas imposibles.

 

Los bandos se exaltan, se increpan, se asesinan.

 

Los más feroces odios son azuzados en esos días. Nacen rencores que durarán acaso para siempre y harán imposible la vida en los pueblos.

 

Pero a los candidatos triunfantes, ¿qué les importan los pueblos? Ellos se van a la capital, a brillar, a salir en los periódicos y a gastar su tiempo en discutir cosas complicadas, que los pueblos no entienden.

 

¿Para qué necesitan los pueblos esos intermediarios políticos? ¿Por qué cada hombre, para intervenir en la vida de su nación, ha de afiliarse a un partido político o votar las candidaturas de un partido político?

 

Todos nacemos en una familia.

 

Todos vivimos en un Municipio.

 

Todos trabajamos en un oficio o profesión.

 

Pero nadie nace ni vive naturalmente en un partido político.

 

El partido es una cosa artificial que nos une a gentes de otros Municipios y de otros oficios, con los que no tenemos nada en común, y nos separa de nuestros convecinos y de nuestros compañeros de trabajo, que es con quien de veras convivimos.

 

Un Estado verdadero, como el que quiere Falange Española, no estará asentado sobre la falsedad de los partidos políticos, ni sobre el Parlamento que ellos engendran.

 

Estará asentado sobre las auténticas realidades vitales.

 

La familia.

 

El Municipio.

 

El gremio o sindicato.

 

Así, el nuevo Estado habrá de reconocer la integridad de la familia como unidad social; la autonomía del Municipio como unidad territorial, y el sindicato, el gremio, la corporación como bases auténticas de la organización total del Estado.

 

VI. De la superación de la lucha de clases

 

El nuevo Estado no se inhibirá cruelmente de la lucha por la vida que sostienen los hombres.

 

No dejará que cada clase se las arregle como pueda para librarse del yugo de la otra o para tiranizarla.

 

El nuevo Estado, por ser de todos, totalitario, considerará como fines propios los fines de cada uno de los grupos que lo integran y velará como por sí mismo por los intereses de todos.

 

La riqueza tiene como primer destino mejorar las condiciones de vida de los más; no sacrificar a los más para lujo y regalo de los menos.

 

El trabajo es el mejor título de dignidad civil. Nada puede merecer más la atención del Estado que la dignidad y el bienestar de los trabajadores.

 

Así, considerará como primera obligación suya, cueste lo que cueste, proporcionar a todo hombre trabajo que le asegure no solo el sustento, sino una vida digna y humana.

 

Eso no lo hará como limosna, sino como cumplimiento de un deber.

 

Por consecuencia, ni las ganancias del capital —hoy a menudo injustas— ni las tareas del trabajo estarán determinadas por el interés o por el poder de la clase que en cada momento prevalezca, sino por el interés conjunto de la producción nacional y por el poder del Estado.

 

Las clases no tendrán que organizarse en pie de guerra para su propia defensa, porque podrán estar seguras de que el Estado velará sin titubeo por todos sus intereses justos.

 

Pero sí todos tendrán que organizarse en pie de paz en los sindicatos y los gremios, porque los sindicatos Y los gremios, hoy alejados de la vida pública por la interposición artificial del Parlamento y de los partidos políticos, pasarán a ser órganos directos del Estado.

 

En resumen:

 

La actual situación de lucha considera a las clases como divididas en dos bandos, con diferentes y opuestos intereses.

 

El nuevo punto de vista considera a cuantos contribuyen a la producción como interesados en una misma gran empresa común.

 

VII. El individuo

 

Falange Española considera al hombre como conjunto de un cuerpo y un alma; es decir, como capaz de un destino eterno, como portador de valores eternos.

 

Así, pues, el máximo respeto se tributa a la dignidad humana, a la integridad del hombre y a su libertad.

 

Pero esa libertad profunda no autoriza a socavar los fundamentos de la convivencia pública.

 

No puede permitirse que todo un pueblo sirva de campo de experimentación a la osadía o a la extravagancia de cualquier sujeto.

 

Para todos, la libertad verdadera que solo se logra por quien forma parte de una nación fuerte y libre.

 

Para nadie, la libertad de perturbar, de envenenar, de azuzar las pasiones, de socavar los cimientos de toda duradera organización política.

 

Estos fundamentos son: la autoridad, la jerarquía y el orden.

 

Sí la integridad física del individuo es siempre sagrada, no es suficiente para darle una participación en la vida pública nacional.

 

La condición política del individuo solo se justifica en cuanto cumple una función dentro de la vida nacional.

 

Solo estarán exentos de tal deber los impedidos.

 

Pero los parásitos, los zánganos, los que aspiran a vivir como convidados a costa del esfuerzo de los demás, no merecerán la menor consideración del Estado nuevo.

 

VIII. Lo espiritual

 

Falange Española no puede considerar la vida como un mero juego de factores económicos. No acepta la interpretación materialista de la Historia.

 

Lo espiritual ha sido y es el resorte decisivo en la vida de los hombres y de los pueblos.

 

Aspecto preeminente de lo espiritual es lo religioso.

 

Ningún hombre puede dejar de formularse las eternas preguntas sobre la vida y la muerte, sobre la creación y el más allá.

 

A esas preguntas no se puede contestar con evasivas: hay que contestar con la afirmación o la negación.

 

España contestó siempre con la afirmación católica.

 

La interpretación católica de la vida es, en primer lugar, la verdadera; pero es, además, históricamente, la española.

 

Por su sentido de catolicidad, de universalidad, ganó España al mar y a la barbarie continentes desconocidos. Los ganó para incorporar a quienes los habitaban a una empresa universal de salvación.

 

Así, pues, toda reconstrucción de España ha de tener un sentido católico.

 

Esto no quiere decir que vayan a renacer las persecuciones contra quienes no lo sean. Los tiempos de las persecuciones religiosas han pasado.

 

Tampoco quiere decir que el Estado vaya a asumir directamente funciones religiosas que corresponden a la Iglesia.

 

Ni menos que vaya a tolerar intromisiones o maquinaciones de la Iglesia, con daño posible para la dignidad del Estado o para la integridad nacional.

 

Quiere decir que el Estado nuevo se inspirará en el espíritu religioso católico tradicional en España y concordará con la Iglesia las consideraciones y el amparo que le son debidos.

 

IX La conducta

 

Esto es lo que quiere Falange Española.

 

Para conseguirlo llama a una cruzada a cuantos españoles quieran el resurgimiento de una España grande, libre, justa y genuina.

 

Los que lleguen a esta cruzada habrán de aprestar el espíritu para el servicio y para el sacrificio.

 

Habrán de considerar la vida como milicia: disciplina y peligro, abnegación y renuncia a toda vanidad, a la envidia, a la pereza y a la maledicencia.

 

Y al mismo tiempo servirán ese espíritu de una manera alegre y deportiva.

 

La violencia puede ser lícita cuando se emplea por un ideal que la justifique.

 

La razón, la justicia y la Patria serán defendidas por la violencia cuando por la violencia —o por la insidia— se las ataque.

 

Pero Falange Española nunca empleará la violencia como instrumento de opresión.

 

Mienten quienes anuncian —por ejemplo— a los obreros una tiranía fascista.

 

Todo lo que es haz o falange es unión, cooperación animosa y fraterna, amor.

 

Falange Española, encendida por un amor, segura de su fe, sabrá conquistar a España para España, con aire de milicia.

 

José Antonio PRIMO DE RIVERA, Madrid, 7 de diciembre de 1933.

¿Euzkadi libre? (José Antonio Primo de Rivera, Falange Española, 7 de diciembre de 1933)

 

¿Euzkadi libre?

 

Acaso siglos antes de que Colón tropezara con las costas de América pescaron gentes vascas en los bancos de Terranova. Pero los nombres de aquellos precursores posibles se esfumaron en la niebla del tiempo. Cuando empiezan a resonar por los vientos del mundo las eles y las zetas de los nombres vascos es cuando los hombres que las llevan salen a bordo de las naves imperiales de España. En la ruta de España se encuentran los vascos a sí mismos. Aquella raza espléndida, de bellas musculaturas sin empleo y remotos descubrimientos sin gloria, halla su auténtico destino al bautizar con nombres castellanos las tierras que alumbra y transportar barcos en hombros, de mar a mar, sobre espinazos de cordilleras.

 

Nadie es uno sino cuando pueden existir otros. No es nuestra interna armadura física lo que nos hace ser personas, sino la existencia de otros de los que el ser personas nos diferencia. Esto pasa a los pueblos, a las naciones. La nación no es una realidad geográfica, ni étnica, ni lingüística; es sencillamente una unidad histórica. Un agregado de hombres sobre un trozo de tierra sólo es nación si lo es en función de universalidad, si cumple un destino propio en la Historia; un destino que no es el de los demás. Siempre los demás son quienes nos dicen que somos uno.

 

En la convivencia de los hombres soy el que no es ninguno de los otros. En la convivencia universal, es cada nación lo que no son las otras. Por eso las naciones se determinan desde fuera; se las conoce desde los contornos en que cumplen un propio, diferente, universal destino.

 

Así es nación España. Se dijera que su destino universal, el que iba a darle el toque mágico de nación, aguardaba el instante de verla unida. Las tres últimas décadas del quince asisten atónitas a los dos logros, que bastarían por su tamaño para llenar un siglo cada uno: apenas se cierra la desunión de los pueblos de España, se abren para España –allá van los almirantes vascos en naves de Castilla– todos los caminos del mundo.

 

Hoy parece que quiere desandarse la Historia. Euzkadi ha votado su Estatuto. Tal vez lo tenga pronto. Euzkadi va por el camino de su libertad. ¿De su libertad? Piensen los vascos en que la vara de la universal predestinación no les tocó en la frente sino cuando fueron unos con los demás pueblos de España. Ni antes ni después, con llevar siglos y siglos hablando lengua propia y midiendo tantos grados de ángulo facial. Fueron nación (es decir, unidad de historia diferente de las demás), cuando España fue su nación. Ahora quieren escindirla en pedazos. Verán cómo les castiga el Dios de las batallas y de las navegaciones, a quien ofende, como el suicidio, la destrucción de las fuertes y bellas unidades. Los castigará a servidumbre, porque quisieron desordenadamente una falsa libertad. No serán nación (una en lo universal); serán pueblo sin destino en la Historia, condenado a labrar el terruño corto de horizontes, y acaso a atar las redes en otras Tierras Nuevas, sin darse cuenta de que descubre mundos.

 

(Falange Española, núm. 1, 7 de diciembre de 1933)

"Antifascistas en España" (José Ortega y Gasset, F.E., 7 de diciembre de 1933)

 

Antifascistas en España
Don José Ortega y Gasset

 

El fascismo tiene sus enemigos agrupados en estos tres frentes: El social-comunista, el demoliberal-masónico y el populismo católico.

 

El enemigo más claro –y, por tanto–, menos peligroso, es el comunista. O tú o yo. No hay equívoco, con el comunista. De mucho más peligro es el complejo de los otros grupos antifascistas. No terminan de estar enfrente sin por eso ponerse al lado. Y si se ponen al lado, es para destruir el fascismo desde dentro. Es muy varia la enorme especie de «los antifascistas». De tratarse de algo botánico o zoológico, ya habría surgido un nuevo Linneo que catalogase esas variedades. Pero se trata de algo moral, social, espiritual, de algo que no puede investigar –no ya el biólogo– sino ni siquiera la policía. Se trata de una inquisición. De una alta y grande inquisición. Santa tarea. Tarea santa y grave que vamos a asumir nosotros, en temporáneos, renovados, solemnes y flameantes Autos de F.E.

 

Elegimos para nuestra primera hoguera, la figura más noble, importante y peligrosa del heterodoxismo español antifascista, el filósofo don José Ortega y Gasset.

 

Un amigo nuestro nos decía aún hace poco. «Ortega está muy cerca del Fascismo. Nos convendría mucho que el Fascismo en España lo lanzase Ortega.» Supusimos que al decir esto nuestro camarada tenía indicios de una posible y recientísima simpatía de Ortega por el Fascismo. Y ello nos contristó profundamente. No tanto por el Fascismo que hubiese quedado desvirtuado «ipso facto», sino por el propio Ortega. Hubiera sido la más grande deslealtad que Ortega se hubiese hecho a sí mismo: a su ideología tenazmente mantenida en años y libros, a su conducta de alma liberal y laica, cuyos polos morales son –congruentemente– la soberbia y el desdén, virtudes satánicas y ortodoxamente filosóficas. Virtudes heroicas del liberal, que condujeron a Prometeo al castigo celeste del vultúrido corroedor, a Sócrates al castigo ciudadano de beber la cicuta, a Galileo al martirio; a Fausto, al pacto con Mefistófeles, a Werther, al suicidio, a Adán, a la pérdida del Paraíso, y a Satanás, a caer despeñado en los infiernos.

 

Nuestro fascismo –como el resto de los fascismos europeos– necesitaba y necesita el enemigo liberal. Si no existiese habría que inventarlo, como decía Voltaire de Dios. Necesitaba y necesita nuestro fascismo, un enemigo liberal en España de la fuerza y el talento de un Croce en Italia, de un Einstein o un Mann en Alemania.

 

Ese papel magnífico y necesario –hoeresses oponiet esse– lo tiene asignado y ganado cumplidamente don José Ortega y Gasset. Le rogamos, con fervor y súplica, que no lo abandone, que no lo traicione ni lo pierda. ¡Qué sería entonces de nosotros! ¡Qué presa victimatoria íbamos a elegir para nuestra santa quema! ¡Tendríamos que declararnos cesantes en este oficio santo del Santo Oficio, con que venimos soñando largamente! Quiero defender a Ortega, contra los que le acusan de filofascismo. Nadie ha escrito y pensado en España contra el fascismo las maravillas heréticas que ha pensado y escrito Ortega. ¡Nadie las mueva, que están a prueba con él! Hasta tal punto es cruel y mortífero en sus ataques, que –si algún día triunfa nuestra F.E.– yo, en mi calidad de Gran Inquisidor, propondría al Gran Consejo Ejecutivo, no la quema o fusilamiento de este gran enemigo, sino su absoluta tolerancia. Precisamente, en su última Charla, García Sanchiz aludía al refinamiento de Mussolini para con Croce. Es la única pluma, la pluma más liberal de Italia, a quien permite escribir y despotricar contra el régimen cuanto le venga en gana. ¿Por qué no haríamos nosotros lo mismo con Ortega, cuando Ortega tiene –sobre Croce– el superior peligro de su seducción superior, de su estilo poético y mágico, de sus sofismas encandilantes, enternecedores y terribles? La grandeza de un alma y de una fe se prueba siempre en el modo de tratar al enemigo grande.

 

Mi Auto de F.E. sobre Ortega, va a consistir hoy en aportar a su proceso una documentación exacta y sumaria de textos. No de acusaciones. Va a consistir en situarle en su frente liberal que representa egregiamente. Va a consistir –con mis acusaciones textuales– en que nadie pueda ya confundirle con nuestra fe. Su fe precisamente consiste en su escepticismo de la Fé. En creer –como buen filósofo– que hay muchas fés, y, por tanto, ninguna válida y verdadera. Su fe consiste en la Razón: un instrumento humano, que sólo vale para destruir la Fe. Por donde Ortega, al proclamar la supremacía de la Razón sobre la Fe, anula la esencia misma del fascismo, que es la Fe sobre la Razón. (La Razón en el fascismo sólo vale para articular y cimentar más la Fe. Para hacerla manejable, comunicable.)

 

***

 

Sería necesario transcribir la casi total obra de Ortega para corroborar lo que decimos. Esa labor la ha hecho recientemente una Editorial, y nos remitimos a la consulta de tales obras completas. Pero una Antología nos va a bastar.

 

1) En realidad, Ortega sabe poco sobre el Fascismo y sus orígenes:

 

«No he estado en Italia hace muchos años y poseo muy pocos datos sobre el Fascismo. Todo será que me equivoque una vez más.»

 

2) Aunque Ortega –más que por honestidad, por coquetería intelectual- presume que va a equivocarse sobre el Fascismo, insiste y afirma que es un movimiento peyorante, anormal, vulgar y sin altura política.

 

El fascismo no tiene programa. «Si se observa la vida pública de los países donde el triunfo de los más ha avanzado más –son los países mediterráneos– sorprende notar que en ellos se vive políticamente al día.» «El Poder público se halla en un representante de masas.» «Vive sin programa de vida, sin proyecto.»

 

Esta idea, expresada hacia 1926, la había expresado ya anteriormente: «Tiene que vivir al día, y a nadie se le ocurra verlo proyectado sobre el futuro. No siquiera teóricamente conseguiremos imaginar una forma futura y estable de organización política desviándose de él.»

 

«El fascismo es un resultado y no un comienzo.» «Es la debilidad de los demás.» «Es una seudoalborada: primitivismo.»

 

«Es un modo anormal de gobierno impuesto por las circunstancias.»

 

3) ¿Cómo ve Ortega a un Lenin en el bolchevismo y a un Mussolini en el fascismo?

 

«Bolchevismo y fascismo: movimientos típicos de hombres-masas, dirigidos como todos los son, por HOMBRES MEDIOCRES.»

 

«Bolchevismo y Fascismo no están «a la altura de los tiempos». Por eso no es interesante, históricamente, lo que acontece en Rusia.»

 

«Cuanto más indómito vea el Fascismo ejercer la gobernación, peor pensaré de la salud política de Italia.»

 

4) Fundamentalmente, ¿qué es el Fascismo para Ortega?

 

«La acción directa, o sea la violencia. La Charta Magna de la barbarie.» Eso por un lado. Y por otro: «La Broma, el triunfo del Señorito Satisfecho.» (Ortega fue el inventor del apóstrofe «señorito» para lanzarlo en la revolución española. Hacia 1926. Téngase esto en cuenta para cuando se encuentre ese apóstrofe esgrimido con pistolas y vergajos por las masas, inconscientes y subvertidas.)

 

«El Fascismo no quiere dar razones ni quiere tener razón. Sino imponer sus opiniones. Es el derecho de no tener razón. Es la razón de la sinrazón.» «El alma vulgar sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad.»

 

5) Si el Fascismo es el triunfo de la masa, de lo vulgar, de lo mediocre, de lo horrendo, ¿dónde estará la felicidad política para Ortega? En el siglo XVIII, en el liberalismo, en el happy few de las minorías selectas. En el músico de Mallarmé, que toca para unos pocos.

 

«La forma que en política ha representado la más alta voluntad de convivencia es la democracia liberal. Prototipo de la acción indirecta. Esto es, el Parlamento.»

 

Lo cual llega a enternecer a Ortega: «semejante ternura, convivir con el enemigo.»

 

«¡Trámites, normas, cortesía, usos intermediarios, justicia, razón!»

 

«El liberalismo tenía una razón, y eso hay que dársela per soecula soeculorum.»

 

«En el sufragio universal no deciden las masas, sino que su papel consistió en adherir a la decisión de una u otra minoría. Estas presentaban sus «programas» –excelente vocablo–. Los programas eran, en efecto, programas de vida colectiva.»

 

6) ¿Cuál es, pues, el mayor peligro para ese liberalismo, ese sufragio universal, ese siglo XVIII de minorías selectas, y para esa Razón, diosa de Ortega? El Estado. Ortega llega a decir esto sobre Mussolini y el Estado fascista:

 

«El mayor peligro: el Estado. Mussolini se encontró con un Estado admirablemente constituido, no por el, sino precisamente por las fuerzas, e ideas que él combate; por la democracia liberal. El se limita a usarlo incontinentemente. Si algo ha conseguido, es tan menudo, poco visible y nada sustantivo.»

 

En su afán de ir contra el sentido eterno y ecuménico de lo romano, llega a complicar nada menos que a Lucano y a Séneca, a quien inscribe en el «Servicio a la República española».

 

«Lucano o Séneca –finos provinciales–» (obsérvese el característico adjetivo de finos) al llegar a Roma «sentían contraérseles el corazón por la melancolía de los edificios eternos.» «Ya nada nuevo podía pasar en el mundo.»

 

7) Para Ortega, Fascismo es sinónimo de Servilismo. Su alma se queda desilusionada frente a esta época nuestra de serviles.

 

«Incapaz el espíritu de mantenerse por sí mismo en pie, busca una tabla donde salvarse del naufragio y escruta en torno, con humilde mirada de can, alguien que le ampare... Es el can que busca un amo. El hombre, en un increíble afán de servidumbre, quiere servir ante todo. El nombre que mejor cuadra al espíritu que se inicia quizá sea el de espíritu servil.»

 

8) Estos textos que he ido citando no son muy recientes. Pero Ortega los ha corroborado hasta última hora. Basta leer los editoriales y fondos de «El Sol» en esta su última fase, que él orienta u occidenta; allí están esas estimaciones suyas reiteradas y refundidas en mil modos. Basta aludir también a la acogida que tales opiniones tienen en Francia y en París, últimamente. André Therive, en la Revue Mondiale de 15 de septiembre, formaba una antología de honor al liberalismo con las conferencias y pareceres más últimos de Ortega. «Il n'a pas été touché par cette espèce de messianisme que professent, bien commodément, les champions du présent.» «Il n'y voit pas une victoire de la jeunesse, mais une offensive de la puérilité.» «Quand la Raison n'impose plus ses règles une servitude plus lourde s'installe vite á sa place.» «S'il y a une vérité générale d'époque, una verdad del Tiempo –dit Ortega– elle ressemble plutôt a celle qu'on révérait a la fin du XIX siècle: réjouissons nous-en. C'était le culte de l'homme, de la liberté, et ma foi, de la Raison.»

 

* * *

 

Ese es Ortega, como Croce, como Mann, como Einstein: culto del Humanismo, de lo Liberal, de la Razón. El siglo XIX, la burguesía selecta, la impiedad por los humildes, el desprecio del Estado –nuevo caballero andante– protector de los desvalidos, de las pobres masas. Ese es Ortega: soberbio, desdeñoso y satánico, frente al hombre auténticamente superior cuando toma la inconfundible forma del Héroe. Cuando este Héroe trasciende a piedad por los débiles, trasciende a cristianismo, a catolicidad, a eternidad.

 

Nos hace mucha falta, camaradas, que Ortega siga manteniendo –con ese magistral talento– esas herejías e impiedades. Para tenerlas presentes a todas horas. Para no caer nosotros en su pecado. Esto os lo dice profunda y religiosamente,

 

El Gran Inquisidor

 

F. E., Madrid, 7 de diciembre de 1933 número 1, página 12

Defensa de la Hispanidad (Ramiro de Maeztu, 1934)

 

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Ramiro de Maeztu (Vitoria 1874 - Aravaca 1936)

 

Defensa de la Hispanidad

 

Evocación, por Eugenio Vega Latapie

"¡Vosotros no sabéis por qué me matáis! ¡Yo si sé por qué muero: por que vuestros hijos sean mejores que vosotros!", se cuenta dijo Maeztu momentos antes de ser fusilado, dirigiéndose a quienes se disponían a matarle. Ramiro de Maeztu no murió increpando a sus asesinos ni lamentándose de su mala suerte, sino ofrendando su sangre para que fecundara la tierra española y para obtener del Señor que bendijera y llevase al recto camino a los hijos de sus verdugos.

Preso arbitrariamente al iniciarse el Alzamiento Nacional en julio de 1936, Maeztu fue sacado de la cárcel de las Ventas en la madrugada del 29 de octubre, y, en el momento de salir, se postró a los pies de un sacerdote, también cautivo, y le dijo: "Padre, absuélvame", recibiendo viril y piadosamente esa absolución que recuerda la de los antiguos cruzados antes de entrar en combate o, más propiamente, la de los mártires antes de salir a la arena del circo a ser destrozados por las fieras.

"Amad a vuestros enemigos. Haced bien a los que os aborrecen y maldicen", decretó, con caracteres de orden imprescriptible y eterna, quien ofrendó su vida por la salvación de todos los hombres, sin exceptuar a los que le daban muerte inhumana. Y Maeztu, empapado de espíritu cristiano, supo ser discípulo del Maestro divino y morir sin rencores y sin odios, bendiciendo a los hijos de sus matadores.

Maeztu murió amando y no odiando. Su muerte es la más bella página que jamás escribió en su vida. Con contarse éstas por millares, es aquella cuya meditación mayor bien puede hacernos.

Un misionero de nuestros días refiere que en sus trabajos de evangelización en el Japón, tuvo como catecúmeno a un militar de elevada categoría, que deseaba hacerse cristiano. Paulatinamente iba explicando el misionero a su discípulo las bases fundamentales de nuestra Fe; pero, al llegar a la explicación del "Padre nuestro", el militar japonés le dijo que desistía de hacerse católico, pues había algo que en modo alguno podía admitir, y ese abismo infranqueable lo constituían las palabras "así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". El misionero insistió, le explicó la belleza y primacía de la virtud del Amor, pero el japonés, triste y abatido, tras varios días de luchas íntimas, le comunicó que le era imposible perdonar a determinados enemigos y se despidió del misionero, con despedida que él creía definitiva. Pero el germen vivificador había caído en un alma noble, y años más tarde, el militar japonés buscó de nuevo al misionero y le pidió le bautizara, pues ya podía perdonar. En su elemental teología el pagano había puesto el dedo en la llaga: por encima de la Fe, por encima de la Esperanza, se encuentra la virtud del Amor. Verdad ésta que hace decir a San Pablo que si no tenemos Caridad, de nada nos sirve tener una fe que mueva las montañas, ni entregar todos nuestros bienes a los pobres, ni nuestro cuerpo al fuego.

Se puede afirmar que Maeztu, en sus últimos años, vivió con la obsesión de que moriría mártir de su Religión y de su Patria, y en frecuente oración para cumplir noblemente su destino. Cuántas veces no le oímos, los habituales de la tertulia de "Acción Española" exclamar, triste y esperanzado a la vez: "Yo noto que soy cobarde y por eso pido a Dios me conceda morir, al menos con dignidad En repetidas ocasiones se avergonzó de no haber muerto a los pies de un sagrario o en el atrio de un templo el día 11 de mayo de 1931, cuando un reducido número de extraviados, con la complicidad pasiva del Gobierno provisional de la República y la tolerancia cobarde de los católicos, incendió decenas de iglesias y conventos en Madrid.

En enero de 1934, en uno de aquellos banquetes de "Acción Española" en los que se comía durante una hora y se hablaba o se oía hablar durante tres o cuatro, don Ramiro, con aquella oratoria tan suya de iluminado, después de explicar sus esfuerzos prodigados en vano durante la Dictadura para convencer a los gobernantes de que la revolución se venía encima y que se apercibieran a cerrarle el paso, dijo textualmente: "Esta fue mi lucha durante quince meses, hasta que un día la revolución se echó encima de nosotros. Mis compañeros prefirieron el destierro; yo, no; porque prefiero que me den cuatro tiros contra una pared, pero aquí he de morir. Mis espaldas no las han de ver nunca mis enemigos. Y entonces, un día oímos aquello de uno, dos, tres y las gentes en el Retiro y las multitudes soeces. Se nos ha dicho que ésta ha sido una revolución pacífica: pacífica porque no se ha vertido sangre. Pero si la sangre no vale lo que la hiel, lo que la Injuria soez, lo que el sarcasmo, lo que el griterío de la masa desmandada! ¿No os habéis encontrado con un tropel de doscientas, trescientos o cuatrocientas personas insultando a vuestro jefe hereditario, y no habéis sentido la impotencia de ser uno solo y no poder arremeter con las doscientas, trescientas. cuatrocientas personas, y no habéis experimentado el deseo de que todo aquello os arrollara, porque es preferible que los cerdos pasen por encima de uno, por encima de su cadáver, que no seguir tolerando tantas bajezas, tantas ruindades, tantas cosas soeces, tanta barbarie?"

Un día de marzo o de abril de 1936, otro glorioso mártir de la Nueva España, don Victor Pradera, al regresar a su hogar, después de presidir una conferencia de la Sociedad Cultural "Acción Española", refiere a su esposa, que al encontrarse con Maeztu, éste le había dicho "Don Victor, ¿cuando nos asesinan a usted y a mi ? Hoy dos mujeres, que en el silencio y el retiro lloran la muerte de estos precursores y maestros de la España Eterna, al encontrarse no podrán por menos de sentir un estremecimiento, al recordar el terrible vaticinio.

La insistencia con que Maeztu repetía que moriría asesinado, llegaba, a veces, a ser tomada en broma por los más asiduos de aquella tertulia de la redacción de "Acción Española", de la que don Ramiro fue uno de los pilares fundamentales desde su fundación. Era tal su cariño a la tertulia que si algún rarísimo día había de faltar, se excusaba de antemano o telefoneaba. Su ingreso en las Academias de Ciencias Morales y de la Lengua, motivó que los martes y jueves, días en que celebraban sesión dichas Corporaciones, llegase a nuestra tertulia a última hora, vestido con chaqueta ribeteada y comentando los temas y noticias de que allí se habían hecho eco. Pradera era otro de los asiduos. Al evocar hoy el recuerdo de aquellas reuniones, de aquellas gentes y de aquellos sueños y temas que nos apasionaban, siento remordimientos por no haber sabido gozar, en su día, de tantos tesoros espirituales allí acumulados y de la compañía de aquellos hombres que con su vida ejemplar, han conseguido incorporar sus nombres a la Historia.

Aquel saloncito en que nos reuníamos, toma ante mi mente la categoría de hogar santo, nueva Covadonga de la España que amanece. Aquel salón viene a presentárseme como una catacumba del siglo XX, en que los futuros mártires se confortaban entre sí para afrontar, fieles a Dios y a España, el trance final; y también como tienda de campaña. en la que reunidos los jefes de la Cruzada en las vísperas de su iniciación, cambiaban consignas y forjaban planes y arengas.

"Contracorriente", había nacido "Acción Española", contracorriente crecían las adhesiones a sus principios, y con esta palabra agresiva y heroica de ir "Contracorriente", tituló genéricamente Maeztu los artículos que, en colaboración regular publicaba en la prensa de provincias. Y al marchar contracorriente Maeztu, y tras de él el grupo de escritores e intelectuales que le consideraban como su maestro, no se les ocultaba en nada, lo terrible de la misión que cumplir y el riesgo probabilísimo de muerte a que se exponían. Fue en los primeros años de la siembra, dos meses antes del histórico 10 de agosto, cuando, en el memorable banquete de la Cuesta de la Perdices, pronunció don Ramiro las siguientes austeras palabras, ayer objeto de retóricos aplausos y que hoy podrían esculpirse en las rocas graníticas de ese Escorial por Maeztu aquel día evocado, con el gotear no interrumpido de lágrimas de madres españolas que lloran desde hace años la pérdida de sus hijos, muertos heroicamente, en el reír de su juventud, por haber seguido el camino de espinas que el Maestro les señalara: "Pero ahora -clamaba- yo digo a los jóvenes de veinte años: venid con nosotros porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor del sacrificio: nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz, Y en efecto. tras cinco años de trabajar contracorriente, al coronar "la cuesta arriba" sin tiempo para otear la tierra de promisión por él descrita. La prisión primero y la muerte después. Consumaron la realización de sus enseñanzas y profecías y el traquido de balas asesinas fue el postrer bélico clamor de aprobación a una vida perfecta de apostolado y amor.

Hombre, de cualquier país que seas, que sientas correr por tus venas sangre española o que a España debas la integridad de tu fe religiosa! ¡Español de la Península, de América, de Filipinas o de cualquier otra región del mundo!: al adentrarte en la lectura de este libro, amor de los amores del autor, concede a cada frase y cada línea el valor y el sentir que a su verdad confiere la autoridad suprema de estar confirmado con sangre de mártir. Con emoción recuerdo la pasión y el amor que Maeztu puso en la obra que hoy se reimprime y que, capítulo a capítulo, fue escribiendo y corrigiendo a nuestra vista. La DEFENSA DE LA HISPANIDAD no es un mero producto de la erudición y del talento de su autor; es algo. muy superior a todo eso; es una obra de amor ardiente, apasionado, que consigue suplir y superar las frías abstracciones de la inteligencia. Yo he visto llorar a Maeztu leyendo la "Salutación del Optimista", de su amigo Rubén. Nunca olvidaré aquellas lágrimas que comenzaron a brotar de los ojos de Maeztu al repetir las palabras proféticas:

"... la alta virtud resucita
que a la hispana progenie hizo dueña de siglos"

Lágrimas que habrían de trocarse en cataratas y sollozos, que le obligaron a suspender la lectura al llegar a la invectiva:

"¿Quién será el pusilánime que al vigor español niegue músculos y que al alma española juzgase áptera y ciega y tullida?"

El amor, la pasión, la decisión, el ímpetu, fueron las cualidades más destacadas en Maeztu. En su juventud amó y sostuvo algunos principios falsos, aunque nunca sufrió extravío en su amor entrañable a España. Si durante algún tiempo fue frío en alguna de sus condiciones, cuando recorrió su camino de Damasco, ese frío circunstancial se trocó en una pasión y un fuego inextinguibles. En sus amores e Ideales jamás fue de aquellos tibios, que el Señor, en frase del Apocalipsis, vomitará de su boca. Un día del bienio republicano-moderado se presentó Maeztu en la habitual tertulia de "Acción Española", visiblemente excitado, refiriéndonos que, en el portal de su casa. se había encontrado con su antiguo amigo Pérez de Ayala, el durante largo tiempo embajador de la República en Londres, y al saludarle éste y decirle que a ver si se veían para recordar tiempos pasados, él le había contestado: "Mire usted, Pérez de Ayala, mientras usted crea que los que rezamos el Padrenuestro somos unos idiotas, yo no tengo nada que decirle".

Quede para otros escritores la tarea ilustre de hacer una biografía de Maeztu desde su nacimiento en Vitoria, de madre inglesa, hasta su asesinato, en octubre de 1936, pasando por su ida a Cuba, como soldado; a impedir la pérdida del último florón de nuestra corona imperial, sus quince años de estancia en Inglaterra, Su matrimonio con inglesa, su regreso a la Patria para impedir el horror de que su hijo pronunciara el español con acento inglés; su embajada en Buenos Aires durante la Dictadura del general Primo de Rivera; su encarcelamiento en Madrid con ocasión del 10 de agosto, como presidente de "Acción Española", y su detención y prisión en julio de 1936, con la referencia de las gestiones hechas inútilmente por las Embajadas inglesa y argentina para arrancarle de las garras asesinas. Maeztu, como Calvo Sotelo, como Pradera, eran demasiado buenas presas para que los enemigos de Dios y de España permitieran su canje.

¡Uno de los últimos recuerdos que conservo de Maeztu es la felicitación calurosa que me expresó con ocasión del prólogo que, en junio de 1936, puse a la novela, de ambiente mejicano, titulada Héctor, prólogo en que hacía un llamamiento y apología del sacrificio y del combate en defensa de los ideales supremos. "Juan Manuel lo ha leído —me dijo don Ramiro— y se ha entusiasmado" Y este Juan Manuel, que por primera y única vez sale citado como autoridad de labios de Maeztu, era su propio hijo único, de dieciocho años. Y es que, en materias de honor, de virilidad y de dignidad nacional tenían, muy acertadamente, a los ojos de Maeztu, más autoridad los mozos que aún no contaban veinte años, que los miembros de las Academias por él frecuentadas.

Un domingo de finales de junio de1936 fuimos el marqués de las Marismas, Jorge Vigón y yo, a acompañar al matrimonio Maeztu desde Madrid a la Granja, donde se proponían alquilar una casa en que pasar el verano. Apenas llegados al Real Sitio don Ramiro encomendó a su esposa la tarea de elegir casa y decidirse, mientras que él se iba con nosotros a dar un paseo por el magnífico parque. Fue el último día que paseé con éI y nunca podré olvidar la interpretación revolucionaria que daba a fuentes y estatuas, así como a la ornamentación de los jardines. "¡No está aquí el Escorial! —decía—; esto es el siglo XVIII francés. Versalles. Ninfos. Pastores. Fratos. Naturalismo. Pero aquí nada habla de Dios. Esta ornamentación revela la mentalidad que se refleja en Rousseau y concluye en las matanzas de la Convención y el Terror. Desde la Granja seguimos al secularizado monasterio cartujo de El Paular, y después regresamos a la capital. Indecisiones providenciales de última hora, hicieron que la familia Maeztu no tomase casa en la Granja y que el 19 de julio les sorprendiese en Madrid.
La última noticia que respecto a mí tengo de Maeztu consiste en una frase proferida en la casa en que se encontraba oculto durante los primeros días del Movimiento y en la que fue detenido, reprochándome el que yo no le hubiese avisado pues su sitio no era estar escondido, sino en una trinchera, defendiendo su Fe y su Patria, luchando por una España mejor. No temía las persecuciones ni la muerte, pero soñaba con tomar parte personal y directa en la Cruzada, ni lo suspiraba por puestos, mercedes o prebendas, sino por el honor máximo de estar con un fusil en la trinchera. Maeztu daba al valor físico y personal un elevadísimo puesto en la jerarquía de los valores. Su desprecio a los cobardes rayaba en lo superlativo. En el discurso del Banquete de enero de 1934 dirigiéndose a las mujeres allí presentes, les dijo: Despreciad al hombre que no sea valiente; despreciad al hombre que no esté dispuesto a arriesgar su Vida por la Santa Causa; despreciadlo, y ya veréis cómo los corderos se convierten en leones. Tengo la seguridad que, de haber estado don Ramiro en la zona nacional, no hubiera sido empresa fácil convencerle de que con sus sesenta años cumplidos no tenía puesto en el frente.

La visión de Maeztu, profeta y maestro de la Nueva España, no puede borrársenos a los que cultivemos su intimidad. No hay ceremonia, desfile, victoria o sesión conmemorativa a que asistimos o en la que tomemos parte, en que no echemos de menos su presencia.

Fue en Salamanca, un día de marzo de 1937, en que la primavera, anticipada, llenó de sol y aromas su Plaza Mayor maravillosa, cuando un poeta, compañero de luchas y de sueños de Maeztu, a la vista de aquella perfecta geometría de la representación de las fuerzas armadas que hicieron posible el milagro del Alzamiento Nacional, Ejército, Requetés, falangistas, Acción Popular, Renovación, tropas Moras; al oír con ecos resurrección y nostalgia los acordes de un himno proscrito desde hacia años; al contemplar la llegada del primer embajador extranjero que reconocía al nuevo Estado, nacido de la Cruzada, buscó con insistencia vana, entre la masa que colmaba balcones y plaza, a Ramiro de Maeztu. En aquella jornada de ilusión y de gloria, apenas oscurecida por algunos jirones de nubes en los cielos y una larvada estridencia en el suelo, José María Pemán sintió cantar su musa en versos sentidísimos, cuyo final transcribe como áureo remate de estas páginas de evocación:

"Ramiro de Maeztu, Señor y Capitán de la Cruzada: ¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo, que no pude encontrarte? ¿Dónde estabas?, ¡para haberte traído de la mano, a las doce del día, bajo el cielo de viento y nubes altas, a ver, para reposo de tu eterna inquietud, tu Verdad hecha ya Vida en la Plaza Mayor de Salamanca!'

Eugenio Vegas Latapie

Preludio

Esta introducción fue publicada el 15 de diciembre de 1931 como artículo-programa de la revista Acción Española. Un jurado benévolo la escogió para el premio «Luca de Tena» de aquel año. Al recogerla con el asenso de la revista donde vieron la luz primera los más de los trabajos de este libro, la he llamado "Preludio", porque esta palabra no significa meramente lo que da principio a una cosa, sino que sugiere también, por su uso musical, que se trata de un comienzo especialísimo, en el que se anuncian los temas que van a desarrollarse en el curso de la obra.

ESPAÑA es una encina media sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser. Ni su Salmerón. ni su Pi y Margall, ni su Giner, ni su Pablo lglesias, han aportado a la filosofía del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar modestamente, pero como valores positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez Pelayo, un González Arintero. No hay un liberal español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros, ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un revolucionario la de la revolución.

Ello es porque en otros países han surgido el liberalismo y la revolución por medio de sus faltas, o para castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacía falta era desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa para nadie, la podemos llamar la Antipatria, lo que explica su esterilidad, porque la Antipatria no tiene su ser más que en la Patria, como el Anticristo lo tiene en el Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren los poetas: Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit . El ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía, no hay sino extravíos.

 

* * *


Durante veinte siglos, el camino de España no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la lengua del Lacio recibe el Cristianismo, y con el Cristianismo el ideal. luego vienen las pruebas. Primero, la del Norte, con el orgullo arriano que proclama no necesita Redentor, sino Maestro, después la del Sur, donde la moral del hombre se abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos ahora lo que Marruecos o, a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la Cruz y a Europa, al Occidente, e identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la Cruz a la Alhambra descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza. La corriente histórica nos hacía tender la Cruz al mundo nuevo.

Ahí están los manuscritos del padre Vitoria. El tema que más le preocupó fue conciliar la predestinación divina con los méritos del hombre. No podía creer que los hombres. ni siquiera algunos hombres, fuesen malos porque la Providencia los hubiera predestinado a la maldad. Sobre todos los mortales debería brillar la esperanza. Sobre todos la hizo brillar el padre Vitoria con su doctrina de la Gracia. Algunos discípulos y colegas suyos la llevaron al concilio de Trento donde la hicieron prevalecer. Salvaron con ello la creencia del hombre en la eficacia de su voluntad y de sus méritos. Y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la infundieron en Consejo de Indias, e inspiraron en ella la legislación de las tierras de América, que trocó la conquista del Nuevo Mundo en empresa evangélica y de incorporación a la Cristiandad de aquellas razas a las que llamaban los Reyes de Castilla "nuestros amigos los indios". ¿Es que se habrá agotado ese ideal? Todavía ayer moría en Salamanca el padre González Arintero. Y suya es la sentencia: "No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos sin excepción se les da —"próxima" o "remota"— una gracia suficiente para la salud."

¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la imposibilidad de salvación se deduce la del progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los hombres pueden salvarse, es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el mejoramiento de sus condiciones de vida y aun a favorecerlo en todo lo posible. ¿Hay ideal superior a éste?. Jamás pretendimos los españoles vincular la Divinidad a nuestros intereses nacionales; nunca dijimos como Juana de Arco: "los que hacen la guerra al Santo Reino de Francia, hacen la guerra al Rey Jesús, aunque estamos ciertos de haber peleado, en nuestros buenos tiempos, las batallas de Dios. Nunca creímos, como los ingleses y norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto a nosotros mismos. No tan humildes, sin embargo, como esa desventurada Rusia de la revolución, que proclama el carácter ilusorio de todos los valores del espíritu y cifra su ideal en reducir el género humano a una economía puramente animal.

El ideal hispánico está en pie. Lejos de ser agua pasada, no se superará mientras quede en el mundo un solo hombre que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a las páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir de espaldas a la Historia y perderse en los cines, los cafés y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos habla de lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué hacemos ahora cuando nos comparamos con aquellos españoles, que no eran ni más listos ni más fuertes que nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o al mismo tiempo constituían la unidad moral del género humano, al emplazar una misma posibilidad de salvación ante todos los hombres, con lo que hacían posible la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no pudo ser sino una pluralidad de historias inconexas? ¿Podremos consolarnos de estar ahora tan lejos de la Historia, pensando que a cada pueblo le llega su caída y que hubo un tiempo en que fueron también Nínive y Babilonia?

Pero cuando volvemos los ojos a la actualidad, nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que podrán salvarlas; y también con que la necesidad urgente del mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y se extienda por toda la faz de la Tierra aquel espíritu español, que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos mayores de los menores; porque el español no negó nunca la evidencia de las desigualdades. Así la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o, si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla.


* * *


La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos del Monarca hechizado. Cuentan los historiadores que, a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y francesas, aparte de las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de Sucesión se habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas, excepto la corona de Castilla. España era una pizarra en limpio, donde un Rey y una Corte extranjeros podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse, porque el país necesitaba "academias y talleres, carreteras y canales". Embargados en cuidados superiores nos habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando se dijo que: "Ya no hay Pirineos", lo que entendió la mayor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos entonces economizar las energías y esperar a que se restaurasen para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el Poder asequible.

Estos doscientos años son los de la Revolución. ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote. El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que le dirija y le proteja. El hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y juventud una educación tan dura, disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad. Todavía en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando la crianza de los ricos se hizo cómoda y suave, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía Católica en territorial y los caballeros cristianos en señores, primero, y en señoritos luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza; pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser, lo que explica, en medio de los anhelos económicos, el íntimo abandono moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación animal, que es ahora la música popular española.

Siempre ha tenido España buenos eruditos, demasiado conocedores de su Historia para poder creer lo que la envidia de sus enemigos propalaba. La mera prudencia dice, por otra parte, que un pueblo no puede vivir con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo, sin que propenda a huir de sí mismo y disolverse, como lo viene haciendo hace ya más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo que formuló desesperadamente Cánovas: "Con la Patria se está con razón y sin razón, como se está con el padre y con la madre". La historia, la prudencia y el patriotismo han dado vida al tradicionalismo español, que ha batallado estos dos siglos como ha podido, casi siempre con razón, a veces con heroísmo insuperable, pero generalmente con la convicción intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era hostil y contrario al movimiento universal de las ideas.

Los hombres que escribimos en Acción Española sabemos lo que se ha ocultado cuidadosamente en estos años al conocimiento de nuestro público lector, y es que el mundo ha dada otra vuelta y ahora está con nosotros. Porque sus mejores espíritus buscan en todas partes principios análogos o idénticos a los que mantuvimos en nuestros grandes siglos. Queremos traer esta buena noticia a los corazones angustiados. El mundo ha dado otra vuelta. Se puede trazar una raya en 1900. Hasta entonces eran adversos a España los más de los talentos extranjeros que de ella se ocupaban. Desde entonces nos son favorables. Los amigos del arte se maravillan de los esfuerzos que hace el mundo por entender y gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que han fracasado el humanismo pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La cultura del mundo no puede fundarse en la espontaneidad biológica del hombre, sino en la deliberación, el orden y el esfuerzo, la elección no está en hacer lo que se quiere, sino lo que se debe. Y la física y la metafísica, las ciencias morales y las naturales nos llevan de nuevo a escuchar la palabra del Espíritu y a fundar el derecho y las instituciones sociales y políticas, como; Santo Tomás y nuestros teólogos juristas, en la objetividad del bien común. y no en la caprichosa voluntad del que más puede. Venimos, pues, a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles educados que el sentido de la cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo no son tumbas de una ,España muerta, sino fuentes de vida, que el mundo, que nos había condenado. nos da ahora la razón, arrepentido, por supuesto, sin pensar en nosotros, sino incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, en cuya defensa está la esencia misma del ser, según los mejores ontologistas de hoy; porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos reducido a la trivialidad a un pueblo que vivió durante más de dos siglos en la justificada persuasión de ser la nueva Roma y el Israel cristiano.

Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos seculares no pueden repararse sino con el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no podemos Por menos de hacerlo. Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España es parte esencial de nuestras vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica, ni ángeles que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio. En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España, y nos ha de dotar aún más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de no ponernos a hacer lo que debemos.

La Hispanidad y su Dispersión : La Separación de América y La Unidad de la Hispanidad

El 12 de octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad. Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra. Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de acuñarse otra palabra, como esta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la totalidad de los pueblos hispánicos?

Primera cuestión: ¿Se incluirán en ella Portugal y Brasil? A veces protestan los portugueses. No creo que los más cultos. Camoens los llama (Lusiadas. Canto 1, estrofa XXXI):

"Huma gente fortissima de Espanha

André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que elogia doña Carolina Michaelis de Vasconcelos: "Hispanis omnes sumus" Almeida Garret lo decía también: "somos Hispanos, e devemos chamar Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica ", Y don Ricardo Jorge ha dicho: "Chámese Hispania à peninsula, hispano ao seu habitante ondequer que demore, hispanico ao que Ihez diez respeito"

Hispánicos son pues todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la Península. Hispanidad es el concepto que a todos los abarca.

Veamos hasta qué punto los caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza. Tenía razón El Eco de España para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al del 12 de octubre. Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel. Porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse al través de las oscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.

También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino muchas y muy diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser tan grande, es unidad si se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes, al Sur de Chile, hace pensar en el Norte de la Escandinavia. Algo más al Norte, el Sur de la Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El hombre que en esas tierras se produce no puede parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies andinas, ni éste al de las selvas paraguayas o brasileñas. Los climas de la Hispanidad son los de todo el mundo. Y esta falta de características geográficas y etnográficas no deja de ser uno de los más decisivos caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no es ningún producto natural, y que su espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza determinada.

¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad fueron gobernados por los mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta 1640, fecha de su separación, y antes y después por las dos Monarquías peninsulares, desde los años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de América. Todos ellos deben su civilización a España y Portugal. La civilización no es una aventura. Quiero decir que la comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que, después de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en efecto. Todos ellos conservan un sentimiento de unidad, que no consiste sólo en hablar la misma lengua o en la comunidad de origen histórico, ni se expresa adecuadamente diciendo que es de solidaridad, porque por solidaridad entiende el diccionario de la Academia una adhesión circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino de una comunidad permanente.

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No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho que un Embajador de España no se siente tan extraño en Buenos Aires como en Río Janeiro, ni en Río de Janeiro como en Londres, ni en Londres como en Tokio. Es también un hecho que no podrá desembarcar un pelotón de infantería de marina norteamericana en Nicaragua sin que se lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de México y de España, y aún también el de Brasil y Portugal. No solo esto. El mero deseo de un político norteamericano, William G. McAdoo, de que la Gran Bretaña y Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus deudas de guerra, sus posesiones en las Indias occidentales y las Guayanas inglesa y francesa, basta para que dé la voz de alarma un periódico tan saturado de patriotismo argentino como la Prensa, de Buenos Aires, que proclama (18 de noviembre, 1931) "que todos los pueblos hispanoamericanos abogan por la independencia de Puerto Rico, el retiro de tropas de Nicaragua y Haití, la reforma de la enmienda de Platt y el desconocimiento, como doctrina, del enunciado de Monroe.

De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida esta unidad que llamamos hispánica. En primer término, porque carece de órgano jurídico que la pueda afirmar con eficacia. Un ironista llamó a las Repúblicas hispanoamericanas "los Estados Desunidos del Sur", en contraposición a los Estados Unidos del Norte. Pero más grave que la falta del órgano es la constante crítica y negación de las dos fuentes históricas de la comunidad de los pueblos hispánicos, a saber: La religión católica y el régimen de la Monarquía católica española. Podrá decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia misma de las Repúblicas hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad en lucha contra la dominación española. Pero esta interpretación es demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren. Es puro accidente que, al formase las nacionalidades hispánicas de América prevalecieran en el mundo las ideas de la revolución francesa. Ocurrió que prevalecían y que han prevalecido durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya saliendo de ellas tan desengañados como Simón Bolívar, cuando dijo: "Los que hemos trabajado por la revolución, hemos arado en el mar".

Ahora están perplejos. Ya han perdido los más perspicaces la confianza que tenían en las doctrinas de la revolución. En su crisis actual no quedarán muchos talentos que puedan asegurar, como Carlos Pellegrini hace tres cuartos de siglo, que "el progreso de la República Argentina es un hecho forzoso y fatal". La fatalidad del progreso es una de las ilusiones que aventó la gran guerra. Todos los ingenios hispanoamericanos no tienen la ruda franqueza con que el chileno Edwards Bello proclamó que "el arte iberoamericano, sin raíces en las modalidades nacionales, carece de interés en Europa". Pero muchos sienten que las cosas no marchan como debieran, ni mucho menos como en otro tiempo se esperaba. En lo económico, esos países, que viven al día, dependen de las grandes naciones prestamistas; antes, de Inglaterra; ahora, de los Estados Unidos. No son pueblos de inventores, ni de grandes emprendedores. Sus investigadores son también escasos. Padecen, agravados, los males de España. Lo atribuye Edwards Bello a que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que hizo grandes, a juicio suyo, a Bolívar y a Ruben Darío fue haber podido ser, en un momento dado el soldado y el poeta de todo un Continente. El hecho es que los pueblos hispánicos viven al día, sin ideal, por lo menos sin un ideal que el mundo entero tenga que agradecerles. ¿Y no dependerá la insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han dejado apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será ésa también la causa de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo originario?.

Las ideas del siglo XVIII

Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero subsistente. Se manifiesta de cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aún de comunidad, pero carece de órganos con que expresarse en actos. De otra parte, hay signos de intensificación. Empieza a hacer la crítica de la crítica que contra él se hizo y a cultivar mejor la Historia. La Historia está llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y nunca ha carecido de buenos cultivadores en nuestros países. Lo que no tuvimos, salvo el caso único e incierto de Oliveira Martins, fueron hombres cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y sentido. Hasta ahora, por ejemplo, no se sabía, a pesar de los miles de libros que de ello se han escrito, cómo se había producido la separación de los países americanos. Desde el punto de vista español parecía una catástrofe tan inexplicable como las geológicas. Pero hace tiempo que entró en la geología la tendencia a explicarse. Las transformaciones por causas permanentes, Siempre actuales. ¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los países americanos las mismas causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español? Si Castelar, en el más celebrado de sus discursos, ha podido decir: "No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta", y ello lo había aprendido don Emilio de otros españoles, ¿por qué no han de ser estos intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e hispanoamericanos? Si todavía hay conferenciantes españoles que propalan por América paparruchas semejantes a las que creía Castelar, ¿por qué no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios funcionarios, tocados de las pasiones de la Enciclopedia empezaron a propagarlas? Pues bien, así fue.

De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en España. Un libro todavía reciente, "Los Navíos de la Ilustración", de don Ramón de Basterra, empezó a transformar el panorama cultural. Basterra se encontró en Venezuala con los papeles de la Compañía Guipuzcoana de Navegación, fundada en 1728, y vió que los barcos del conde de Peñaflorida y del marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después partícipes las familias próceres de Venezuela, como los Bolívar, Los Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y traían en sus camarotes y bodegas los libros de la Enciclopedia francesa y del siglo XVIII español. Por eso atribuyó Basterra la independencia de América al hecho de haberse criado Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel tiempo. Su error fue suponer que acaeció solamente en Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la América española y portuguesa, como consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII trajo a España. Al régimen patriarcal de la Casa de Austria, abandonado en lo económico, escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de compañías por acciones, de carreteras, de exaltación de los recursos naturales. Las Indias dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en codiciable patrimonio. Pero, ¿no se originó el cambio en España?

Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la tesis de que la separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII. El hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a Ulloa a poner en berlina todas las instituciones, así como los usos y costumbres, en sus "Noticias Secretas de América", destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: "Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España; no porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre". Pero antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcoana de Navegación, cuenta don Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace poco en Lima para retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de Castelldosrius fue nombrado virrey del Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno de aristócratas catalanes que abrazaron contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castellddosrius y verse sustituido por el obispo de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el Rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey. Es un dato que revela el cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para poder pagar sus deudas antiguas. Así se pierde un mundo.

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Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, don Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal, que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía perdonar a los jesuitas que se negasen a reconocerle en la Corte una posición oficial, como querida de Luis XV, fueron los argumentos que utilizaron los jansenistas y los filósofos para atacar a la Compañía de Jesús. El conde de Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. "Hay que empezar por los jesuítas como los más valientes", escribía D'Alembert a Chatolais.

Y Voltaire a Helvecio, en 1761: "Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame. La infame, para Voltaire, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el intento, en el siglo XVIII de substituir los fundamentos de la aristocracia en América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en Segovia el 3 de julio do 1533, se establecía que: "Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)..., les hacemos hijosdalgos de solar conocido... Por eso, las informaciones americanas sobre nobleza prescindieron en los siglos XVI y XVII de los "abuelos de España", deteniéndose, en cambio, a referir con todo lujo de detalles, como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en América; y es que la aspiración, durante aquellos siglos, era tener sangre de Conquistador, y en aquéllas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la nobleza en los señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la sangre, mientras la nobleza era de privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se sintió relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia surgió la tercera nobleza de América, constituida por "los próceres", que fueron los caudillos de la revolución.

Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los españoles, y se enamoraron de los ideales de la Enciclopedia, y su número fue creciendo tanto durante el curso del siglo XIX, que un estadista uruguayo, don Luis Alberto de Herrera, podía escribir, en 1910, que la América del Sur "vibra con las mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus dolores, sus indagaciones y sus estallidos neurasténicos. Ninguna. otra experiencia se acepta, ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a su altura excelsa. Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la primacía como cabeza de la latinidad y principal protagonista de la revolución, diciendo a los hijos de la América hispánica: "Vous n'êtes pas les fils de l'Espagne; vous êtes les filles de la Révolution française". Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de ahora es buscar en la música de la Marsellesa, que es el único himno sin Dios, entre los grandes himnos nacionales, la misma inspiración con que le hablaban a Juana de Arco las voces de Domrémy. Y empieza a haber no sólo españoles. sino americanos que vislumbran que la herencia hispánica no es para desdeñada.

De la Monarquía Católica a la territorial

En general los hispanoamericanos no se suelen hacer cargo de que lo mismo su afrancesamiento espiritual, que su sentido secularista del gobierno y de la vida, que su afición a las ideas de la Enciclopedia y de la Revolución son herencia española, hija de aquella extraordinaria revisión de valores y de principios que se operó en España en las primeras décadas del siglo XVIII y que inspiró a nuestro Gobierno desde 1750. Y es que los libros escolares de Historia no suelen mostrarles que las ideas y los principios son antes que las formas de gobierno. Los principios han de ser lo primero, porque el principio según la Academia. es el primer instante del ser de una cosa. No va con nosotros la fórmula de politique d'abord, a menos que se entienda que lo primero de la política ha de ser la fijación de los principios. Aunque creyentes en la esencialidad de las formas de gobierno, tampoco las preferimos a sus principios normativos. La prueba la tenemos en aquel siglo XVIII en que se nos perdió la Hispanidad. Las instituciones trataron de parecerse a las del mil seiscientos. Hasta hubo aumento del poder de la Corona. Pero nos gobernaron en la segunda mitad del siglo masones aristócratas. Y lo que se proponían los iniciados, lo que en buena medida consiguieron, era dejar sin misión a España.

La impiedad, ciertamente, no entró en la Península blandiendo ostensiblemente sus principios, sino bajo la yerba y por secretos conciliábulos. Durante muchas décadas siguieron ciertos aristócratas rezando su rosario. Empezamos por maravillarnos del fasto y la pujanza de las naciones progresivas, de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de las plumas y colores de Versalles. Después nos asomamos humildes y curiosos a los autores extranjeros, empezando por aquel Montesquieu, que tan mala voluntad nos tenía. Avergonzados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado, y continuábamos actualizando, un ideal de civilización muy superior a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos habíamos hecho cargo, ni ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo es la defensa de los valores patrios legítimos contra todo lo que tienda a despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero esa enajenación o enfermedad del que se sale de sí mismo, que todavía padecemos.

Mucho bueno hizo el siglo XVIII. Nadie lo discute. Ahí están las Academias, los caminos, los canales, las Sociedades Económicas de Amigos del País, la renovación de los estudios. Embargados en otros menesteres, no cabe duda de que nos habíamos quedado rezagados en el cultivo de las ciencias naturales, porque, respecto de las otras, Maritain estima como la mayor desgracia para Europa haber seguido a Descartes en el curso del siglo XVII, y no a su contemporáneo Juan de Santo Tomás, el portugués eminentísimo, aunque desconocido de nuestros intelectuales, que enseñaba a su santo en Alcalá. El hecho es que dejamos de pelear por nuestro propio espíritu, aquel espíritu con que estábamos incorporando a la civilización occidental y cristiana todas las razas de color con las que nos habíamos puesto en contacto. Ahora bien: el espíritu de los pueblos está constituido de tal modo, que cuando se deja de defender, se desvanece para ellos.

No vimos entonces que la pérdida de la tradición implicaba la disolución del Imperio, y por ello la separación de los pueblos hispanoamericanos. El Imperio español era una Monarquía misionera, que el mundo designaba propiamente con el título de Monarquía Católica. Desde el momento en que el régimen nuestro "aun sin cambiar de nombre", se convirtió en ordenación territorial, militar, pragmática, económica, racionalista, los fundamentos mismos de la lealtad y de la obediencia quedaron quebrantados. La España que veían, a través de sus virreyes y altos funcionarios, los americanos de la segunda mitad del siglo XVIII, no era ya la que los predicadores habían exaltado, recordando sin cesar en los púlpitos la cláusula del testamento de Isabel la Católica, en que se decía: El principal fin e intención suya, y del rey su marido, de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la Santa Fe Católica a los naturales, por lo que encargaba a los príncipes herederos: "que no consientan que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en sus personas y bienes agravios, sino que sean bien tratados". No era tampoco la España de que, después de recapacitarlo todo, escribió el ecuatoriano Juan Montalvo: "¡España, España! Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento de ti lo tenemos, a ti te lo debemos!"

Esta no es la doctrina oficial. La doctrina oficial, premiada aún no hace muchos años con la más alto recompensa por la Universidad de Madrid en una tesis doctoral, la del doctor Garrancá y Trujillo, afirma solemnemente que: "Por la índole de su proceso histórico, la independencia iberoamericana significa la abnegación del orden colonial, esto es, la derrota política del tradicionalismo conservador, considerado como el enemigo de todo progreso. Pero que este concepto haya podido sancionarse, después de publicada en castellano la obra de Mario André "El fin del Imperio español en América", no es sino evidencia de que, con el espíritu de la Hispanidad, se ha apagado entre nosotros hasta el deseo de la verdad histórica. 

La verdad, aunque no toda la verdad, la había dicho André: "La guerra hispanoamericana es guerra civil entre americanos que quieren: los unos, la continuación del régimen español; los otros, la independencia con Fernando VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen republicano".

¿Pruebas? La revolución del Ecuador la hicieron en Quito, en 1809, los aristócratas y el obispo al grito de ¡Viva el Rey! Y es que la aristocracia americana reclamaba el poder. Como descendiente de los conquistadores, y por sentirse más leal al espíritu de los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX. ¡No queremos que nos gobiernen los franceses, escribía Cornelio Saavedra al virrey Cisneros en Buenos Aires, en 1810. Montevideo, en cambio, se declaró casi unánimemente por España. Se exceptuaron 109 franciscanos, cuyo convento hizo forzar a los soldados el gobernador Elío. ¿Por qué cruzó los Andes el argentino San Martín? Porque los partidarios de España recibían refuerzos de Chile. Pero desde 1810 hasta 1814 España, ocupada por las tropas francesas, no pudo enviar fuerzas a América. Y, sin embargo, la guerra fue terrible en esos años en casi todo el Continente. ¿Quiénes peleaban en ella, de una y otra parte, sino los mismos americanos?

El 9 de julio de 1818 proclamó la independencia argentina el Congreso de Tucumán. De 29 votantes eran 15 curas y frailes. El Congreso se inclinaba también a la Monarquía. Lo evitó el voto de un fraile. En cambio, los clérigos de Caracas se pusieron al principio de la lucha al lado de España. Verdad que la pugna por la independencia había sido iniciada en Venezuela por un club jacobino. Los llaneros del Orinoco pelearon al principio con Boves por España, después con Páez por la independencia. Luego el Gobierno de Caracas, como muchos otros Gobiernos americanos, juró solemnemente con el cargo defender "el misterio de la Inmaculada Concepción de la Virgen María Nuestra Señora". Ya en 1816, el general Morillo, a pesar de estar persuadido de que: "la convicción y la obediencia al Soberano son la obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos prelados" había aconsejado enviar a España a los dominicos de Venezuela. ¿Y en Méjico? Si el movimiento de 1821 triunfó tan fácilmente fue porque se trató de una reacción: "contra el parlamentarismo liberal dueño de España, desde que, tras las revoluciones militares iniciadas por Riego, Fernando VII fue obligado a restablecer la Constitución de 1812. Los tres últimos virreyes y las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de guarnición en Méjico eran masones.

La situación está pintada por el hecho de que Morillo, el general de Fernando VII, era volteriano, y Bolívar, en cambio, aunque iniciado en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia el 28 de septiembre de 1827, que: "la unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza". Y en su Mensaje de despedida dirigió al nuevo Congreso esta recomendación suprema: ¿Me permitiréis que mi último acto sea el recomendaros que protejáis la Santa Religión que profesamos. y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo. Esta historia no se parece a la que españoles e hispanoamericanos hemos oído contar. Pero André la ha sacado del Archivo de Indias y de documentos originales, y eso no muestra sino que la historia está por rehacer. Durante largos años de la revolución por la independencia, algunos políticos y escritores hispanoamericanos propagaron, como arma de guerra, la leyenda de una América martirizada por los obispos y virreyes de España. Como su partido resultó vencedor, durante todo el siglo XIX se continuó propalando la misma falsedad y haciendo contrastes pintorescos entre las tinieblas del pasado teocrático y las luminosidades del presente laico, lo más grave es que un Historiador tan serio como Cesar Cantú había escrito sobre la conquista de Nueva Granada. no obstante existir, desde 1700, la curiosísima historia, ahora relatada, del dominico Alonso de Zamora, que: "los pocos indígenas que sobrevivieron se refugiaron en las Cordilleras, donde les podían alcanzar ni los hombres, ni los perros, y allí mantuvieron muchos siglos hasta el momento - momento que la Providencia hace llegar más pronto o más tarde— en los oprimidos pudieron exigir cuentas de sus opresores, Verdad que en otro tomo de su historia se olvida de su bonita frase y reconoce que en Nueva Granada había a principios del siglo XIX unos 390.000 indios y 642.000 criollos, además .de 1.250.000 mestizos, que no vivían seguramente fuera del alcance de los hombres y de los perros.

La defensa necesaria

Alguna vez ha protestado España contra estas falsedades. Generalmente, las hemos dejado circular, sin tomarnos la molestia de enterarnos. Pero esto de no enterarnos es inconsciencia, y la inconsciencia es una forma de la muerte. Lo característico de la conciencia es la inquietud, la vigilancia constante, perenne disposición a la defensa. Ser es defenderse. La inquietud no es un accidente del ser, sino su esencia misma. Conocida es la antigua fábula latina: "Erase la Inquietud, que cuando cruzaba un río y vio un terreno arcilloso, cogió un pedazo de tierra y empezó a modelarlo. Mientras reflexionaba en lo que estaba haciendo, se le apareció Júpiter . La Inquietud le impidió que infundiera el espíritu al pedazo de tierra que había modelado. Júpiter lo hizo así de buena gana. Pero como ella pretendía imponerle a la criatura su propio nombre, Júpiter lo prohibió y quiso que llevara el suyo. Mientras disputaban sobre el nombre, se levantó la Tierra, y pidió que se llamase como ella, ya que le había dado un trozo de su cuerpo. Los disputantes llamaron a Saturno como juez. Y Saturno, que es el tiempo, sentenció justamente: "Tú, Júpiter , porque le has dado el espíritu, te llevarás su espíritu cuando se muera; tú, Tierra, como le diste el cuerpo. te llevarás el cuerpo; tu Inquietud por haberlo modelado, lo poseerás mientras viva. Y como hay disputa sobre el nombre, se llamará "homo" el hombre, porque de "humus" (tierra negra) está hecho.

Vivir es asombrarse de estar en el mundo, sentirse extraño llenarse de angustia ante la contingencia de dejar de ser, comprender la constante probabilidad de extraviarse. la necesidad de hacer amigos entre nuestros congéneres. La contingencia de que sean enemigos, y estar alerta a lo genuino y a lo espúreo a la verdad y al error. La inquietud no es un accidente, que a unos les ocurre y a otros no. Está en la esencia misma de nuestro ser. Y por lo que hace a la patria, en cuanto la patria es espíritu y no tierra, es el ser mismo. Nuestra inquietud respecto a la patria es, en verdad, su quinta esencia. Somos nosotros y no ella, los que hemos de vivir en centinela; nos hemos de anticipar a los peligros que la acechan, sentir por ella la angustia cósmica con que todos los seres vivos se defienden de la muerte, velar por su honra y buena fama, y reparar, si fuese necesario, los descuidos de otras generaciones.

No fue meramente humildad nuestra, sino incuria, la razón de que se nos borrara del espíritu el sentido ecuménico de España. Incuria nuestra y actividad de nuestros enemigos. Mirabeau descubrió en la Asamblea Nacional que la fama de Luis XIV se debía en buena parte a los 3.414.297 francos (calculados al tipo de 52 francos el marco de plata) que distribuyó entre escritores extranjeros para que pregonasen sus méritos Luis XIV fue seguramente el enemigo más obstinado y cruel que jamás tuvo España. Al mismo tiempo que colocaba a su nieto en el trono de Madrid, decía secretamente a su heredero :en sus instrucciones al Delfín: "El estado de las dos coronas de Francia y España se halla de tal modo unido que no puede elevarse la una sin que causa perjuicio a la otra. De otra parte explicaba a su hijo la razón de haber auxiliado a Portugal, después de haberse comprometido con España a no hacerlo diciendo que: "Dispensándose de cumplir a la letra los tratados, no se contraviene a ellos en sentido riguroso". La tesis de Luis XIV es falsa. A España no le perjudica que Francia sea fuerte. Lo que le dañaría es que fuera tan débil y atrasada como Marruecos. Ni Francia ha perdido nada por la pujanza de Italia, ni tampoco se debilitaría con el poder de España. Pero todavía Donoso Cortés tuvo que contestar a un publicista francés que aseguraba que el interés de Francia consistía en que España no saliera de su impotencia, para no tener que atender al Pirineo en caso de pelear con Alemania.

Ello es exagerado, y todo lo exagerado es insignificante, decía Talleyrand. Si no hubiera más Política internacional que debilitar al vecino, como afirmaba Thiers, bien pronto desaparecería toda política, porque los vecinos se confabularían contra la nación que la emprendiera, y el mundo se descompondría en la guerra de todos contra todos. La defensa de la patria no excluye, sino que requiere, el respeto de los derechos de las otras patrias. Pero la apologética no es exagerada sino cuando se hace exageradamente. Es tan esencial a las instituciones del Estado y a los valores de la nación como a la vida de la Iglesia. Si no se sostiene, caen las instituciones y perecen los pueblos. Es más importante que los mismos ejércitos, porque con las cabezas se manejan las espadas, y no a la inversa. Esto que aquí inició Acción Española, que es la defensa de los valores de nuestra tradición, es lo que ha debido ser, en estos dos siglos, el principal empeño del Estado, no sólo en España, sino en todos los países hispánicos. Desgraciadamente no lo ha sido. No defendimos lo suficiente nuestro ser. Y ahora estamos a merced de los vientos.

Las Luchas de Hispanoamérica

Todos los países de Hispanoamérica parecen tener ahora dos patrias ideales, aparte de la suya. la una es Rusia, la Rusia soviética; la otra, los Estados Unidos. Hoy es Guatemala; ayer, Uruguay; anteayer, El Salvador; mañana, Cuba, no pasa semana sin noticia de disturbios comunistas en algún país hispanoamericano. En unos, los fomenta la representación soviética; en otros, no. Rusia no la necesita para influir poderosamente sobre todos. como sobre España desde 1917. Es la promesa de la revolución, la vuelta de la tortilla, los de arriba, abajo; los de abajo, arriba; no hay que pensar si se estará mejor o peor. Sus partidarios dicen que tenemos que pasar quince años mal para que más tarde mejoren las cosas. Sólo que no hay ejemplo de que las cosas mejoren en país alguno por el progreso de la revolución. Sólo mejoran donde se da máquina atrás. La revolución, por sí misma, es un continuo empeoramiento. No hay en la Historia Universal un sólo ejemplo que indique lo contrario.

Los Estados Unidos son la fascinación de la riqueza, en general, y de los empréstitos, particularmente. Algunos periódicos se quejan de que las investigaciones realizadas en el Senado de Washington, sobre la contratación de empréstitos para países de la América hispánica, hayan descubierto que algunos bancos de Nueva York han impuesto reformas fiscales y administrativas, que varias repúblicas aceptaron. Ningún escrúpulo se había alzado contra la injerencia de los banqueros norteamericanos en la vida local. Los banqueros se han convertido en colegisladores. Y la conclusión que ha sacado el Senado de Washington es que todavía hace falta apretar mucho más las clavijas de los países contratantes, si han de evitarse suspensiones de pagos, y eso que las últimas falencias hispanoamericanas más se deben al acaparamiento del oro por los Estados Unidos y Francia que a la falta de voluntad de los deudores.

He ahí, pues, dos grandes señuelos actuales. Para las masas populares, los inmigrantes pobres y las gentes de color, la revolución rusa; para los políticos y clases directoras, los empréstitos norteamericanos. De una parte, el culto de la revolución; de la otra, la adoración del rascacielos. Y es verdad que los Estados Unidos y Rusia son, por lo general, incompatibles y que su influencia se cancela mutuamente. Rusia es la supresión de los valores espirituales, por la reducción del alma individual al hombre colectivo; los Estados Unidos, en monopolio, por una raza que se supone privilegiada y superior. Rusia es la abolición de todos los imperios, salvo el de los revolucionarios; los Estados Unidos, al contrario, son el imperialismo económico, a distancia. Dividida su alma por estos ideales antagónicos, aunque ambos extranjeros, los pueblos hispánicos no hallarán sosiego sino en su centro, que es la Hispanidad. No podrán contentarse con que se les explote desde fuera y se les trate como a repúblicas de "la banana". Tampoco con la revolución, que es un espanto, que sólo por la fuerza se mantiene. El Fuero juzgo decía magníficamente que la ley se establece para que los buenos puedan vivir entre los malos. la revolución, en cambio, se hace para que los malos puedan vivir entre los buenos.

De cuando en cuando se alzan en la América voces apartadas, señeras, que advierten a sus compatriotas que no debían de ser tan malos los principios en que se criaron y se desarrollaron sus sociedades, en el curso de tres siglos de paz y progreso. A la palabra mejicana de Esquivel Obregón responde en Cuba la de Aramburu; en Montevideo, la de Herrera y la de Vallenilla Lanz, en Venezuela, Son voces aisladas que aún no se hacen pleno cargo de que los principios morales de la Hispanidad en el siglo XVI son superiores a cuantos han concebido los hombres de otros países en siglos posteriores y de más porvenir, ni tampoco de que son perfectamente conciliables con el orgullo de su independencia, que han de fomentar entre sus hijos todos los pueblos hispánicos capaces de mantenerla. En páginas que siguen hemos de mostrar la fecundidad actual de esos principios. Hay una razón para que España preceda en este camino a sus pueblos hermanos. Ningún otro ha recibido lección tan elocuente. Sin apenas soldados, y con sólo su fe, creó un Imperio en cuyos dominios no se ponía el sol. Pero se le nubló la fe, Por su incauta admiración del extranjero, perdió el sentido de sus tradiciones, y cuando empezaba a tener barcos y a enviar soldados a Ultramar se disolvió su Imperio, y España se quedó como un anciano que hubiese perdido la memoria. Recuperarla. ¿no es recobrar la vida? .

Pasado y porvenir

Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de la Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto, de progreso, constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del género humano, Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después de haber servido nuestros pueblos un ideal absoluto, les será imposible contentarse con los ideales relativos de riqueza, cultura, seguridad o placer con que otros se satisfacen. Y, sin embargo, desechemos esta idea, porque un absolutismo que excluya de sus miras lo relativo y cotidiano será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal territorial que sustituyó en los pueblos hispánicos al católico, tenía también, no sólo su necesidad, sino su justificación. Hay que hacer responsables de la prosperidad de cada región geográfica a los hombres que la habitan, Mas, por encima de la faena territorial, se alza el espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta, como Ruben quien nos lo hace sentir. A veces es un extranjero eminente quien nos dice, como Mr. Elihu Root, que: "Yo he tenido que aplicar en territorios de antiguo dominio español leyes españolas y angloamericanas y he advertido lo irreductible de los términos de orientación de la mentalidad jurídica de uno y otro país''. A veces es puramente la amenaza a la independencia de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de los demás.
Entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos, dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se unen en la libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es racial, ni geográfica, sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal. Y es la Historia quien nos lo descubre. En cierto sentido está sobre la Historia porque es el catolicismo. Y es verdad que ahora hay muchos semicultos que no pueden rezar el Padrenuestro o el Ave María, pero si los intelectuales de Francia están volviendo a rezarlos, ¿qué razón hay, fuera de los descuidos de las apologéticas usuales, para que no los recen los de España? Hay otra parte puramente histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos cuando el ideal los ilumina. Todo un sistema de doctrinas, de sentimientos, de leyes, de moral, con el que fuimos grandes; todo un sistema que parecía sepultarse entre las cenizas del pretérito y que ahora, en las ruinas del liberalismo, en el despresgio de Rousseau, en el probado utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos hace decir que nuestro siglo XVI, con todos sus descuidos, de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el porvenir. Y aunque es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas, que Herriot recientemente ha querido distinguir diciendo que era la una la del Greco, con su misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la otra la de Goya, con su realismo y su afición a la "canalla", y que pudieran llamarse también la España de Don Quijote y la de Sancho, la del espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino una, y toda la cuestión se reduce a determinar quién debe gobernarla, si los suspiros o los eructos. Aquí ha triunfado, por el momento Sancho; no me extrañará. sin embargo, que nuestros pueblos acaben por seguir a Don Quijote. En todo caso, su esperanza está en la Historia: Ex proeterito spes in futurum

Estoicismo y Trascendentalismo

Empieza Ganivet su Idearium Español sentando la tesis de que: "Cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral y, en cierto modo, religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole de cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo brutal y heroico de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epiceteto, sino el Estoicismo natural y humano de Séneca. Séneca no es un español, hijo de España por azar: es español por esencia, y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media quizá no naciera en Andalucía, sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condense en esta enseñanza: "No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; Piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de tí una fuerza madre algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama diario vivir; y sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, manténte de tal modo firme y erguido que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre".

Estas palabras son merecedoras de reflexión y análisis, y no lo serían si no dijeran de nuestro espíritu algo importante, que la intuición de nosotros mismos y los ejemplos de la historia nos aseguran ser certísimo. Y lo que en ellas hay de cierto e importante, es que, en efecto, cuando cae sobre los españoles un suceso adverso, como perder una guerra, por ejemplo, no adoptamos actitudes exageradas, como la de suponer que la justicia del Universo se ha violado porque la suerte de las batallas nos haya sido contraria, o que toda la civilización se encuentra en decadencia porque se hayan frustrado nuestros planes, sino que nos conducimos de tal modo que siempre se puede decir de nosotros que somos hombres, porque ni nos abate la desgracia, ni perdemos nunca, como pueblo, el sentido de nuestro valor relativo en la totalidad de los pueblos del mundo. Por esta condición o por este hábito, ha podido decir de nosotros Gabriela Mistral, en memorable poesía, que somos buenos perdedores. Ni juramos odio eterno al vencedor, ni nos humillamos ante su éxito, al punto de considerarle como de madera superior a la nuestra. Argentina es la tesis de que: "la victoria no concede derechos", pero su abolengo es netamente hispánico, porque nosotros no creemos que los pueblos o los hombres sean mejores por haber vencido. Y no es que menospreciemos el valor de la victoria y la equiparamos a la derrota, la victoria nos parece buena; pero creemos que el vencedor no la debe a intrínseca superioridad sobre el vencido, sino a estar mejor preparado o a que las circunstancias le han sido favorables. Y en torno de esta distinción, que me parece fundamental, ha de elaborarse el ideal hispánico.

Lo que no hacemos los españoles, y en esto se engañaba Ganivet, es suponer que tenemos "dentro de nosotros una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino". Esto lo creyeron los estoicos; pero el estoicismo o sentimiento del propio respeto es persuasión aristocrática que abrigaron algunos hombres superiores, pero tan convencidos de su propia excelencia que no lo creían asequible al común de los mortales, y aunque en España se hayan producido y se sigan produciendo hombres de este tipo, su sentimiento no se ha podido difundir, ni la nación ha parafraseado a San Agustín, para decirse, como Ganivet: "Noli foras ire: in interiore Hispaniae habitat veritas", Esto no lo hemos creído nunca los hispanos —y esta palabra la uso en su más amplio sentido— y espero que jamás lo creeremos, porque nuestra tradición nos hace incapaces de suponer que la verdad habite exclusivamente el interior de España o en el de ningún otro pueblo. Lo que hemos creído y creemos es que la verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la creencia de que no es ningún monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla por ser trascendental, universal y eterna, hemos peleado los españoles en los momentos mejores de nuestra historia. Lo que ha sentido siempre nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad esencial con todos los otros pueblos de la tierra. El estoico se ve a sí mismo como la roca impávida en que estrellan, las olas del mar, las circunstancias y las pasiones.

Esta imagen es atractiva para los españoles, porque la piedra es símbolo de perseverancia y de firmeza, y éstas son las virtudes que el pueblo español ha tenido que desplegar para las grandes obras de su historia: La Reconquista, la Contrarreforma, la civilización de América; y también porque los españoles deseamos para nuestras obras y para nuestra vida la firmeza y perseverancia de la roca; pero cuando nos preguntamos: ¿qué es la vida? o, si se me perdona el pleonasmo: ¿Cuál es la esencia de la vida?, lejos de hallar dentro de nosotros un eje diamantino, nos decimos con Manrique: ."Nuestras vidas son los ríos —que van a dar a la mar", o con el autor de la Epístola Moral: "¿qué más que el heno, a la mañana verde, —seco a la tarde? No hay en la lírica española pensamiento tan repetidamente expresado, ni con tanta belleza, como este de la insubstancialidad de la vida humana y de sus triunfos.

Campoamor lo dirá, con su humorismo: "¿Humo las .glorias de la vida son." Espronceda, con su ímpetu: "Pasad, pasad en óptica ilusoria... Nacaradas imágenes de gloria,—Coronas de oro y de laurel, pasad" Y todos nuestros grandes líricos verán en la vida, como Mira de Amescua: "Breve bien, fácil , viento leve espuma.".

El humanismo español

Y, sin embargo, no se engañaba Ganivet al afirmar que en la constitución ideal de España, tal como en la historia se revela, hay una fuerza madre, un eje diamantino, algo poderoso si no indestructible, que imprime carácter a todo lo español. En vano nos diremos que la vida es sueño. En labios españoles significa esta frase lo contrario de lo que significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra los ojos el budista a la vida circundante, para sentarse en cuclillas y consolarse de la opresión de los deseos con el sueño del Nirvana. El español, por lo contrario desearía que la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía atribuir a la materia. Y hasta cuando dice. con Calderón:

¿Qué es la vida? un frenesí.
¿Qué es la vida? una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño,
que toda la vida es sueño
y los sueños, sueños son...

no está haciendo teorías ni definiendo la esencia de la vida sino condoliéndose desesperadamente de que la vida y sus glorias no sean fuertes y perennes, lo mismo que una roca. Y en este anhelo inagotable de eternidad y de poder, hemos de encontrar una de las categorías de esa fuerza madre de que nos habla Ganivet, pero no como un tesoro que guardáramos avaramente dentro de nuestras arcas, sino como un imán que desde fuera nos atrae.
Los españoles nos dolemos de que las cosas que más queramos: las amistades, los amores, las honras y los placeres, sean pasajeras e insustanciales. Las rosas se marchitan: la roca, en cambio, que es perenne, sólo nos ofrece su dureza e insensibilidad. La vida se nos presenta en un dilema insoportable: Lo que vale no dura; lo que no vale se eterniza. Encerrados en esta alternativa, como Segismundo en su prisión, queremos una eternidad que nos sea propicia, una roca amorosa, un "eje diamantino". En los grandes momentos de nuestra historia nos lanzamos a realizar el bien en la tierra, buscando la realidad perenne en la verdad y en la virtud. Otras veces, cuando a los períodos épicos siguen los de cansancio, nos acogemos en nuestra fe, y, como Segismundo, nos decimos:
Acudamos a lo eterno
que es la fama vividora,
donde ni duermen las dichas
ni las grandezas reposan.

Pero no siempre logramos mantener nuestra creencia de que son eternos la verdad y el bien, porque no somos ángeles. A veces, el ímpetu de nuestras pasiones o la melancolía que inspira la transitoriedad de nuestros bienes, nos hace negar que haya otra eternidad, si acaso, que la de la materia. Y ,entonces, como en un último reducto, nos refugiamos en lo que podrá llamarse algún día "el humanismo español", y que sentimos igualmente cuando los sucesos nos son prósperos que en la adversidad.
Este humanismo es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen, y característico de los españoles es que afirmemos esa igualdad esencial de los hombres en las circunstancias más adecuadas para mantener su desigualdad y que ello lo hacemos sin negar el valor de su diferencia, y aun al tiempo mismo de conocerlo y ponderarlo A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre, el Rey de la Creación; por alto que se halle, una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no esté al borde del abismo. Si hay en el alma española un "eje diamantino" es por la capacidad que tiene, y de que nos damos plena cuenta, de convertirse y dar la vuelta, como Raimundo Lulio o Don Juan de Mañara. Pero el español se santigua espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su nación, porque sabe instintivamente que los pecados máximos son los que comete el engreído que se cree incapaz de delito y de error.
Este humanismo español es de origen religioso. Es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia Católica. Pero ha penetrado tan profundamente en las conciencias españolas, que la aceptan, con ligeras variantes, hasta las menos religiosas. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre otros o de unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él. Ramón y Cajal se sintió molesto, de estudiante, al ver que no había nombres españoles en los textos de Medicina. Y sin encomendarse a Dios ni al diablo, se agarró a un microscopio y no lo soltó de la mano hasta que los textos tuvieron que contarle entre los grandes investigadores. Y el caso de Cajal es representativo, porque en el momento mismo de la humillación y la derrota, cuando los estadistas extranjeros contaban a España entre las naciones moribundas, los españoles se proclamaron unos a otros el Evangelio de la regeneración. En vez de parafrasear a San Agustín y decirse que la verdad habita en el interior de España, se fueron por los países extranjeros para averiguar en qué consiste su superioridad, y ya no cabe duda de que el convencimiento de que podemos hacer lo que otros pueblos, nos tendrá que regenerar, ya que la admiración incondicional abyecta, de todo lo extranjero, no sobrevivirá al fracaso, ya casi evidente, de cuantos principios religiosos, morales y políticos, contrarios a nuestra tradición, ha tramolado el mundo en estos siglos.
Esto lo venían haciendo los españoles, sin que les estimulara, por el momento, gran exaltación de religiosidad, y al solo propósito de mostrarse a sí mismos que pueden hacer lo que otros hombres. Pero al profundizar en la Historia y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen que interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su máxima religiosidad. Y lo curioso es que en aquella hora de la suprema religiosidad y el poder máximo los españoles no se halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre sí el encargo "De llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los llama y de que a todos los hombres se dirigen las palabras solemnes: Ecce sto ad ostium et pulso si quis... aperuit mihi januam intrabo at illum ... (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta, entraré ), por lo que, también, la religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.

El humanismo moderno

Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los eruditos en las ``Vidas Paralelas",, de Plutarco, unos tipos de hombres que les parecieron más dignos de servir de modelo a los demás que los santos del "Año Cristiano". Como así se humanizaba el ideal, el humanismo significó esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual el hombre es la medida de todas las cosas. Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusto; verdadero, lo que nos satisface plenamente, la verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales, para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.
Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta; si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosas son el bien y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el bien del hombre o sombras sin sustancia, palabras roídas sin sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos universales. Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno porque lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno. La idea de Protágoras, de terciar en la disputa sería probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas gentes, y hasta a pueblos enteros, por lo menos, a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas. El orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a acometer lo que las demás gentes creen que es malo, con la convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y como con todo ello no se suprimen los malos instintos ni las malas pasiones, el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y falibilidad humanas tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos y las malas pasiones con lo que no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como buenos. El que crea que lo bueno no es bueno sino porque lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.
La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras con que sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira, porque cada impresión es verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa. Nada es absoluto, todo es relativo. Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas. Pero no hay ya medidas superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo. Al reducir el bien y la verdad a la categoría de apetitos, Parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible hablar de su humanismo.
Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas superioridades "a priori" han penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído nunca que el Hombre sea la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto cuya verdad no depende de la coherencia de su pensamiento consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la caso. Lo bueno es bueno, y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente Para nosotros se ha hecho el dilema de Dostoyewky: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aun entonces guardamos en el pecho la convicción de que la verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la verdad ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se refiere a una aristocracia. Es posible que no haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.

El Humanismo del Orgullo

Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su señorío, de una parte, nos aparecen grandes pueblos enteros, hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que otras razas y que los otros pueblos, y que se confirman en esta idea de superioridad con la de sus recursos y medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla. Hasta los musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de Dios conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma. No cabe duda de que la confianza en la propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos en las primeras etapas del camino.

En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado del liberalismo que si cada hombre obedece solamente sus propios mandatos, desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos ajustar sus instituciones políticas a esta máxima, que, por lo mucho que se ha difundido parece universal. Se funda en la confianza romántica del hombre en sí mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre, cuando se sale con la suya, progresa. ¿Todos los hombres? Aquí está el problema. la Historia muestra también que esta libertad individualista no sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos que se creen superiores. Aun dentro del territorio de un mismo pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las aprovechan y mejoran de posición. Estos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados los condenados a la perdición. Es claro que no ha existido nunca una sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han podido creer en el postulado de que los hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay padre de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades hacen lo que los padres, en mayor o menor grado. Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en los pueblos el fondo irredento, casi irremediable, de los degenerados e incapaces de la civilización individualista tiene que alzarse sobre un légamo de "boycoteados", de caídos y de ex hombres.

Pero tampoco puede tener valor universal en el sentido de internacional. Como cree que los pueblos se dividen en libres, semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en peligro las instituciones de los primeros, les cierran la puerta con leyes de inmigración, que excluyen a sus hijos del territorio que habitan los hombres superiores. De esa manera se "congelan", naciones enteras, que no permiten que les entren las corrientes emigratorias de las razas y países que juzgan inferiores. Y con esa congelación provocan el resentimiento de los pueblos excluidos.

Menos mal si este humanismo garantizara el éxito de algunos países, aunque fuese a expensas de los otros. Pero tampoco. La creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y esencialmente falsa, es útil en aquellos primeros estadios de la vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a un bien trascendental, de que el orgulloso se proclama mensajero u obrero. Pero en cuento se deja de ser "ministro" de un bien trascendental, para erigirse en árbitro del bien y del mal, se cumple la sentencia pascaliana de hacer la bestia porque se quiere hacer el ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída de Satán, la derrota del orgulloso, en su conflicto con el Universo, que no puede soportar su tiranía. Y entonces el desmoronamiento es rápido, porque cuando el pueblo derrotado profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no significa sino la falta de preparación en algún aspecto. En cambio, el humanismo del orgulllo, el de la creencia en la propia superioridad, fundada en el éxito, con el éxito lo pierde todo, porque el resorte de su fuerza consistía, precisamente, en confianza de que con sólo seguir la voz de su conciencia o de su instinto se mantendría en el camino del progreso.

El humanismo materialista

Hay también un humanismo que suprime todas las esencias que venían considerándose superiores al hombre, como el bien y la verdad, por no ver en ellas sino palabras hueras, aunque no inofensivas, porque son, según piensa, los pretextos que han servido para justificar el ascendiente de unas clases sociales sobre otras. Frente a las jerarquías tradicionales proclama este humanismo la divisa revolucionaria: borrón y cuenta nueva. Se propone establecer la igualdad de los hombres en la tierra, en lo que se parece al humanismo español, pero con una diferencia. Los españoles quisiéramos, dentro de lo posible y conveniente la igualdad de los hombres, porque creemos en la igualdad esencial de las almas. Estos humanistas, al contrario, postulan la igualdad esencial de los cuerpos.

Puesto que rige una misma fisiología para todos los hombres, puesto que todos se nutren, crecen, se reproducen y mueren, ¿por qué no crear una sociedad en que las diferencias sociales sean suprimidas inexorablemente, en que se trate a todos los hombres de la misma manera, todo sea de todos, trabajen todos para todos y cada uno reciba su ración de la comunidad.

Ahora sabemos, con el saber positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido realizarse. La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador que el de la muerte. El hombre no es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva feliz en el rebaño. El campesino no se contenta con poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se aferra a su ideal antiguo de poseerla en una parcela que le pertenezca. Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso a trabajar con interés en talleres nacionales, donde no se pague su labor en proporción, a lo que valga, ni aunque se declare el trabajo obligatorio y se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina. Al cabo de las experiencias infructuosas, el fundador del comunismo exclamó un día: ¡Basta de socialistas! ¡Vengan especialistas!, y entonces se produjo el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como enemigo del género humano, ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos capaces de explotarlas, y que estos capitalistas salvo excepciones vergonzosas, rechazaran la oferta, porque un gobierno que había abolido la propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías necesarias.

Y así, ese gobierno tendrá que ser una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de propiedad de los campesinos, que la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la producción en un Estado servil, a base de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio que es un retorno al despotismo y a la esclavitud, como ya lo había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil bajo el apotegma de que: ``Si no restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la Institución de la esclavitud: No hay un tercer camino" la razón del fracaso comunista es obvia. La economía no es una actividad animal o fisiológica, sino espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas diarias, porque sabe que no podría digerirlas, sino para alcanzar el reconocimiento y la estimación de sus conciudadanos. La economía es un valor espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están menospreciadas, decae fatalmente, hasta extinguirse, el bienestar del pueblo.

Cuentan los viajeros veraces que en Rusia no se ríe. La razón de ello es clara. En una sociedad donde se quiere suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda "caída de Adán, una caída en la animalidad, y no en la ciencia del bien y del mal. La humanidad entera, por lo menos lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su posibilidad. Lo peor es que no se trata meramente de agua pasada, que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuida sobre la base de una negación niveladora de las diferencias de valor. Durante más de un siglo se ha soñado el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo hasta que no hayan sustituido por algún otro su frustrado sueño.

De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaba abajo están encima. Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades. Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su posición relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande ?.

Nuestro humanismo en las costumbres

Entre estos dos sentidos del hombre el exclusivista del orgullo y el fisiológico de la nivelación, el español tiende su vía media, No iguala a los buenos y a los malos, a los superiores y a los inferiores, porque le parecen indiscutibles las diferencias de valor de sus actos, pero tampoco puede creer que Dios ha dividido a los hombres de toda eternidad, desde antes de la creación, en electos y réprobos. Esto es la herejía, la secta: la división o seccionamiento del género humano.

El sentido español del humanismo lo formuló Don Quijote cuando dijo: "Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro si no hace más que otro". Es un dicho que viene del lenguaje popular. En gallego reza: "Un hombre non e mais que outro, si non fai mais que outro.." y los catalanes expresan lo mismo con su proverbio: "les obres fan els mestres" Estos dichos no son de borrón y cuenta nueva. Dan por descontado que unos hombres hacen más que otros; que unos se encuentran en posición de hacer más que otros. y que hay obras maestras y otras que no lo son; hay ríos caudales y chicos; hay Infantes de Aragón y pecheros, y así se acepta la desigualdad en las posiciones sociales y en los actos, que es aceptar el mundo y la civilización. Yo puedo ser duque, y tú. criado. Aquí hay una diferencia de posición. Pero en lo que se dice "ser" en lo que afecta a la esencia, nadie es más que otro si no hace más que otro, teniendo en cuenta la diferencia de posibilidades; lo que quiere decir en el fondo que no se es más que otro, porque son las obras las que son mejores o peores, y el que hoy las hace buenas mañana puede hacerlas malas, y nadie ha de erigirse en juez de otro, excepto Dios. Los hombres hemos de contentarnos con juzgar de las obras. Yo seré duque, y tú criado; pero yo puedo ser mal duque y tú buen criado. En lo esencial somos iguales y no sabemos cuál de los dos ha de ir al cielo, pero sí que por encima de las diferencias de las clases sociales están la caridad y la piedad, que todo lo nivelan.

Este espíritu de esencial igualdad no quiere decir que la virtud característica de los españoles sea la caridad, aunque tampoco creo que nos falte. Hay pueblos más ricos que el nuestro y mejor organizados, en que el espíritu de servicio social es más activo y que han hecho por los pobres mucho más que nosotros. Pero hay algo anterior al amor al prójimo, es que al prójimo se le reconozca como tal, es decir, como próximo. Una caridad que le considere como un animal domestico mimado, no será caridad, aunque le trate generosamente. Es preciso que el pobre no se tenga por algo distinto e inferior a los demás hombres. Y esto es lo que han hecho los españoles como ningún otro pueblo. Han sabido hacer sentir al más, humilde que entre hombre y hombre no hay diferencia esencial, y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las leyes naturales. Todos los viajeros perspicaces han observado en España la dignidad, de las clases menesterosas y la campechanía de la aristocracia. Es característico el aire señoril del mendigo español. El hidalgo podrá no serlo en sus negocios. Es seguro, en cambio, que en un presidio español no se apelará en vano la caballerosidad de los inquilinos.

Cuando se preguntaba a los voluntarios ingleses de la gran guerra por qué se habían alistado, respondían muchos de ellos : We follow our betters. (Seguimos a los que son mejores que nosotros.) Reconozco toda la magnífica disciplina que hay en esta frase, pero labios españoles no podrían pronunciarla. Menéndez Pelayo dice que hemos sido una democracia frailuna. En los conventos, en efecto, se reúnen en pie de igualdad hombres de distintas procedencias: uno ha sido militar, otro paisano; uno, rico; otro, pobre; aquél ignorante, éste letrado. Todos han de seguir la misma regla. En la vida española las diferencias de clase solían expresarse en los distintos trajes: la levita, la chaqueta, la blusa; el sombrero, la mantilla, el pañuelo; pero la regla de igualdad está en las almas. Por eso Don Quijote compara a los hombres con los actores de la comedia, en que unos hacen de emperadores y otros de pontífices y otros de sirvientes; pero al llegar al fin se igualan todos, mientras que Sancho nos asimila a las distintas piezas del ajedrez, que todas van al mismo saco en acabando la partida.

Este humanismo explica la gran indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española. En Inglaterra se castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de hurto. En España no se penan delitos análogos sino con unas cuantas semanas de prisión. Y es que no creemos que el alma de un hombre esté perdida por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno deberán cerrársenos los caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras instituciones favoritas, pasada la cólera primera, son el indulto y el perdón.

Se dirá que todo esto no es sino catolicismo. Pero lo curioso es que en España es lo mismo la persuasión de los descreídos que la de los creyentes. Parece que los descreídos debieran ser seleccionistas, es decir, partidarios de penas rigurosas para la eliminación de las gentes nocivas. Aún lo son menos que los creyentes. Están más lejos que la España católica y popular del aristocratismo protestante. Y así como los pueblos que se creen de selección se alzan sobre un bajo fondo social de ex hombres, incapaces de redención, en España no hay ese mundo de gentes caídas sin remedio. No se consentiría que lo hubiera, porque los españoles les dirían: "¡Arriba, hermanos, que sois como nosotros!

Nuestro humanismo en la historia

Esto no es solamente un supuesto. Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, en 1509, pudo haber dicho a los indios que los hidalgos leoneses eran de una raza superior. Lo que les dijo, textualmente, fue esto: "Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo descendemos". El ejemplo de Ojeda lo siguen después los españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los indios, como una madre a sus hijuelos, bajo la cruz del pueblo hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.

Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes; pero ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras Leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de Encomienda para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los Reyes de España, se prescribió que las conversión se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano

Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fiesta del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado "Fiesta de la Raza", a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está constituida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.

Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres. Desconfiados de los hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionistas Hemos sido una nación de fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español no aspira sino a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial. El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarle. La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional en que el fundador no se propone meramente su bien propio, sino el de todos los hombres. El gran Arias Montano, contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que su Soberano realiza:

"La persona principal, entre todos los Príncipes de la tierra que por experiencia y confesión de todo el mundo tiene Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica, es el Rey Don Philipo, nuestro señor, porque él solo, francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros príncipes que a él se allegan y lo defienden hoy, lo hacen o con sombra y arrimo de S. M. o con respeto que le tienen; y esto no sólo es parecer mío, sino cosa manifiesta, por lo cual la afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en Italia, Francia. Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania que he andado..."

Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su Monarca que renuncie a su política católica o universalista para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque esto es lo que hacen otras monarquías católicas de su tiempo al concertar alianzas con soberanos protestantes o mahometanos. El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales. Ese fue el pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la Contrarreforma. Y éste es también el sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus periodos de fe, sino también en los de escepticismo El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres para que pueblen las soledades de la tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a decir es que llamamiento lo hacen hombres que no se creen raza superior a la de los que vengan. A todos se dirige la palabra de llamamiento: "Sto ad ostium, et pulso. (Estoy en el umbral y llamo.) Y también a todas las profesiones. No sólo hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y comerciantes. Lo que importa es que cada uno cumpla con su función "en el convencimiento de que Dios le mira".

Es posible que los padecimientos de España se deban en buena parte a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma. Ello revelaría que ha cometido, por omisión, el error de olvidarse de que también forma parte del todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de la tierra para ir al cielo, sino en juntar los dos para reinar en la creación y gozar del cielo. Sólo que esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto del hombre como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente superior a las otras criaturas físicas En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al español la convicción consoladora de no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay tiempos en que oye el llamamiento de lo alto, y entonces levanta del suelo, no para mirar de arriba abajo a los demás sino para mostrar a todos la luz sobrenatural que ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.

Resumen Final del asunto

Hay, en resumen, tres posibles sentidos del hombre. El de los que dicen que ellos son los buenos, por estarles vinculada la bondad en alguna forma de la divina gracia, y es el de los pueblos o individuos que se atribuyen misiones exclusivas y exclusivos privilegios en el mundo. Esta es la posición aristocrática y particularista. Hay también la actitud niveladora de los que dicen que no hay buenos ni malos, porque no existe moral absoluta, y lo bueno para el burgués es malo para el obrero, por lo que han de suprimirse las diferencias de clases y fronteras para que sean iguales los hombres. Es la posición igualitaria y universalista, pero desvalorizadora. Y hay, por último, la posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad entera que todos los hombres pueden ser buenos y que no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo. Esta fue la idea española del siglo XVI. Al tiempo que la proclamábamos en Trento y que peleábamos por ella en toda Europa, las naves españolas daban por primera vez la vuelta al mundo para poder anunciar la buena nueva a los hombres del Asia, del Africa y de América.

Y así puede decirse que la misión histórica de los pueblos hispánicos consiste en enseñar a todos los hombres de la tierra que si quieren pueden salvarse, y que su elevación no depende sino de su fe y su voluntad.

Ello explica también nuestros descuidos. El hombre que se dice que si quiere una cosa la realizará, cae también fácilmente en la debilidad de no quererla, en la esperanza de que se le antoje cualquier día. Esta es la perenne tentación que han de vencer los pueblos nuestros. No parecemos darnos cuenta de que el tiempo perdido es irreparable, por lo menos en este mundo nuestro, en que la vida del hombre está medida con tan estrecho compás. Solemos dejar pasar los años, como si dispusiéramos de siglos para arrepentirnos y enmendarnos. Y a fuerza de querer matar el tiempo, nos quedamos atrás, y el tiempo es quien nos mata.

Porque el mundo, entonces, se nos echa encima. Nadie nos cree cuando decimos que podemos, pero que no queremos. El poder se demuestra en el hacer. La potencialidad que no se actualiza no convence a nadie. La rechifla de los demás se nos entra en el alma, y los más sensitivos de entre nosotros mismos, que por esencial convencimiento nunca nos creímos superiores, acabamos por creernos inferiores al compartir las críticas de los demás respecto de nosotros. Esta es nuestra historia de los dos siglos últimos. Si logramos salir de esté período de depresión del ánimo, será, en primer término porque nuestro pueblo no compartió nunca el escepticismo de los intelectuales, y, además, porque la misma cultura nos revela que nuestra labor en lo pasado no es inferior a la de ningún otro, pueblo de la tierra.

En estos años nos está descubriendo el estudio del siglo XVI un espíritu ecuménico que no se sospechaba entre las gentes cultas. Nada es más revelador a este respecto que el entusiasmo con que un hombre de cultura moderna, como el profesor Barcia Trelles. encuentra en el Padre Vitoria y en Francisco Suárez las verdaderas fuentes del Derecho Internacional contemporáneo. Estamos descubriendo la quintaesencia de nuestro Siglo de Oro. Podemos ya definirla como nuestra creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. De ella nacía el impetuoso anhelo de ir a comunicársela. En esa creencia vemos también ahora la piedra fundamental del progreso humano, porque los hombres no alzarán los pies del polvo si no empiezan por creerlo posible

Esta creencia es el tesoro que llevan al mundo los pueblos hispánicos. Sólo que ella se funda en otra creencia antecedente y fundamental, sobre la cual han de entenderse previamente las inteligencias directoras de los pueblos hispánicos de ella se derive una consecuencia: La de que el mundo no creerá en el valor de nuestro tesoro si no lo demostramos con estas obras. De la creencia antecedente y de la consecuencia práctica hemos de tratar, pero estoy persuadido de que el descubrimiento de la creencia nuestra en en las posibilidades superiores de todos los hombres ha de empujarnos a realizar en nosotros mismos para ejemplo probatorio de la verdad de nuestra fe, y que la lección que dimos ya en nuestro gran siglo volveremos a darla para gloria de Dios y satisfacción de nuestros históricos anhelos.

Contraste de nuestro ideal

Contrastemos ahora nuestro antiguo sentido del hombre con el ideal revolucionario de libertad, igualdad, fraternidad. Ganivet nos dice que el "eje diamantino" de vida española es un principio senequista: "Manténte de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre ti que eres un hombre" He leído algunos libros de Séneca en busca del pasaje de donde pudo sacar esa enseñanza. -No lo he encontrado. Hasta se me figura que no podrá encontrarse, porque lo que viene a decir Séneca es algo que se le parece a primera vista, pero que en el fondo es muy distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico se conduce de tal suerte, sean cuales fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre. Se sobrentiende en Séneca, pero no en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se dejan en cambio, ir de sus pasiones o de las circunstancias.
Para los estoicos, en efecto, había dos clases de hombres: los sabios y el vulgo. Los sabios se conducen como deben; los otros en rigor, no se conducen, sino que son conducidos por los sucesos. Y esta distinción explica la esterilidad del estoico. Los estoicos creían que todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Dios, y se proclamaban cuidadanos del mundo; pero esta ciudadanía y la conciencia de la paternidad de Dios era patrimonio exclusivo de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera un esclavo como Epiceteto, y ésta fué la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los hombres se alzasen del polvo. CIeanthes pidió a Zeus en su himno que salvase a los hombres de su desgraciado egoísmo. Y es que, a juicio de los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si ésa es su voluntad. La idea de que ellos mismos lo hagan no es estoica, sino católica. Ganivet no la saca de Séneca, sino del Catecismo. El autor del Idearium español ha atribuido a los estoicos una idea que ha recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo familiar y local, trabajado secularmente por las doctrinas de la Iglesia.
Es un hecho sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre común a los espíritus creyentes y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países protestantes. Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan fácilmente prevalece en los pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de la Monarquía española y la relativo facilidad y frecuencia con que judíos conversos llegaban en España a ocupar sedes episcopales se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había. Un pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable menosprecio de los "cristianos nuevos", lamentable por ser injusto en muchos casos, pero sobre todo porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego ha de colocar a los conversos en situación de inferioridad respecto de los "cristianos viejos". Lo que puede decirse en atenuación de este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo obligan a hacer antesala a las clases sociales que desean alzarse a ellas; segundo, que la España católica venía a constituir especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moros; tercero, que los hombres no tienen el don de leer en corazones para poder distinguir a los conversos sinceros de los insinceros; cuarto, que había necesidad de distinguirlos; quinto, que no hay ley concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos, y sexto, que el hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito ni la especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.
* * *
Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos no tiene nada de extraño, porque son "resentidos" -hostiles a toda muestra civilización, cuyos instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre, no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres de que se infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo. Certeramente ha dicho el señor Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: "Todo reino dividido consigo mismo será asolado" (Lucas, 11, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que hemos padecido desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a que lo hagan, de no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis, Elmer Gantry, que marchaba con la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el fuego no podía alcanzarla, Porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que nuestros incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad, advertirán que sus principios proceden de los nuestros. A los otros descreídos, a los que no manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos. sería inocente tratar de convencerles; pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por la inspiración religiosa podrá realizarse.
En el "eje diamantino", .de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, Igualdad y fraternidad, que no se contradice mutuamente y puede servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que implica, desde luego, su libertad moral o metafísica Pero, además será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello habrá de constituirse la sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal; pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, etc. Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales de lo que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los hermane. 
Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue proclamando la revolución en general. Francia los ha esculpido en sus edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que en cuanto realizables y legítimos son principios cristianos y católicos?.

La capacidad de conversión

Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo, que por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma Esto por lo que atañe a la libertad moral. La libertad externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral. Como el hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural tal como salió de las manos del Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la persona, por lo que nosotros y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles tenemos que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble, porque con hombres malos no podemos constituir sociedades tan excelentes que premien siempre la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho que todas las sociedades, por instinto de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las dañen y traicionen; y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana. Pero ¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?
Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser el filósofo del liberalismo. A principio de siglo escribió un ensayo: "La adoración de un hombre libre", que terminaba con un párrafo que causó sensación:
"Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana al cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes de que el golpe caiga, los pensamientos elevados que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido, sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa, desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran, por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo, Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente"
Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda se han aprendido de memoria ese párrafo. A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico podrá ver en él más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y contradictoria. Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre. como dice en otro párrafo, es libre para "examinar, criticar, saber y crear imaginariamente", mientras que sus actos exteriores, una vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar el mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte tenga uno que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido durante treinta años la base de una filosofía y de una política, es tan incomprensible como el aserto de que la libertad del hombre no es sino el resultado de "la colocación accidental de los átomos". Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inconsciencia de la naturaleza. Hay gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito, se suicidó el poeta John Davidson, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la conciencia del hombre y su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que así como los cielos declaran la gloria de Dios, la faz de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, proclama nuestro poder y es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su chispa divina.
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En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismo está el origen de la libertad moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no meramente contra la intolerancia de las autoridades sino también contra la presión social, porque en Inglaterra, decía: "Aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez más, pesado que en otros países de Europa", Revolviéndose contra toda clase de "boycots", escribió Stuart Mill su célebre sentencia: "Si toda la humanidad menos uno fuese de una opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad." Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo o un Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el oscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no permiten difundir su idea salvadora; pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces, aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su catecismo del Revolucionario, cuando decía: "Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira", No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la difamación, de la pornografía , de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos, pervertidos y ambiciosos, que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las entendederas de las gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones se calumnian impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se creará, para remediarlo, un Tribunal lnternacional de la Verdad, mientras no se reconozca en que materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y de los engaños, de lo lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite prosperar a una prensa que en el caso mejor, no hace justicia más que a los extraños a los enemigos, pero que se dedica a elevar a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de valores. No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables que halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira.

El "Principio del Crecimiento"

También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad de los caracteres y contribuye por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill al final de su ensayo "De la libertad". Es la de Bertrand Russell con su "Principio del Crecimiento". Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de un Principio central de Crecimiento que los guía en una cierta dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque en general, los impulsos y deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos contenidos. "Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso. La vida ha de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre, haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había tratado de realizar. Pero los impulsos que deben formar terse son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la creatividad en general.

Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se deben restringir, en cambio, los impulsos de envidia, destrucción, suicidio, etc., porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell se contenta con decir que estos impulsos no proceden del Principio central de Crecimiento. No lo prueba. No puede probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia su savia. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos "centrales" que los benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos Hay razas humanas desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos sexuales. La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta se ha ensayado en países nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.

Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no están ahora obligados a profesar religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. -Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución la vida de familia y tan tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar recientemente, en media de la atónita atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial que restablezca la disciplina social con mano dura.
Sólo que ya no es necesario apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso: "Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la Política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo el termómetro Político, la represión política, la tiranía, está alto. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia"
A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era, sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige libertad. pero la del mal, cárceles y grilletes. También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad de los caracteres y contribuye por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill al final de su ensayo "De la libertad". Es la de Bertrand Russell con su "Principio del Crecimiento". Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de un Principio central de Crecimiento que los guía en una cierta dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque en general, los impulsos y deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos contenidos. "Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso. La vida ha de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre, haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había tratado de realizar. Pero los impulsos que deben formar terse son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la creatividad en general.

Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se deben restringir, en cambio, los impulsos de envidia, destrucción, suicidio, etc., porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell se contenta con decir que estos impulsos no proceden del Principio central de Crecimiento. No lo prueba. No puede probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia su savia. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos "centrales" que los benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos Hay razas humanas desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos sexuales. La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta se ha ensayado en países nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.

Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no están ahora obligados a profesar religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. -Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución la vida de familia y tan tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar recientemente, en media de la atónita atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial que restablezca la disciplina social con mano dura.
Sólo que ya no es necesario apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso: "Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la Política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo el termómetro Político, la represión política, la tiranía, está alto. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia"
A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era, sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige libertad. pero la del mal, cárceles y grilletes.

La igualdad Humana

Nuestro sentido hispánico nos dice que cualquier hombre, por caído que se encuentre puede levantarse, pero también caer por alto que parezca. En esta posibilidad de caer o levantarse, todos los hombres son iguales. Por ella es posible a Ganivet imaginar su "eje diamantino, o imperativo categórico: "que siempre se pueda decir de ti que eres un hombre". El hombre es un navío que puede siempre, siempre, mientras se encuentra a flote, enderezar su ruta. Si la tripulación lo ha descuidado, si su quilla, sus velas o arboladura se hallan en mal estado, le será más difícil resistir las tormentas. Enderezar la ruta no será bastante para llegar a puerto. El éxito es de Dios. Lo que ,podrá el navegante es cambiar el rumbo. En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombre son iguales. Pero ésta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades. Y en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad, afirmando que: "Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley.'' Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol. No hay dos iguales. Y la igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido que el de que la ley debe proteger a todos los ciudadanos de la misma manera.

Si tiene ese sentido es porque los hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversión o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y del derecho. Si no fueran capaces de caída, la moral no necesitaría decirles cosa alguna. Si no fueran capaces de conversión, sería inútil que se lo dijera todo. La validez de la moral depende de que los hombres puedan cambiar de rumbo. ¡Esta condición de su naturaleza es lo que ha hecho también posible y necesario el derecho. No habría leyes si los hombres no pudieran cumplirlas. Son imperativos, porque pueden igualmente no cumplirlas. Y tienen carácter universal, porque en esta capacidad de cumplirlas o no cumplirlas todos los hombres son iguales. Al proclamar la capacidad de conversión de los hombres no se dice que puedan ir muy lejos en la nueva ruta que decidan emprender. No llegará muy lejos en el camino de la santidad el que sólo se arrepienta en la hora de la muerte. Pero si su conversión es sincera y total recorrerá en alas de los ángeles el camino que no pueda andar por su propio pie. Esta capacidad de conversión es el fundamento de la dignidad humana. El más equivocado de los hombres podrá algún día vislumbrar la verdad y cambiar de conducta. Por eso hay que respetarle, incluso en sus errores, siempre que no constituya un peligro social. Pero fuera de esta común capacidad de conversión, no hay ninguna igualdad entre los hombres.

Unos son fuertes; otros, débiles; unos, talentudos; otros, tontos, unos, gordos; otros, flacos; unos, blancos; otros, color chocolate; otros, amarillos. Y donde no existe claramente la conciencia de esta capacidad común de conversión, tampoco aparece por ninguna parte la noción de la igualdad humana. El hombre totémico se cree de diferente especie que el de otro tótem. Si el tótem de un clan es el canguro, el hombre se cree canguro; si es un conejo, se imagina conejo. Lo que el tótem subraya es el hecho diferencial. Israel el pueblo elegido; cuando aparece el Redentor del género humano, la mayor parte de Israel persiste en creerse el pueblo elegido, incomparable con los otros. Aun después de siglos de Cristianismo, los pueblos del Norte se inventan la doctrina de la predestinación, para darse aires de superioridad frente a los pueblos mediterráneos. Francia, algo menos nórdica, lucha durante siglos contra una forma más atenuada de la persuasión calvinista, como es el jansenismo, pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de su consubstancialidad con la civilización, para poder dividir a los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la subespecie de los afrancesados.

El socialismo, en sus distintas escuelas, supone que son hechos naturales la unidad y la fraternidad del género humano No intenta demostrarlas, sino que las da por supuestas, y sobre este cimiento trata de establecer un estado de cosas en que la tierra y el capital sean comunes y se trabajen para beneficio de todos. Pero como su materialismo destruye la creencia en la capacidad de conversión, que es la única cosa en que los hombres son iguales, no le es posible emprender la realización de su ideal de igualdad económica sin apelar a medios terroristas. La inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en aras de ese deseo de igualdad, no pudo impedir que Lenin confesara el fracaso del comunismo al emprender su nueva política económica, y sólo resurgió la vida en Rusia cuando desaparecieron las desigualdades de la escala social, y con ellas la esperanza de cada hombre de ascender todo lo más posible, con la esperanza, la energía y el trabajo. Al cabo de la revolución no ha ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases gobernantes han sido depuestas de sus posiciones de poder y reemplazadas por otras. Pero aun hay gobernantes y gobernados, altos y bajos, gentes poderosas y gentes sin poder. Y como Rusia es, en el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo parecido a la vieja división entre las almas que se dan cuenta de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a las primeras se las llama trabajadores conscientes, manuales o intelectuales, y son las que constituyen el partido comunista, de donde salen los gobernantes del país. Me imagino que si los comunistas guardan algún respeto a los que no lo son, ello se deberá a la ,posibilidad de que lo sean algún día, lo que cierra y completa la analogía y corrobora nuestro razonamiento.

Fraternidad y hermandad (I)

La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de la común paternidad de Dios. Inesperadamente acaba de echar Bergson el peso de su prestigio en favor de esta idea. En su libro sobre las dos fuentes de la moral y de la religión nos dice el filósofo de la evolución creadora que la fraternidad que los filósofos quieren basar en el hecho de que todos los hombres participan de una misma esencia razonable, no puede ser muy apasionada, ni ir muy lejos. En cambio, los místicos, que se acercan a Dios, dejan prenderse su alma del amor hacia todos los hombres: "A través de Dios y por Dios, aman a toda la humanidad con un amor divino". Añade que los místicos desearían: "Con ayuda de Dios, completar la creación de la especie humana y hacer de la humanidad lo que habría sido desde el principio, de haber podido constituirse definitivamente sin la ayuda del hombre mismo" De entusiasmo moral en entusiasmo, Bergson nos dice, como los grandes místicos, que: "El hombre es la razón de ser de la vida sobre nuestro planeta", y que: "Dios necesita de nosotros como nosotros de Dios". ¿Y para qué necesita Dios de nosotros? Naturalmente, para poder amarnos. EI Padre Arintero hubiera dicho que para poder convertir en amor de complacencia el amor de misericordia que nos tiene.

Mucho se habría complacido el Padre Arintero al hallar en Bergson el pensamiento de que lo fundamental en la religión es el misticismo y de que la religión es al misticismo lo que la vulgarización es a la ciencia. El origen histórico de la hermandad humana es exclusivamente místico. Es Jeremías el primer hombre que habla de la posibilidad de que los hijos de otros pueblos abandonen el culto de los ídolos y adoren al Dios universal con lo que viene a decirnos que cada hombre ha nacido para ser hijo de Dios. Jeremías fue un profeta, pero profetas son, ante todo, místicos que, por tomar contacto con la fuente de la vida, sacan de ella un amor que puede extenderse a todos los hombres. Frente a los falsos profetas descritos de una vez para siempre, al decir de ellos: "que muerden con sus dientes y predican paz" Miqueas dice (3, 8): "Mas yo lleno estoy de fortaleza del Espíritu del Señor, de juicio y de virtud, para anunciar a Jacob su maldad, y a Israel su don. De la sucesión de los profetas surgen los apóstoles y misioneros. Y como la España de los grandes siglos es, netamente, un pueblo misionero, su nación es la que más profundamente se persuade de la capacidad de conversión de los hombres de la Tierra. Al principio no es éste sino convencimiento de los teólogos y de las almas superiores ante el espectáculo que ofrece la conversión de todo el nuevo Mundo al Cristianismo, la creencia se hace, en España uníversal. Todos los hombres pueden salvarse; todos pueden perderse. Por eso son hermanos; hermanos de incertidumbre respecto de su destino, náufragos en la misma lancha saber si serán recogidos y llegarán a puerto. No serían héroes si algunos de ellos pudieran estar ciertos de su salvación o de su pérdida. La certidumbre de una o de otra les pondría espiritualmente en un lugar aparte. Pero todos pueden salvarse o perderse. Por eso son hermanos y deben tratarse como hermanos.

Fraternidad y hermandad (II)

El incrédulo que predica la fraternidad humana no se da cuenta del origen exclusivamente religioso de esta idea. Porque si no viene de la religión, ¿de dónde la saca? El príncipe Kropotkin se planteó la cuestión, en vista de que los sabios de Inglaterra interpretaban el darwinismo como la doctrina de una lucha general e inexorable por la vida, en la que no quedaba a las almas compasivas más consuelo que el de apiadarse al oír el ¡ay de los vencidos! Kropotkin necesitaba que los hombres se quisieran como hermanos, para que fuera posible "constituir sociedades anárquicas, en que reinase la armonía sin que la impusieran las autoridades". Esa necesidad le hizo buscar en la historia natural y en la historia universal ejemplos de apoyo mutuo en las sociedades animales y humanas. Pero no pudo persuadir a las personas de talento de que el apoyo mutuo fuera la Ley fundamental de la naturaleza. Los sabios ingleses le objetaban que el apoyo mutuo no surge en las sociedades animales y humanas sino como defensa contra algún enemigo común. Lejos de estar regida la naturaleza animal y vegetal por una ley de simpatía, lo que parece dominar en ella es el principio de que el pez grande se come al chico, y por lo que hace a los hombres, entre las gentes de raza diferente, hay una antipatía habitual, muy semejante a la que reina entre los perros y los gatos. La que divide a occidentales y orientales es tan honda que, si los Estados Unidos llegan a conceder la independencia a Filipinas, antes será para poder cerrar a los filipinos el acceso a California que por reconocimiento de su derecho.

También los utilitarios quisieron, como Kropotkin, descubrir en la naturaleza el principio de la moralidad. Jeremías Bentham fundamenta su sistema en el hecho de que la naturaleza ha colocado al hombre bajo el imperio de dos maestros soberanos: la pena y el placer, las acciones públicas o privadas han de ser aprobadas o desaprobadas, según que tiendan a aumentar o disminuir la felicidad. De ahí el principio de la mayor felicidad del mayor número, que a Bentham le pareció tan evidente que no necesitaba prueba: "Porque lo que se usa para probar todo lo demás no puede ser ello mismo probado: una cadena de pruebas ha de empezar en alguna parte". Actualmente ya no se habla de los utilitarios sino por la gran influencia que ejercieron en la política y costumbres de los países del Norte. Los filósofos de ahora despachan en pocos líneas su principio. A Mr. G. E. Moore no le entusiasma el ideal de la felicidad. Una vida con algo menos de felicidad y más saber y mayores oportunidades de hacer bien, le parece más deseable que una vida dichosa, pero egoísta y estúpida. Hartmann recuerda que la utilidad no es un fin, sino un medio. Lo útil no es lo bueno. Un hombre esclavo de la utilidad tendrá que preguntarse ridículamente quién se aprovechará de sus utilidades. En España no ha producido el utilitarismo pensadores de valía. No habría podido producirlos. Nuestros espíritus cándidos habrían exclamado, como el poeta: "¡Cuán molesto se va el placer; cómo después de acordado da dolor! 
Los cínicos habrían dicho que no les hacia gracia sacrificar su felicidad personal a la de ese monstruo de las cien mil cabezas que es el mayor número.
Hoy no quedan muchos más partidarios de la moral Kantiana que de la utilitaria. Se ha probado que, en la práctica, el Imperativo Categórico no nos sirve de guía en un apuro. Al decirnos que debemos obrar de tal manera que la máxima de nuestra acción pueda convertirse en ley universal de naturaleza no nos decimos realmente nada, como no sepamos lo que es el bien y que debemos hacerlo. El voluptuoso quiere que se difundan sus placeres y vicios entre todos los hombres. El borracho pasa fácilmente de ese deseo a la propaganda activa al estilo mismo del morfinómano. No tiene sentido el Imperativo categórico sino cuando se identifica la ley universal con la voluntad de Dios. Si Dios desaparece, si se nos borra una opinión previa del bien, somos niños perdidos en el bosque.

Los filósofos advirtieron, casi desde el principio, que si el imperativo Categórico se entiende como ley de nuestra naturaleza racial, es decir, como de origen subjetivo, nos sería imposible conculcarlo. Y ahora Scheler y Hartmann han caído en la cuenta de que no era necesario darle carácter subjetivo para que fuera autónomo y universal: bastaba con que fuera apriorístico. Para poder hacerlo apriorístico incurrió Kant en el error de hacerlo subjetivo, como si fuera una ley o propiedad de la razón. Pero la geometría es apriorística, sin ser subjetiva, sino objetiva. Y así es la ley moral. Precisamente por que no es subjetiva podemos cumplirla o vulnerarla, salvarnos o perdernos, como podemos equivocarnos, y nos equivocamos a menudo, al resolver un problema matemático.

La fe y la esperanza

El kantismo ha dejado de dominar las Universidades. La filosofía de los valores, que ahora prevalece, viene a ser una forma eufemística de la teología, no sólo porque el sentimiento apreciativo de los valores es la fe, según Lotze, sino porque Dios es el valor genérico del que todos los valores particulares derivan su esencia como tales valores, ya que todo valor debe inspirar amor y cuando se busca la esencia de cada amor (phila) en otro amor, ha de llegarse necesariamente a un amor primo (prooton philon), O il primo amore, como Dante lo llamaba, con pasmosa literalidad. Benjamin Kidd pudiera jactarse de que el siglo no ha sabido contestar a su cartel de desafío. Los intereses del individuo y los de la sociedad no son idénticos, no pueden conciliarse. No hay forma de constituir una sociedad de tal manera que a las mujeres les convenga tener hijos y a los soldados morir por la patria, y como las sociedades necesitan absolutamente de mujeres que les den hijos y de soldados que, si es preciso, mueran por ellas, hace falta buscar una sanción ultraracional, ultrautilitaria, para el necesario sacrificio de los individuos a las sociedades. Esta es una de las funciones que la religión desempeña y que sólo la religión puede desempeñar: proveer de sanciones ultraracionales al necesario sacrificio de los individuos para la conservación de las sociedades. Y no sólo a su conservación, sino a su valor y enaltecimiento, porque toda acción generosa, toda obra algo perfecta requieren la superación del egoísmo que nos estorba para hacerla.

De otra parte, los hombres son los hombres y cambian poco en el curso de los tiempos. Los de nuestro siglo XVI no eran muy distintos de los españoles de ahora. ¿Cómo una España menos poblada. menos rica, en algún sentido menos culta que la de ahora, pudo producir tantos sabios de universal renombre, tantos poetas, tantos santos, tantos generales, tantos héroes y tantos misioneros? Los hombres eran como los de ahora, pero la sociedad española estaba organizada en un sistema de persuasiones y disuasiones, que estimulaba a los hombres a ponerse en contacto con Dios, a dominar sus egoísmos y a dar de sí su rendimiento máximo. Conspiraban al mismo intento la Iglesia y el Estado, la Universidad y el teatro, las costumbres y las letras. Y el resultado último es que los españoles se sentían más libres para desarrollar sus facultades positivas a su extremo límite y menos libres para entregarse a los pecados capitales; más iguales por la común historia y protección de las leyes, y más hermanos por la conciencia de la fraternidad de Dios, de la comunidad de misión histórica y de presentación de un mismo drama para todos: la tremenda posibilidad cotidiana de salvarse o perderse.

 

***

 

Ahora están desencantados los españoles que habían cifrado sus ilusiones en los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Se habían figurado que florecerían, con esplendidez al caer las instituciones históricas, que, a su juicio o a su prejuicio, estorbaban su desenvolvimiento. Un desencanto de la a naturaleza se encuentra siempre que se estudia el curso de otras revoluciones. El propio Camilo Desmoulins pregunta en sus escritos últimos, a Jacques Bonhomme personificación del pueblo francés: "¿Sabes adónde vas, lo que estás haciendo, para quién trabajas? ¿Estás seguro de que tus gobernantes se proponen realmente completar la obra de la libertad?" Los gobernantes de la hora se llamaban Saint Just y Robespierre. ..

La comparación puede ser engañosa. Es posible que aquí no nos hallemos frente a una revolución, sino ante el hecho de un monarca que se alejó del poder y de unas clases conservadoras que le dejaron irse, porque no se dieron cuenta en un principio de lo mucho que el viaje las afectaba. Esta no es del una revolución, pero ¿es que ha habido alguna vez una institución que no fuera, en esencia, la carencia o el cese de instituciones precedentes? El hecho es que el desencanto se produce lo mismo que si se tratara de una revolución sangrienta.

"¡No es eso!", exclaman graves varones moviendo la cabeza de un lado para otro No es eso. Habían soñado con que la nación se pusiera en pie, con que se hicieran presentes las energías supuestas y dormidas. No es eso. No habían querido ver lo que enseña la experiencia de todos los pueblos: que la democracia es un sistema que no se consolida sino a fuerza de repartir entre los electores destinos y favores, hasta que produce la ruina del Estado; eso aparte de que no llega a establecerse en parte alguna si no se les engaña previamente con promesas de imposible cumplimiento o con la calumnia sistemática de los antiguos gobernantes. ¿Qué se hizo del sueño de libertad para todas las doctrinas. para todas las asociaciones. Un privilegio para los amigos, una concesión para los enemigos, a condición de que sean buenos chicos. De la igualdad se dice sin rebozo, desde lo alto, que no se puede dar el mismo trato a los amigos que a los enemigos. La fraternidad se ha convertido en rencor insaciable y perpetuo contra todas o casi todas las clases gobernantes del régimen antiguo. Y no es eso, se dicen los que habían esperado otra cosa. Unos culpan de ello a la maldad de los gobernantes; otros, a la de los gobernados "¡hablar a esta tropa de juridicidad!" Pero los hombres son los hombres. Ni tan buenos como antes se los figuraban; ni tan malos como ahora se dice. Los de nuestro siglo XVI no eran mejores. Ni tampoco de una naturaleza más religiosa que los de ahora. Las condiciones eran otras. Se les inducía a vivir y a morir para la mayor gloria de Dios. Había en lo alto un poder permanente de justicia que premiaba y castigaba. Sonaban más aldabonazos en la conciencia de cada uno. Se hacía más a menudo la toma de contacto con Dios. El problema no consiste en mejorar a los hombres, sino en restablecer las condiciones sociales que los inducían a mejorarse. Es decir, si me perdona la paráfrasis Alfonso Lopes Vieira, el dilecto poeta portugués: `"En reespañolizar España. haciéndola europea y a través de la selva obscura, en salvar también las almas nuestras. »

LA ESPAÑA MISIONERA :Una obra incomparable

No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia. Verdad que en estos dos siglos de enajenación hemos olvidado la significación de nuestra historia y el valor de lo que en ella hemos realizado, para creernos raza inferior y secundaria. En el siglo XVII, en cambio, nos dábamos plena cuenta de la trascendencia de nuestra obra; No había entonces español educado que no tuviera conciencia de que era España la nueva Roma y el Israel cristiano. De ello dan testimonio estas palabras de Solórzano Pereira en su Política indiana:

"Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún arte, ya liberal o mecánica, o alguna piedra, planta a cosa, que pueda ser de uso y servicio a los hombres, les granjea alabanza, ¿de qué gloria no serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran innumerables grandezas? Y no es menos estimable el beneficio de este mismo descubrimiento habido respecto al propio mundo nuevo, sino antes de muchos mayores quilates, pues además de la luz de la fe que redime a sus habitantes, de que luego diré, les hemos puesto en vida sociable y política, ahorrando su barbarismo, trocando en humanas sus costumbres luciferinas y comunicándoles tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe, y, enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer y escribir y otras muchas artes de que antes totalmente estaban ajenos."

Pero todavía hicimos más y no tan sólo España (porque aquí debo decir que su obra ha sido continuada por todos los pueblos hispánicos de América, por todos los pueblos que constituyen la Hispanidad): no sólo hemos llevado la civilización a otras razas, sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral con nosotros ; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano gracias a la cual ha sido posible que todos, o casi todos, los pueblos hispánicos de América hayan tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores, a hombres de razas de color o mestizos. Y no es esto sólo. Un brasileño eminente, el Dr. Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de raza gracias a una fusión en que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento superior, y así ha podido encararse con los Estados Unidos de la América del Norte, para decirles:

"Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o India se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes beréberes, númidas, tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente, dentro de vuestras fronteras, grupos de población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos"

No garantizo el acierto de Oliveira Lima en esta profecía. Es posible que se produzca la unidad de las razas que hay en América; es posible también que no se produzca. Pero lo esencial y lo más importante es que ya se ha mostrado la unidad del espíritu, y ésta es la obra de España en general y de sus Ordenes Religiosas particularmente; mejor dicho, la obra conjunta de España: de sus reyes, obispos, legisladores, magistrados, soldados y encomenderos, sacerdotes y seglares..; pero en la que el puesto de honor corresponde a las Ordenes Religiosas, porque desde el primer día de la Conquista aparecen los frailes en América.
Ya en 1510 nos encontramos en la Isla Española con el Padre Pedro de Córdova, el Padre Antonio de Montesinos y el Padre Bernardo de Santo Domingo, preocupados de la tarea de recordar, desde sus primeros sermones, que en el testamento de Isabel la Católica se decía que el principal fin de la ocupación de las Indias no consistía sino en la evangelización de sus habitantes, para lo cual recomendaba ella, al Rey, su marido, D. Fernando, y a sus descendientes, que se les diera el mejor trato. También aducían la Bula de Alejandro Vl, en cual, al concederse a España los dominios de las tierras de Occidente y Mediodía, se especificaba que era con la condición de instruir a los naturales en la fe y buenas costumbres. Fue la acción constante de las Ordenes Religiosas la que fijó a los límites de justicia la misma codicia de los encomenderos y la prepotencia de los virreyes.

La piedad de estos primeros frailes dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de las Casas y le hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en el apóstol de los indios y en su defensor, con una caridad tan arrebatada, que no paraba mientes en abultar, agrandar y ponderar las crueldades inevitables a la conquista y exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, lo cual nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fue el originador de la leyenda Negra; pero, al mismo tiempo, el inspirador de aquella reforma de las leyes de Indias, a la cual debe la incorporación de las razas indígenas a la civilización cristiana.

La acción de los reyes

Ahora bien, al realizar esta función no hacían las Ordenes religiosas sino cumplir las órdenes expresas de los Reyes. En 1534, por ejemplo, al conceder Carlos V la capitulación por tierras del Río de la Plata a D. Pedro de Mendoza, estatuía terminantemente que Mendoza había de llevar consigo a religiosos y personas eclesiásticas, de los cuales se había de valer para todos sus avances; no había de ejecutar acción ninguna que no mereciera previamente la aprobación de estos eclesiásticos y religiosos, y cuatro o cinco veces insiste la capitulación en que solamente en el caso de que se atuviera a estas instrucciones, le concedía derecho sobre aquellas tierras, pero que, de no atenerse a ellas, no se lo concedía.

Los términos de esta capitulación de 1534 son después mantenidos y repetidos por todos los Monarcas de la Casa de Austria y los dos primeros Borbones. No concedían tampoco tierras en América como no fuera con la condición expresa y terminante de contribuir a la catequesis de los indios, tratándolos de la mejor manera posible. Y así se logró que los mismos encomenderos, no obstante su codicia de hombres expatriados y en busca de fortuna, se convirtieran realmente en misioneros, puesto que a la caída de la tarde reunían a los indios bajo la Cruz del pueblo y les adoctrinaban. Y ahí estaban las Ordenes Religiosas para obligarles a atenerse a las instrucciones de los Reyes y respetar el testamento de Isabel la Católica y la Bula de Alejandro VI, que no se cansaron de recordar en sus sermones, en cuantos siglos se mantuvo la dominación española en América.

La eficacia, naturalmente, de esta acción colonizadora, dependía de la perfecta compenetración entre los dos poderes: el temporal y el espiritual; compenetración que no tiene ejemplo en la Historia y que es la originalidad característica de España ante el resto del mundo.

El militar español en América tenía conciencia de que su función esencial e importante era primera solamente en el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era la del misionero que catequizaba a los indios. De otra parte, el misionero sabía que el soldado y el virrey y el oidor y el alto funcionario, no perseguían otros fines que los que él mismo buscaba. Y, en su consecuencia, había una perfecta compenetración entre las dos clases de autoridades, las eclesiásticas y las civiles y militares, como no se ha dado en país alguno. El Padre Astrain, en su magnífica historia de la Compañía de Jesús describe en pocas líneas esta compaginación de autoridades:

"Al lado de Hernán Cortés, de Pizarro y de otros capitanes de cuenta, iba el sacerdote católico, ordinariamente religioso, para convertir al Evangelio los infieles, que el militar subyugaba a España, y cuando los bárbaros atentaban contra la vida del misionero. allí estaba el capitán español para defenderle y para escarmentar a los agresores."

Y de lo que era el fundamento de esta compenetración nos da idea un agustino, el Padre Vélez, cuando hablando de Fray Luis de León nos dice, con relación a la Inquisición:

"Para justificar y valorar adecuadamente la Inquisición española, hay que tener en cuenta, ante todo, las propiedades de su carácter nacional, especialmente la unión íntima de la Iglesia y del Estado en España durante los siglos XVI y XVII, a el punto de ser un estado teocrático, siendo la ortodoxia deber y ley de todo ciudadano, como otra cualquier prescripción civil".

Pues bien, este Estado teocrático —el más ignorante, el más supersticioso, el más inhábil y torpe, según el juicio de la Prensa revolucionaria— acaba por lograr lo que ningún otro pueblo colonizador ha conseguido, ni Inglaterra con sus hindúes, ni Francia sus árabes, sus negros o beréberes, ni Holanda con malayos en las islas de Malasia, ni los Estados Unidos con negros e indios aborígenes: asimilarse a su propia civilización cuantas razas de color sometió. Y es que en ningún país ha vuelto a producirse una coordinación tan perfecta de los poderes religioso y temporal y no se ha producido por la falta de una unidad religiosa, en que los Gobiernos tuvieran que inspirarse.

Estas cosas no son agua pasada, sino el ejemplo y la guía en que ha de inspirarse el porvenir. Pueblos tan laboriosos y hábiles como los del Asia y tan llenos de vida como los del Africa, no han de contentarse eternamente con su inferioridad racial. Pronto habrá que elegir entre que sean nuestros hermanos o nuestros amos, y si la Humanidad ha de llegar a constituir una solo familia, como debemos querer y desear y éste es el fin hacia el cual pudieran converger los movimientos sociales e históricos más pujantes y heterogéneos, será preciso que los Estados lleguen a realizar dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal, al influjo de este ideal universalista, una unidad parecida a la que alcanzó entonces España, porque sólo con esta coordinación de los poderes se podrá sacar de su miseria a los pueblos innumerables de Asia y combatir la vanidad torpe y el aislamiento de las razas nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser de manera permanente un espectáculo de ruinas, como el de Babilonia y Ninive, sino el guión y el modelo del cual han de aprender todos los pueblos de la tierra.

El concilio de Trento

El 26 de octubre de 1546 es, a mi juicio, el día más alto de la Historia de España en su aspecto espiritual. Fue el día en que Diego Laínez, teólogo del Papa, futuro general de los Jesuitas —cuyos restos fueron destruidos en los incendios del 1 de mayo de 1931, como si fuéramos ya los españoles indignos de conservarlos—, pronunció en el Concilio de Trento su discurso sobre la justificación. Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía allí era nada menos que la unidad moral del género humano. De haber prevalecido cualquier teoría contraria, se habría producido en los países latinos una división de clases y de pueblos análoga a la que subsiste en lo países nórdicos, donde las clases sociales que se consideran superiores estiman como una especie inferior a las que están debajo y cuyos pueblos consideran a los otros y también a los latinos con absoluto desprecio, llamándonos, como nos llaman "dagoes", palabra que vendrá tal vez de Diego, pero que actualmente es un insulto.

Cuando se estaba debatiendo en Trento sobre la "Justificación", propuso un santísimo, pero equivocado varón, Fray Jerónimo Seripando, si además de nuestra justicia no sería necesario para ser absuelto en el Tribunal de Dios que se nos imputasen los méritos de la .pasión y muerte de N. S Jesucristo, al objeto de suplir los defectos de la justicia humana, siempre deficiente. Se sabía que Lutero había sostenido que los hombres se justifican por la fe sólo y que la fe es un libre arreglo de Dios. La Iglesia Católica había sostenido siempre que los hombres no se justifican sino por la fe y las obras. Esta es también la doctrina que se puede encontrar explícitamente manifiesta en la Epístola de Santiago el Menor cuando dice: "¿,No veis cómo por las obras es justificado el hombre y no por la fe solamente ?"
Ahora bien, la doctrina propuesta por Jerónimo Seripando no satisfacía a nadie en el Concilio; pero, como se trataba de varón excelso, de un santo y de un hombre de gran sabiduría teológica, no era fácil deshacer todos sus argumentos y razones. Esta gloria correspondió al Padre Laínez, que acudió a la perplejidad del Concilio con una alegoría maravillosa:

Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a un guerrero que venciese en un torneo. Y sale el hijo del rey y dice a uno de los que aspiran a la joya: "Tú no necesitas sino creer en mí. Yo pelearé, y si tú crees en mí con toda tu alma, yo ganaré la pelea" A otro de los concursantes, el hijo del Rey le dice: "Te daré unas armas y un caballo, tú peleas, acuérdate de mí, y al término de la pelea yo acudiré en tu auxilio" Pero al tercero de los que aspiraban a la joya, le dice ,"¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes, magníficos; pero tú tienes que pelear con toda tu alma."

La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo, todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera, la del catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; ésta doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda, la aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, que no necesita esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana.

La alegoría produjo efecto tan fulminante en aquella corporación de teólogos, que la doctrina de Laínez fue aceptada por unanimidad. Su discurso es el único, ¡el único!, que figura palabra por palabra, en el acta del Concilio. En la iglesia de Santa María de Trento hay un cuadro en que aparecen los participantes al Concilio. En el púlpito está Diego Laínez dirigiendo la palabra. Y después, cuando se dictó el decreto de la justificación, se celebró con gran júbilo en todos los pueblos de la cristiandad ; se le llamaba el Santo Decreto de la Justificación...

Pues bien, Laínez entonces no expresaba sino la persuasión general de los españoles. Oliveira Martins ha dicho, comentando este Concilio, que en él se salvó el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío. Lo que se salvó, sobre todo, fue la unidad de la Humanidad que de haber prevalecido otra teoría de la justificación, los hombres hubieran caído en una forma de fatalismo, que los habría lanzado indiferentemente a la opresión de los demás o al servilismo. Los no católicos se abandonaron al resorte del orgullo, que les ha servido para prevalecer algún tiempo; pero que les ha llevado últimamente (porque Dios ha querido que la experiencia se haga) a desprenderse poco a poco de lo que había en ellos de cristiano, para caer en su actual paganismo, sin saber qué destino les depara el porvenir, porque son tantas sus perplejidades que, al lado de ellas, nuestras propias angustias son nubes de verano.

Todo un pueblo en misión

Toda España es misionera en el siglo XVI. Toda ella parece llena del espíritu que expresa Santiago el Menor cuando dice al final de su epístola que: "El que hiciera a un pecador convertirse del error de su camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados" (V, 20). Lo mismo los reyes, que los prelados, que los soldados, todos los españoles del siglo XVI parecen misioneros. En cambio, durante el siglo XVI y XVII no hay misioneros protestantes. Y es que no podía haberlos. Si uno cree que la justificación se debe exclusivamente a los méritos de Nuestro Señor, ya poco o nada es lo que tiene que hacer el misionero; su sacrificio carece de eficacia.
La España del siglo XVI, al contrario, concibe la religión como un combate, en que la victoria depende de su esfuerzo. Santa Teresa habla como un soldado. Se imagina la religión como una fortaleza en que los teólogos y los sacerdotes son los capitanes, mientras que ella y sus monjitas de San José les ayudan con sus oraciones; y escribe versos como éstos:
"Todos los que militáis 
debajo de esta bandera,
ya no durmáis, ya no durmáis
que no hay paz sobre las tierra"

Parece como que un ímpetu militar sacude a nuestra monja de la cabeza a los pies.

La Compañía de Jesús, como las demás Ordenes, se había creado para la mayor gloria de Dios y también para el perfeccionamiento individual. Pues, sin embargo, el paje de la Compañía, Rivadeneyra, se olvida al definir su objeto del perfeccionamiento y de todo lo demás. De lo que no se olvida es de la obra misionera, y así dice: "Supuesto que el fin de nuestra Compañía principal es reducir a los herejes y convertir a gentiles a nuestra santísima fe". El discurso de Laínez fue enunciado en 1546; pues ya hacía seis años, desde primeros de 1540, que San Ignacio había enviado a San Francisco a las Indias, cuando todavía no había recibido sino verbalmente la aprobación del Papa para su Compañía.

Ha de advertirse que, como dice el Padre Astrain, los miembros de la Compañía de Jesús colocan a San Francisco Javier al mismo nivel que a San Ignacio, "como ponemos a San Pablo junto a San Pedro al frente de la Iglesia universal. Quiere decir con ello que lo que daba San Ignacio al enviar a san Francisco a Indias era casi su propio yo; si no iba él era porque, como general de la Compañía, tenía que quedar en Roma, en la sede central; pero al hombre que más quería y respetaba, le mandaba a la catequización de las Indias. ¡Tan primordial era la obra misionera para los españoles!

El propio Padre Vitoria, dominico español, el maestro, directa o indirectamente, de los teólogos españoles de Trento, enemigo de la guerra como era y tan amigo de los indios, que de ninguna manera admitía que se les pudiese conquistar para obligarles a aceptar la fe, dice que en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio libremente, no había derecho a hacerles la guerra bajo ningún concepto, "tanto si reciben como si no reciben la fe"; ahora que, en caso de impedir los indios a los españoles la predicación del Evangelio, "los españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega, pueden ,predicarlo, a pesar de los mismos y ponerse a la obra de conversión de dicha gente, y si para esta obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra, podrán hacerla, en lo que sea necesario, para oportunidad y seguridad en la predicación del Evangelio". Es decir, el hombre más pacífico que ha producido el mundo, el creador del Derecho Internacional, máximo iniciador, en último término, de todas las reformas favorables a los aborígenes que honran nuestras Leyes de Indias, legitima la misma guerra cuando no hay otro medio de abrir camino a la verdad.
Por eso puede decirse que toda España es misionera en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio perfeccionamiento. Este descuido quizá fué nocivo ; acaso hubiera convenido dedicar una parte de la energía misionera a armarnos espiritualmente, de tal suerte que pudiéramos resistir, en siglos sucesivos, la fascinación que ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene su afán. Era la época en que se había comprobado la unidad física del mundo, al descubrirse la rutas marítimas de Oriente y Occidente ; en Trento se había confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano ; todos los hombres podían salvarse, esta era la íntima convicción que nos llenaba el alma. No era la hora de pensar en nuestro propio perfeccionamiento ni en nosotros mismos ; había que llevar la buena nueva a todos los rincones de la tierra.

Las Misiones guaraníes

Ejemplos de lo que puede emprender con este espíritu nos lo ofrece la Compañía de Jesús en las misiones guaraníes. Empezaron en 1609, muriendo mártires algunos de los Padres. Los guaraníes eran tribus guerreras indómitas ; avecindadas en las márgenes de grandes ríos que suelen cambiar de cauce de año en año ; vivían de la caza y de la pesca, y si hacían algún sembrado, apenas se cuidaban de cosecharlo ; cuando una mujer guaraní necesitaba un poco de algodón, lo cogía de las plantas y dejaba que el resto se pudriese en ellas ; ignoraban la propiedad ; ignoraban también la familia monogámica ; vivían en un estado de promiscuidad sexual ; practicaban el canibalismo, no solamente por cólera, cuando hacían prisioneros de guerra, sino también por gula ; tenían sus cualidades : eran valientes, pero su valor les llevaba a la crueldad ; eran generosos, pero de una generosidad sin previsión ; querían a sus hijos, pero este cariño les hacía permitirles toda clase de excesos sin reprenderles nunca... Allí entraron los jesuitas sin ayuda militar, aunque en misión de los reyes, habían ya trazado el cuadro jurídico a que tenía que ajustarse la obra misionera.

Nunca hombres blancos habían cruzado anteriormente la inmensidad de la selva paraguaya y cuenta el Padre Hernández, que al navegar en canoa por aquellos ríos, en aquellas enormes soledades, más de una vez tañían la flauta para encontrar ánimos con los que proseguir su tarea llena de tantos peligros y de tantas privaciones. Y los indios les seguían, escuchándoles, desde las orillas. Pero había algo en los guaraníes capaz de hacerles comprender que aquellos Padres estaban sufriendo penalidades, se sacrificaban por ellos, habían abandonado su patria y su familia y todas las esperanzas de vida terrena, sencillamente para realizar su obra de bondad, y poco a poco se fué trabando una relación de cariño recíproco entre los doctrineros y los adoctrinados.
El caso es que a mediados del siglo XVIII aquellos pobres guaraníes habían llegado a conocer y a gozar la propiedad, vivían en casas tan limpias y tan espaciosas como las de cualquier otro pueblo de América ; tenían templos magníficos, amaban a sus jesuitas tan profundamente, que no aceptaban un castigo de ellos sin besarles la mano arrodillados, y darles las gracias ; acudieron animosos a la defensa del imperio español contra las invasiones e irrupciones de los paulistas, del Brasil ; contribuyeron con su trabajo y esfuerzo a la erección de los principales monumentos de Buenos Aires, entre otros la misma Catedral actual... Y solamente por la mentira, hija del odio, fue posible que abandonasen a los Padres.

Ello fue cuando aquella Internacional Patricia, de que ha hablado mi llorado amigo don Ramón de Basterra, se apoderó de varias Cortes europeas y decidió la extinción de la Compañía de Jesús, como primer paso para aplastar "la infame" (la Iglesia). Esta Internacional Patricia envió a Buenos Aires a un gobernador llamado Francisco Bucareli, totalmente identificado con sus principios. Bucareli temió que los indios impidieran que los jesuitas se marcharan el día de aplicar la orden de expulsión de la Compañía que ya llevaba consigo, y para poder ejecutarla sin tropiezo tuvo la ocurrencia de hacer que los mismos Padres jesuitas le enviaran inocentemente a Buenos Aires varios caciques y cacicas, y lo primero que hizo con ellos fue vestirlos con los trajes de los hidalgos del siglo XVIII bastante historiados, según la moda, lo mismo en España que en París, y decirles que ellos eran tan grandes señores como él mismo, y los demás gobernadores y los obispos; los sentó a su mesa, les hizo oír con él misa en la Catedral. Les convenció de que no debían dejarse gobernar por los jesuitas. Y de esta manera consiguió que aquellos pobres incautos indios perdieran el respeto y el cariño que habían tenido a los Padres. Por otra parte, las precauciones de Bucareli eran inútiles porque los jesuitas aceptaron la orden de salir de los dominios españoles con la impavidez, con la resignación, con la fuerza de voluntad que ha caracterizado a la Orden en todo tiempo. El lenguaje que empleó Bucareli con los indios era el mismo, en el fondo, con que la serpiente indujo a Eva a comer de jardín la fruta del árbol prohibido: "Eritis sicut dii" (Seréis como dioses). Si abandonáis a los Padres jesuitas. seréis iguales a ellos o más grandes aún.

Durante algunos años, en efecto, como a los jesuitas sucedieron los franciscanos, no menos heroicos que ellos, las Doctrinas continuaron, aunque, naturalmente, no tan bien como antes, porque los nuevos Padres eran primerizos en aquellos territorios y no conocían a sus indios; pero después faltó también a los franciscanos la protección de las autoridades nuestras, contaminadas de furor masónico. EI resultado es que al cabo de treinta años, las doctrinas desaparecieron, los indios volvieron al bosque, los templos construidos se cayeron, las casas de los indígenas se vinieron abajo y el número de aquellas pobres gentes disminuyó rápidamente, porque se vieron obligadas a luchar inermes contra la feroz Naturaleza, que acabó por consumirlos. Tal es el fruto de las palabras del diablo para los que las creen.

Filipinas y el Oriente

Más suerte tuvieron los misioneros españoles en las Filipinas. Allí fue posible que continuara la obra de las Ordenes religiosas todo el siglo XVIII y hasta el término del siglo XIX. Penoso, en parte, recordarlo, porque nosotros. Los hombres de mi tiempo, llegamos a la mayoría de edad cuando acontecen aquellas malandanzas de las sublevaciones coloniales. Nos familiarizamos y simpatizamos con aquella figura heroica del pobre Rizal. que, arrepentido, decía pocas horas antes de fusilado: "Es la soberbia, Padre, la que me ha conducido a este trance". Rizal era un artista bastante completo: poeta, novelista, pintor. escultor y también músico. Pensador, no lo era. De haberlo sido se habría preguntado de dónde había venido a su espíritu la justificación de su deseo y pretensión de que su país, Filipinas, figurara en el concierto de las naciones libres y soberanas de la tierra, y de que su raza, la tagala fuera también una de las razas gobernantes.

Hace poco, Aguinaldo. que peleó por las ideas de Rizal, empezó a revelar el secreto, cuando escribió, al solemnizar en Manila el "Día de España" el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol de 1924, en el Periódico la Defensa de Manila, periódico de los españoles, que España había dado a los filipinos todas sus propias esencias espirituales, y después de recordar que en su juventud había peleado con el general Primo de Rivera, también joven, terminaba diciendo ¡España ! ¡España ! ¡Querida madre de Filipinas ! ... ,'

En realidad. si Diego Laínez no hubiera hecho triunfar en Trento la tesis que afirma la capacidad de los hombres para obrar el bien, y si no existiera un dogma que nos dice que el género humano proviene de Adán y Eva, no habría el menor derecho para creer que los tagalos pudieran ser un pueblo gobernante como las demás naciones de la tierra. Entre las gentes de Oriente y las gentes de Occidente, entre los asiáticos y los europeos (si vamos al terreno puramente natural y científico), hay una especie de antipatía habitual. El japonés es un hombre que sierra al recoger la herramienta; nosotros serramos cuando la empujamos. El japonés pega su golpe al retirar el sable; nosotros, cuando lo adelantamos. Si nosotros herimos a un japonés en lo profundo de su amor propio, sonríe como si le hubiéramos dicho un cumplimiento. Un cuento inglés de niños dice que un gato sentenció gravemente su opinión sobre los perros con estas palabras : "Entre los perros y nosotros no cabe inteligencia. Cuando un perro gruñe, es que está enfadado; ,cuando el perro mueve el rabo. es porque está contento; pero nosotros, los gatos, cuando gruñimos, es que estamos contentos, y, cuando movemos el rabo, por el contrario, estamos enfadados.¡ ¡Insuperable diferencia !"

Y es que si se suprimen los dogmas de la Religión Católica, si se acaba con la creencia de que todos descendemos de Adán y Eva y si se borra la idea de la posibilidad de que todos los hombres se salven, porque la Providencia ha dispensado una gracia suficiente, de un modo próximo o remoto, para su salud, no quedara razón alguna para que las distintas razas puedan creerse dotadas de los mismos derechos, para que los tagalos no sean nuestros esclavos, para que los hombres no nos odiemos como perros y gatos. La fraternidad de los hombres sólo puede fundarse en la única paternidad de Dios.

La civilización filipina es obra de nuestras Ordenes Religiosas, muy especialmente de la de Santo Domingo, y de su magnífica Universidad de Santo Tomás, de Manila, con sus 350 profesores, sus 3.500 alumnos, sus siete u ocho Facultades, en las que ha puesto su mejor espíritu y sus mejores maestros. Gracias a esta obra de cultura superior, ha sido imposible que los norteamericanos pudieran tratar a los filipinos como los holandeses a los malayos, o los ingleses a los hindúes, o los franceses a los árabes o a los moros. Los norteamericanos se han encontrado con un pueblo que, penetrado de la idea católica, quiere su justicia y su derecho, y que del pensamiento de que un hombre puede salvarse, deduce que le es posible el mejoramiento en esta vida, por lo que también podrá equivocarse, rectificarse, progresar y convertirse en una de las razas gobernantes en la tierra. Y como los norteamericanos se resistirán a admitir esta idea, en tanto que domine entre ellos la de una gracia o justificación especial, en que se basa la creencia de la superioridad de unas razas sobre otras, y como mientras los filipinos se hallen protegidos por la bandera de la Unión no pueden cerrarles las puertas de California ni evitar que sus estudiantes se conviertan frecuentemente en los alumnos mejores de las Universidades del Oeste -cosa que repugna a los norteamericanos, pero que nunca nos preocupó a nosotros, los españoles católicos-, parece que pretenden concederles la independencia para no verse obligados a mezclarse con ellos.

El fin de las misiones

Pensad, en cambio, cuán diversa ha sido la suerte de la India. En la India predicó San Francisco Javier e hizo muchos miles de católicos. El propio santo ha referido la forma mañosa en que aprendía los idiomas indígenas, hasta poder traducir a ellos los Mandamientos y oraciones principales, y cómo, campanilla en mano, iba convocando gentes en los pueblos y les hacía aprenderse de memoria los Mandamientos y después rezar las oraciones, para que Dios les ayudase a cumplirlos, y así efectuó por la India y la China y el Japón una obra incomparable de catequesis. Pero en la India faltó a la obra misionera el apoyo de un Gobierno como el español. La obra del Gobierno inglés tuvo un carácter mercantil y liberal : carreteras. ferrocarriles, bancos, orden público, sanidad, escuelas. El liberalismo prohibe a los ingleses mezclarse en la religión, ideas y costumbres de los hindúes. Ello parece cosa bonita y aun excelsa; pero es en realidad muy cómoda y egoísta. El estado actual de la India, Gandhi lo ha descrito con un episodio de su vida. Gandhi estaba casado cuando tenía once años de edad y comenzaba sus estudios de segunda enseñanza. Gracias a estos estudios y a que tenía que pasar muchas horas del día separado de su mujer, no envejeció prematuramente, hasta inutilizarse, como le ocurrió a un hermano suyo, en análogas circunstancias. Toda la India o la mayoría de su pueblo, está envejecida y debilitada por abusos sexuales. Muchos niños se casan a la edad de cinco, seis u ocho años, y por eso 20.000 ingleses pueden dominar a 350.000.000 de indios. Están depauperados por su salacidad y porque no se les dice, con la energía suficiente, que pueden corregirse y salvarse, como se les ha dicho a los filipinos, que en buena medida han conseguido vencer las tentaciones de su clima enervante.

Ese es el resultado del sistema británico. Comparad la India con las Filipinas, y ahí está, en elocuente contraste, la diferencia entre nuestro método, que postula que los demás pueblos pueden y deben ser como nosotros, y el inglés de libertad, que a primera vista parece generoso, pero que, en realidad, se funda en el absoluto desprecio del pueblo dominador al dominado, ya que lo abandona a su salacidad y propensiones naturales, suponiendo que de ninguna manera podrá corregirse.

Ahora nos explicamos el orgullo con que Solórzano Pereira habla en el siglo XVII de la acción misionera de España, así como la persuasión de sus compatriotas, que veían en España la nueva Roma o el Israel moderno. Claro que Solórzano sustentó una tesis que la Santa Sede hizo perfectamente en no aceptar. En vista de que los españoles habíamos realizado esa magnífica obra misionera, Solórzano proclamaba nuestro Vicevicariato. y en aquellos mementos, en efecto, no cabe duda de que España ejercía algo muy parecido al Vicevicariato en el mundo. Lo que no podía imaginarse Solórzano era que ciento cincuenta años después España estuviera gobernada, como lo estuvo en tiempos de Carlos III, .por ministros masones, que iban a deshacer nuestra obra misionera.

Entonces empezó también a propagarse una teoría que ha destruido el prestigio de las misiones en los dos siglos últimos: la de que los hombres salvajes son superiores a los civilizados. Todo el ideario rusoniano, que ha hecho prevalecer la democracia y el sufragio universal, se funda precisamente en esta creencia de que el salvaje es superior al civilizado, de que el hombre natural es superior al que Rousseau creía deformado por las instituciones de la vida civilizada. De ello se dedujo que no hace falta que pasen los hombres por las Universidades para que sepan gobernar; que el juicio de cualquier analfabeto vale tanto como el del mejor cameralista, y que para gobernar no son necesarias las disciplinas que van formando el espíritu político y la capacidad administrativa de los hombres. Naturalmente, si los salvajes son superiores a los civilizados, ya no hacen falta nuestras misiones, sino las suyas, en todo caso, para que vengan a hacernos salvajes a nosotros. De ahí vino el decaimiento del espíritu misionero, que duró algún tiempo; pero al mostrarnos la realidad que numerosas tribus son antropófagas, que no conocen ninguna clase de vida honesta, que son mentirosas y ladronas y que necesitan ser civilizadas para conducirse de un modo que podamos calificar de ,humano, aunque estén, de otra parte, familiarizadas con todos los vicios sexuales y con el uso de narcóticos, que solemos creer propios de pueblos decadentes, se ha vuelto poco a poco a reconocer la necesidad de resucitar el espíritu misionero en el mundo.

En España, en parte por la obra del Padre Gil, en Oña, y la del Padre Sagarmínaga, al fundar en Vitoria la cátedra de métodos modernos misioneros, indudablemente se ha rehecho la eficacia catequista, y en estos cuarenta años han vuelto a hacerse cosas grandes en tierras de ultramar por nuestras órdenes Religiosas. Y hoy podemos enorgullecernos de que en alguna región española, como Navarra, el número de vocaciones misioneras es tan grande como en el siglo XVI.

La vuelta de las misiones

No ha de olvidarse la obra que se realiza por los misioneros españoles en el Extremo Oriente. Han salvado la vida de millares de niñas, cuyo infanticidio es en China muy frecuente. Las misiones recogen las criaturitas, evitando que sus padres las maten, y las alimentan y educan. Lo que es la vida de los misioneros nos lo pintará el hecho de que los agustinos en la provincia de Hunan, más grande que España, a 24 Padres, cuya subsistencia y sostenimiento de casas, escuelas, templos, etc., importa medio millón de pesetas anuales, que les remiten sus compañeros españoles de lo que éstos ahorran de su trabajo docente en sus Institutos y Centros de enseñanza. Estos misioneros viven en el corazón de la China en la mayor soledad, y actualmente con el temor de que una invasión comunista o una agresión bolchevique les queme la misión o la iglesia, pero con la esperanza puesta en que hay en torno suyo hombres que les quieren, a quienes han adoctrinado, a cuyos espíritus han llevado la fe y la caridad. Esta es también la vida de nuestros dominicos, franciscanos y jesuitas en aquellos países. En las fuentes del Amazonas hay también misioneros españoles, soportando temperaturas atroces y una atmósfera saturada de humedad, donde todas las cosas se derriten si les es posible; víctimas de las fiebres, pero perseverantes en su empeño, como la obra de los franciscanos en Africa, comenzada en los tiempos de Raimundo Lulio, y que tantos cientos de vidas nos cuesta, por el fanatismo y crueldad de los mahometanos. Pero la sangre de los mártires va quebrantando la resistencia de los islamitas al Cristianismo, y hoy es más fácil la predicación que hace cien años. y hace cien años menos peligrosa que hace doscientos...

Pero lo que necesitarían los misioneros, para la mayor fecundidad de sus esfuerzos, es que se produjera en los países donde laboran, algo parecido a la conversión de Constantino, o mejor aún, la cristianización del Estado. Porque les falta la ayuda que en las tierras conquistadas por la Monarquía Católica de España recibían del poderío, el ejemplo y la enseñanza de las autoridades seculares, siguen siendo infieles las grandes masas del Asia y del Africa.

Ahora está el mundo revuelto. Acabo de leer un libro de un autor japonés, el Dr. Nitolbe, que termina con la profecía de que al final de todas las guerras y revoluciones del Extremo Oriente se alzará la cruz sobre el horizonte. Pero hay también quien cree que no será una Cruz lo que se alce, sino la hoz y el martillo. Esta es, a mi modo de ver, la alternativa. Las soluciones intermedias son cada vez menos probables. O la Cruz, de una parte, diciendo a los hombres que deben mejorar y que pueden hacerlo, y situando delante de sus ojos un ideal infinito, o la hoz y el martillo, asegurándonos que somos animales, que debemos atenernos a una interpretación puramente material de la Historia, que tripas llevan pies, que no hay espíritu, que el altar es una superstición y que debemos contentarnos con comer, reproducirnos y morir. Los que me lean ya sé que habrán tomado su partido. Lo grave es que queden tantas gentes en España que crean de buena fe que los religiosos estaban pagados por los Gobiernos monárquicos, que cada uno de ellos recibía un sueldo del Estado, que son los enemigos de la cultura y de la sociedad. Esto, a mi juicio, quiere decir sólo una cosa, y es que hay que dedicar buena parte de nuestra energía misionera a reconquistar nuestro pueblo. De otra parte, no me cabe duda de que tan pronto como se efectúe esta labor de reconquista —y tiene que realizarse, porque hay muchos hombres que comprendemos la necesidad consagrar a ella nuestras vidas— y a medida que se vaya actuando, el alma española volverá a soñar con descubrir nuevas Américas y con llevar a todos los hombres la esperanza de que pueden salvarse lo mismo que nosotros, lo que significa en lo humano que pueden perfeccionarse y progresar, persuadido de que esta Catolicidad o universalidad es la quinta esencia de nuestra Religión Católica, su parte más fuerte y más segura o, cuando menos, la que ejerce mayor influencia sobre nuestras almas superiores.

LOS ESPAÑOLES DE AMERICA. El éxito de los aldeanos

Es curioso que la revolución actual de Cuba haya anunciado la adopción de medidas contra los comerciantes españoles. No será la primera vez que una revolución americana persiga a nuestros compatriotas. Tampoco será la última. El comercio español en América es una de las cosas más florecientes del Nuevo Mundo, y las revoluciones suelen enemigas de las instituciones que prosperan. Tampoco son afectas a las Ordenes Religiosas, que en América suelen estar constituidas por españoles, y que en América también progresan lo bastante para afilar los dientes de la envidia. Si la gobernación de pueblos hispánicos estuviera dirigida por pensadores políticos de altura, lo que se haría es estudiar con toda diligencia el secreto de las instituciones prósperas y desentrañar sus principios, a fin de aplicarlos y adaptarlos a las otras: al ejército y a la enseñanza pública, al régimen de la propiedad territorial y al de la dirección del Estado. El lector puede estar seguro de que no hay en América instituciones de estructura más sólida que el pequeño comercio español y las Congregaciones religiosas. El día en que el espíritu de conservación de nuestra América se sobreponga al instinto revolucionario, no cesarán las prensas de estampar libros que estudien uno y otras.

Entre tanto, estoy cierto de que la clase más indefensa de la tierra, en punto a buena fama, la constituyen los comerciantes españoles de América. En España no se acuerdan de ellos mas que sus familiares, beneficiados por sus giros. Lo que aquí suele preocuparnos. y no mucho, es el comercio español con América, que es cosa bien distinta, y que no ofrece porvenir muy seguro, porque España no pudo nunca competir en los mercados americanos con los grandes países manufactureros, y mucho menos podrá hacerlo cuando estos pueblos se ven derrotados por la competencia japonesa, que es una de las razones de que todos tiendan actualmente a la "autarquía", o economía cerrada. De otra parte, los vinos y las frutas que España puede exportar en gran escala se producen cada día en América en mayores cantidades. Tampoco los hispanoamericanos pueden simpatizar demasiado con el patriotismo español de nuestros compatriotas establecidos en sus territorios, porque preferirían que se nacionalizaran en ellos y renunciaran para siempre al sueño de acumular un pequeño capital que les permita regresar a su Patria. Y los españoles educados que emigran a América tampoco suelen ser amigos de nuestros comerciantes, porque no les perdonan que prosperen más que ellos, a pesar de su mayor cultura, y ésta es una de las maravillas que nadie suele explicarse satisfactoriamente, a pesar de que no hay cosa más fácil de entender.

Es hecho sorprendente que en América prosperen más, salvo excepciones, los españoles procedentes de aldeas que los que van al Nuevo Mundo de nuestras ciudades, y más los menos educados que los cultos.

En parte se acierta cuando ello se atribuye a que los campesinos están acostumbrados a mayores privaciones y soportan mejor una vida de trabajo y de ahorro, indispensable en los primeros años, como base de posible prosperidad ulterior. Digo en parte, porque una buena educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como lo enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras tantas de ejercicio de las armas en los años de juventud. Entonces no era frecuente que los palurdos prosperasen más que los hidalgos ni que realizaran más proezas que éstos. Al contrario, la epopeya española en América es obra casi exclusiva de los hidalgos y de los misioneros, que eran también hombres educados. Sólo que la educación de aquel tiempo era buena. Se inspiraba en los mismos principios, por los cuales se alaba generalmente en Alemania la influencia del antiguo servicio militar obligatorio para endurecimiento de los cuerpos y disciplina de las almas, y como preparatorio para la lucha por la vida. La educación actual, en cambio, es radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar. La ventaja que tienen nuestros emigrantes campesinos sobre los urbanos y educados consiste principalmente en no haberla recibido. El indiano Quirós de la "Sinfonía Pastoral" de Palacio Valdés, se encuentra con que su hija, criada en medio de todos los lujos, es tan endeble, que puede enfermar de tisis cualquier día. La medicina que necesita y que la cura es la pobreza y el trabajo. Tan extraño remedio no se le había ocurrido jamás a su buen padre. Era, sin embargo, el mismo sistema educativo que él había recibido en su aldea y al que debió en América el éxito y la fortuna.

Pero además ocurre que aquellas provincias que dan el mayor contingente emigratorio: Galicia, Asturias, la Montaña, Vascongadas, León, Burgos y Soria, no son países sin cultura. No lo serían aunque no se cuidaran, como lo hacen, de la enseñanza popular, ni aun que fueran totalmente analfabetos, porque la Iglesia, las costumbres y el refranero popular bastarían para mantener un tipo de civilización muy superior al que producen, por punto general, las escuelas laicas y la prensa barata.

Es curioso, al efecto, que España no fue país de alta sino cuando carecía de ministerio y de presupuesto de Instrucción Pública. Pero si los hijos de las regiones y clases sociales menos afectadas por las nuevas ideas son los que se desenvuelven con más éxito en América, la razón no es solamente negativa de ser las menos contaminadas de los falsos valores de la modernidad, sino la positiva de conservar, por eso mismo, con mayor pureza, los principios de vida de la España tradicional histórica. Mientras la educación moderna, con su carácter enciclopédico en los grados primario y secundario y especializado en el superior, no parece proponerse otro objeto que desplegar ante los ojos admirados del alumno los productos de la cultura, con lo que no forma sino almas apocadas, que necesitarán la sopa boba del Estado para no morir de hambre, la educación antigua se empeñaba en obtener de cada hombre el rendimiento máximo. Parece que sus principios se conservaran vivos en nuestro pueblo campesino, y que por ello han organizado de tal modo sus comercios los españoles de América, que pueden esperar de cada dependiente el esfuerzo mayor y más perseverante de que es capaz.

El sistema comanditario

La perfecta compenetración de intereses y de espíritu entre el principal y sus empleados, que caracteriza el sistema comanditario del comercio español en América, y que es el secreto de su éxito, se obtiene mediante la confianza que tiene cada dependiente de que, si muestra actividad e inteligencia en su trabajo, llegará día en que se le interesará en el negocio, y otro en que su mismo principal le ayudará a establecerse por su cuenta, con lo cual le será posible el ascenso a una clase social superior a la suya. El que empieza barriendo una tienda a los trece o catorce años de edad, puede concebir la esperanza de ser dependiente de mostrador antes de los veinte, y habilitado antes de los treinta, y socio industrial antes de los cuarenta, y patrono algo después. En el fondo, no se trata sino de la aplicación al comercio del antiguo sistema gremial, con su jerarquía de aprendices, oficiales y maestros, en la que sólo llegaba a la suprema dignidad de su arte quien hubiera producido una obra maestra, sin la cual no se le permitía dar trabajo a otros hombres o desempeñar cargo alguno en el gremio o cofradía de su oficio. Pero entonces se le abría las dignidades de la ciudad. Si era albañil o carpintero podía encargarse de la construcción de alguna abadía o catedral, y aún llegar a ser miembro de la real casa, en calidad de maestro de obras del Rey, porque la Edad Media, que fue una Edad cristiana, fundaba sus instituciones en la necesidad que tiene el hombre de que no se le muera la esperanza, virtud que no subsiste tampoco sin la base de la fe y sin el remate de la caridad, pero que se alimentaba con la persuasión de que mejoraría la posición de cada operario, según las excelencias de sus obras, lo que explica, de otra parte que fueran tan maravillosos los edificios de aquella época.

En el fondo, el principio que anima al comercio español América es el mismo que constituía la quintaesencia de nuestro Siglo de Oro: la firme creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. Se trata de proveer a cada uno de la coyuntura que le permita alzar su posición en el mundo. Con ello no se dice que habrán de aprovecharla todos, porque muchos son los llamados y pocos los elegidos. Lo que se hace es aplicar a las cosas de tejas abajo la parábola del Padre Diego Laínez en el Concilio le Trento. Se concede a cuantos aspiran a vencer en el torneo un caballo magnífico y armas excelentes, ya que la gracia de Dios es asequible a todos, pero después se espera que cada candidato luchará con toda el alma por el triunfo. También ha de poner toda su alma el dependiente que aspire a ganarse la confianza de su principal. Ha de cifrar sus ilusiones en la prosperidad del negocio. Pero cuenta con la esperanza firme de mejorar de posición, al cabo de su largo esfuerzo, y el español de alma previsora prefiere optar a un premio que valga la pena, aunque sólo lo obtenga después de muchos años, con lo que sacrifica el día de hoy al de mañana, que ocuparse en uno de esos grandes comercios extranjeros de América, donde probablemente se le pagará mejor con menos trabajo, pero donde no tiene la menor esperanza de que se le llegue a interesar en el negocio, por lo que renuncia a sacrificar el porvenir al día de hoy.

Con el señuelo del ascenso futuro de cada empleado, logra el comercio español de América la perfecta identificación del principal y los dependientes, que es lo que le permite afrontar con buen ánimo la concurrencia de otros comerciantes y los malos tiempos. Es un comercio que carece de capitales iniciales propios y que trabaja a crédito y, sin embargo, prospera y se difunde, hasta en competencia con el de los chinos, que viven con nada, y con el de los sirios, descendientes de fenicios de Sidón y Tiro y aptos como ellos para el tráfico.

En el Centro de Almaceneros, de Buenos Aires, hube de preguntar si prosperaban los españoles en el comercio de comestibles al por menor, que es lo que se llaman "almacenes" en la Argentina. y me encontré con la sorpresa de que hace cincuenta años dominaban el ramo los italianos en la capital, pero que habían tenido que ceder el puesto a los españoles Y es que los italianos no han podido lograr identificar los intereses de los principales con los de los dependientes, porque no aciertan a desprenderse de sus comercios, en beneficio de sus empleados, tan fácilmente como los españoles, sino que los suelen conservar hasta última hora, y entonces son sus hijos los que los heredan.

En los pequeños comercios españoles vive el principal con sus dependientes en una relación de intimidad que no es obstáculo ,para que se mantengan escrupulosamente los respetos debidos a la jerarquía y a la edad. En los malos tiempos se reducen y encogen los gastos. En el campo de Cuba, el principal y sus dependientes suelen tender el catre en el mostrador y vivir en la tienda, comen juntos, trabajan todos dieciocho horas al día y ello todo el año, domingos inclusive, porque la molienda no suele interrumpirse en los ingenios ni en los días festivos, y apenas si tienen ocasión de visitar la villa una o dos veces al año. Por eso cuando los americanos entraron en Cuba a raíz de la guerra de 1898 e intentaron abrir toda clase de establecimientos, no tardaron en batirse en retirada ante la competencia del comercio español, que se contentaba con menores beneficios y conocía mejor a sus clientes, para negarles o concederles crédito. Y es que los norteamericanos se habían enfrentado con un principio espiritual superior al suyo. Ellos lo fiaban todo al mayor capital y a la posibilidad de pagar a la dependencia con mayores salarios. El comercio español, en cambio, se basaba en principios de solidaridad y de justicia y en la virtud de la esperanza.

La actual crisis

Es verdad que al sistema comanditario del comercio español pueden oponérsele consideraciones de orden familiar, que le han creado muchos enemigos en los países de América. El español cree justo que la tienda pase al dependiente que más se ha interesado en su prosperidad, con lo cual es posible que se perjudiquen los hijos del principal. En muchos casos no hay tal perjuicio, porque esos hijos suelen preferir las carreras liberales al comercio y son pocos los padres que se deciden a hacer sufrir a sus hijos los trabajos y penalidades que implica la profesión de tendero en sus grados inferiores. De otra parte, hay que considerar que los dependientes no se hubieran sacrificado durante tantos años por la tienda, pudiendo acaso ganar mejores sueldos en otra ocupación, sino con la mira de que no se les defraude en su esperanza de llegar algún día a habilitados y socios industriales. En todo caso, el orgullo de los comerciantes españoles de América consiste en facilitar el avance de sus antiguos dependientes, y entre las colectividades españolas alcanza mayor fama el que ha dado medio de establecerse por su cuenta al mayor número de dependientes. Hay casos de hombres que, por haber pasado del comercio al detalle al comercio al por mayor y haber vivido tiempos prósperos, han podido establecer a veinte y aun a treinta dependientes antiguos, y estos próceres gozan en nuestras colectividades de una aureola que envidiarían nuestros grandes de España.

En cierto modo es explicable que los Gobiernos criollos procuren evitar este desarrollo del comercio español con toda clase de medidas, como el cierre dominical de los comercios, imposición de horas de descanso para la dependencia y la obligación a los patronos de emplear a dependientes del país, por lo menos en cierta proporción. Hay países de América donde la pobreza ha resuelto el problema, porque los principales se ven obligados a emplear a sus hijos en la tienda casi desde su infancia, con lo que los comercios pasan, naturalmente, a manos suyas. El problema no surge sino donde la prosperidad es suficiente para evitar a los hijos los trabajos duros, y no sería justo privar de su recompensa al dependiente que apechuga con ellos. Los antiguos gremios solían resolverlo con los años de aprendizaje, en que el hijo del maestro salía a correr tierras, y a aprender el oficio bajo la disciplina de otros maestros; años de correrías y de amores, los "Wanderjahre", que cantan todavía los poetas de Alemania. Es posible que toda la América española se empobrezca a tal punto desaparezca la cuestión. Pero con ello no perderá su validez el principio en que se inspiran nuestros comerciantes. Las almas bajas rinden su mayor esfuerzo por un estímulo inmediato, pero las almas superiores prefieren sacrificar el presente al porvenir. Todas las instituciones debieran organizarse de tal modo, que las dignidades supremas correspondieran a los sacrificios más perseverantes, para que todos los hombres puedan esperar que, si se esfuerzan por lograrlo, les aguarde, como premio de sus trabajos, una vejez honrosa y respetada. Y no es pequeña maravilla esta de que, en pleno siglo XX, el principio central de la Hispanidad: la fe en el hombre, la confianza en que pueda salvarse, si se esfuerza con energía y perseverancia en ello, actúe con el mismo éxito entre la prosaica economía del comercio americano que entre los graves teólogos del Concilio de Trento.

LA HISPANIDAD EN CRISIS. Las dos Américas

André Siegfried, en su obra sobre los Estados Unidos de hoy, ha pintado de un trazo los esfuerzos de la gran República norteamericana durante la postguerra definiéndolos como "la reacción activa del elemento viejo-americano contra la insidiosa conquista del elemento de sangre extranjera". El pueblo norteamericano se siente internamente en peligro y "procura su salud buscando su fortaleza en las fuentes mismas de su vitalidad". Amenazado en lo físico -porque las estadísticas le dicen que el antiguo elemento anglosajón no sólo disminuye relativamente a otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no se casa, más de un 13 por 100 de. matrimonies estériles y un 18 que no tiene más que un hijo-, hasta hace poco tiempo podía consolarse con la esperanza de asimilar a sus ideas a las multitudes inmigrantes. Esa esperanza se ha desvanecido. Los norteamericanos han llegado a la conclusión de que no pueden inculcar su manera de ser sino a los europeos nórdicos de religión protestante: ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos, irlandeses o canadienses, los europeos mediterráneos, los españoles hispanoamericanos, los eslavos y los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas leyes de emigración, les han cerrado el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo XVI, el Padre Vitoria consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los extranjeros viajar ,por un territorio o habitarlo permanentemente.

El viejo-americano está contento consigo mismo; lo estaba, cuando menos, antes de la crisis que empezó en octubre de 1929. Se cree seguro del éxito, de la victoria, de la libertad de su sabiduría política, de su capacidad industrial. Se halla convencido de que lo mejor que puede suceder a los pueblos inmigrantes es dejarse dirigir por el antiguo elemento puritano de América. Por eso creyó antes que con un régimen de libertad y de igualdad se los asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no es así, hay que mantener a toda costa "los derechos casi ilimitados del cuerpo social, en su defensa contra los elementos extranjeros o los fermentos de disolución que amenazan su integridad". El norteamericano no quiere mestizajes. Gracias a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se jacta de que su patria no llegará a ser en lo futuro "un segundo Brasil". El ideal sería que prevaleciese eternamente "el puritano de tradición inglesa satisfecho y seguro de sus excelentes relaciones con Dios". Con ello no dice Mr. Siegfried cosa nueva a los lectores informados; pero los periódicos franceses, al ver en la Gran Guerra que el ejército norteamericano prefirió establecer sus bases en San Nazario y en Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos se detestaban. Mr. Siegfried hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud "la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos"; lo aristocrático, en la América del Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos entraran en la guerra "fué el mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses Y norteamericanos", aunque Mr. Siegfried ha podido añadir que ingleses y norteamericanos se la disputan entre sí desde hace más de un siglo.

Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad recíproca y solidaridad profunda, en momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es ésta una relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los pueblos de Hispanoarnérica y de España? Sólo que éste es obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni nos lo creímos jamás, ni siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando "las batallas de Dios", porque una cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia excelencia. Nunca pensamos que Dios .hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia, pero olvidada, desconocida o negada por las sectas de que Dios quiso que todos los hombres fuesen salvos.

Y aunque también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de ser campeones y defensores del Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, "por decirlo así", como escribe Menéndez Pelayo en su estudio sobre Calderón: "el pueblo elegido por Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos", sino que preferimos pensar que éramos nosotros los que, de propia iniciativa, habíamos elegido la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo elegido, habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los anglosajones; rivalidad por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre los elegidos, y solidaridad, frente al tumulto de los demás pueblos no favorecidos. Pero lo que nosotros sentimos no fue la superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que habíamos abrazado, y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos de la común empresa, cada uno de nuestros pueblos se fuera por su lado.

Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geofráfica de los pueblos hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de haber formado un todo continuo, como el de los Estados Unidos; pero si las condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la unidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588 el dominio del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera sostenido indefinidamente —aún después de llegadas a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmada su independencia como Estados, si se juzgaba conveniente—de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y con España. Porque es muy probable que la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los norteamericanos no logre mantenerse sino en tiempos de bonanza, que parecen justificar la creencia en la propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Westphalia y de los Pirineos, de Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa. En la Guerra de Sucesión. durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas pensara en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos funcionarios españoles lo pregonaron en Ios países hispanoamericanos, con lo que se la hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se fue por su camino; unos, a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas. Y aún estamos en ello.[...]

 Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad (1934)

 

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